Es viernes y la noche invita a moverse hacia el oeste de la ciudad, donde acaba la 9 de Julio. La llovizna de septiembre asienta la tierra de la calle.
Destellan las nuevas luces de neón del Sans Sousí. Los habitué se apuran por resguardar sus vehículos en el terreno aledaño. El encargado los conduce, con complicidad, por el pasadizo de la madreselva medianera. Esta noche tendrá buena propina.
Un aroma de colonias y talcos compiten con las flores del patio de las chicas. Una de ellas se asoma festiva y le promete al primer adelantado que esta noche beberá con él. Madame Brigitte les tiene reservado una sorpresa y ha pedido que nada comenten.
Atravesada la madreselva y tras cruzar el patio de las habitaciones de las chicas, una puerta de hierro forjado, con vitrales y vidrios biselados, conduce a la casa. Un cortinado, al final del largo pasillo, comunica con el salón principal. Éste es el trayecto de los clientes selectos.
El ingreso principal es por la calle. Por ahí tendrán que sortear el control de Josué, un francesito amanerado de porte descomunal. Su camisola turquesa sin mangas deja al descubierto los tremendos bíceps. Las órdenes son estrictas: ningún menor de veintiún años, ni andrajosos, ni borrachos. La lista de indeseables es larga y crece semana a semana con los nombres de los que son arrojados a la calle por pasarse de vivos, o de copas. Madame es severa en el cuidado del ambiente. En el salón se destaca una nueva tarima. La recepdonista distrae a los curiosos hada la barra de nogal que se acaba de instalar; explica que fue labrada por las exquisitas manos de Cevallito, hacedor de pórticos y celosías admirables.
-El carpintero de los ricos- se ufana.
Las copas de jerez circulan, mientras el Winco gira y un foxtrox ahoga el bostezo de la calle.
Se duerme la ciudad, y es aviso de que el espectáculo está por comenzar.
Caras nuevas se perfilan en la nebulosa del salón; un tumulto circula por las habitadones laterales. Corrillos y risas obligan al encargado de la música a regular el volumen.
El portón del estacionamiento se ha cerrado, no caben más vehículos. Los rezagados deberán exponer su identidad en la calle o buscar, más allá de las esquinas, una precaria protección.
Ocurre alguna noche la irrupción de una mujer al hallar el vehículo de su marido cerca del cabaret. Una espontánea solidaridad permite al implicado guarecerse, sólo Madame sabe dónde, y la desairada se va, entre insultos y amenazas.
A Madame no le agrada que llamen a su casa el cabaret.
-Es un dub de noche, un naiclub, le llaman en Francia- dice, con aires de mundo.
Brigitte hace gala de su pasado por las noches capitalinas. Y los íntimos saben de su fugaz paso por París, de lo que prefiere no hablar. Sí se apasiona al explicar el por qué del nombre de su club. Lo tomó de cuando fue a México como bailarina del Maipo y asistió a la inauguración del Sans Sousí en la capital azteca, con la partidpación de Conjunto Casino de Cuba.
-Fue una noche inolvidable- concluye.
De pronto, un resplandor de luces giratorias, una intermitencia de colores acompañada de un solo estruendoso de platillos en bambalinas, anuncia la entrada triunfal de las chicas, una docena tal vez, con su colorido de lentejuelas y tules cimbreantes. Por la estatura y sus rubios cabellos, se destaca la sueca, flamante incor poración de la señora.
-Ahora no tenemos nada que envidiarle a los de la capital. Y ya verán cuando traiga a la brasileña, un plantel mundial- ha dicho a sus amigos.
Esta noche se ha esmerado para que sea un desfile de bellezas. Extraños y propios se conmueven. Un desbocado aplauso y vítores reciben al plantel. Las chicas están a medida de la fiesta. Mientras saludan a los conocidos, prodigan sus exuberantes dones a los recién avenidos. Una promesa de imborrable primavera se
despliega en el salón. La sueca Ingrid atrae manos y miradas y su "gracias", arrastrado y confuso, exaspera los instintos.
Un "¡Viva Mademe Brigitte!" sobrepasa la euforia. La profusión de virtudes de las chicas, ocultas o expuestas, alborota el salón. Brindis y disparos de champagne presagian lo mejor.
La algarabía da paso a la mudez cuando Sandrinito, de impecable esmoquin, sube a la tarima. Anuncia, solemnemente, la presencia de la banda de moda de la ciudad: "Jazz Los Cuervos", con Oscar Ficco, para engalanar la fiesta y prestigiar la casa. Para más de uno es un atrevimiento peligroso; la novedad correrá mañana mismo, y será difícil ocultarla.
El jerez, las encolumnadas botellas de champagne trapeado en la barra y el insinuante revolotear de las chicas, inhiben prevenciones, mientras el locutor, acomodándose el moño bordó, sugiere, incita, anuncia la aparición de Brigitte.
Del brazo de dos fieles servidores, la dueña de casa evidencia su garbo: un vestido rojo ajustado a su silueta, deslumbra. Peinada por las manos primorosas de
Yoyo, su aura de mujer inalcanzable opaca a las chicas. Sube al escenario envuelta en las galanterías de Sandrinito.
-Amigos, lo mejor está por comenzar.
Su mano enfundada en guante de seda dorada, señala hacia el cortinado de terciopelo que se descorre, y la bailarina arroja su ramo a la muchedumbre.
Describir el furor desatado, el asombroso juego de luces psicodélicas, la señorial vestimenta de los músicos, sería bastardear lo apoteótico. Basta decir que el champagne se agotó en la barra cuando aún la noche tiene todo por mostrar.
Al vuelo de la blusa de la bailarina, un disparo de pistola sacude el cabaret.
-¡Nadie se mueva, policía! Y se aborta el debut del strip tease en el Sans Sousí.
Un golpe palaciego de los habituales, ha desplazado a un gobierno y con él, al jefe político, a la vez Jefe de Policía, protector de Madame y, según mentideros, su socio y proveedor de chicas.
Montes, el nuevo comisario, no se anda con minucias: Atentado a la Moralidad, es el escandaloso nombre del expediente abierto.
La Jefatura de Policía es insuficiente para albergar a los detenidos. De diez en diez son trasladados al cuartel de Infantería y tras la firma de una declaración, esa turba anónima deposita lo que no tiene para justificar el silencio y la devolución del vehículo secuestrado en la playa de estacionamiento.
Sandrinito, con su histrionismo, se granjea la simpatía del comisario y elude el traslado. En un jardín arroja el papel abollado del programa que no pudo ser, y con el traje desencajado se pierde en la noche.
Los músicos aducen el contrato firmado. Somos profesionales, dicen. Enfundan sus instrumentos y uno a uno buscan la calle.
Diez cuadras separan al cabaret de la manzana de la Congregación del Buen Pastor, internado de novicias y destino de reclusas y contraventoras. Una oficial de policía conduce, bajo la llovizna persistente, la procesión de brillos y pinturas corridas. Él difícil taconear en las veredas obliga a la vedette y a las chicas a terminar descalzas el recorrido. Madame Brigitte cuida de sus chicas, ante la lasciva actitud de la tropa de custodia.
Cuentan que toda la clientela pernoctó en sus respectivos domicilios. Un pacto de caballeros mantuvo las identidades en reserva. La carátula del expediente quedó vacía de folios por esas cosas que tienen las maniobras políticas y el peso del dinero.
Abundaron las sospechas, pero a la última noche del Sans Sousí, que pudo ser la consagratoria, nadie fue; al parecer, sólo acudieron espectros. |