-¿Yo? Bueno, un rato.
-Patee para aquel lado -le dice el que parece ser capitán de uno de los equipos-. Perdemos tres a cero.
-¿Cómo? Ah, sí -dice dios sin poder disimular su turbación.
Las horas pasadas despatarrado en su sillón viendo fútbol en directo le han dado una cierta idea de cómo manejarse en la cancha.
Ahí nomás, un pecosito le da un pase y dios no sabe qué hacer con la pelota. Le pega un puntazo desacertado y el balón va a parar a los pies de un rival. Ya lo están por mandar al arco, pero la intervención del pecoso permite que siga al centro.
La banda izquierda por donde juega es guadalosa y poceada. No puede con su genio. Hace brotar el pasto. Advertido por el pibe que alcanza la pelota por ese costado, le guiña un ojo y el muchachito devuelve la seña en complicidad. El perímetro de la cancha, marcado con un palito de paraíso, se ha ido borrando con el fragor del juego. Como quien no quiere la cosa, dios lo remarca con una línea de cal, precisa.
Cuando se arma la discusión por un gol anulado -el arquero sostiene que el balón salió al lado del palo-, tiende unas redes invisibles que evitará futuros pleitos.
La pelota es un desastre. Un fútbol desinflado lo cambia por un Sportlandia blanco, delicia para los pies.
Una andanada de insultos recibe por haberle pasado la pelota a un contrario; no lo duda, y se las arregla para vestir con camisetas definidas y distintas a cada equipo. El intercambio de guiños con el alcanza-pelotas se sucede durante toda la tarde.
El partido sigue. Los pibes, sus padres y algún tío medio en copas. Dios pasa como uno más, entreverado en el picado del barrio del sábado por la tarde.
Cuando hace esa bicicleta perfecta y pasa la pelota por encima de la cabeza del defensor y de sobrepique la clava en el ángulo, un golazo que pone tres a uno el marcador, se gana el respeto de propios y contrarios. Todos lo buscan a él.
Comete torpezas y se luce con habilidades impensadas. Un rival casi se le va a las manos reclamándole por esa pierna peligrosamente levantada. Pide disculpas, pero es amonestado.
-Eh, barba, no seas comilón, largá antes la pelota- se le enoja el pecoso.
-Muy bueno, flaco, probá de media distancia- viene el aliento de un borrachín que oficia .de técnico de su equipo.
-Vamos, muchachos -se atreve a gritar-. Todos arriba a buscar el empate.
Los de su equipo se entusiasman. Los rivales se refugian en el área. Dios está descontrolado. Se adueña del medio campo y desde ahí coloca una pelota imposible a los pies del delantero que no tiene más que empinarla para el tres a dos. Un revoltijo de cuerpos festeja el gol. Dios sale del entrevero sucio de pasto y guadal, y deposita rápidamente la pelota en el círculo central para que se reinicie el juego.
-¡Al empate, al empate!- contagia a los suyos.
El pecoso ejecuta un córner desde la izquierda. Dios sobresale en el área. Ve venir la pelota combada. No es su mejor perfil para cabecear. Se acuerda del Diego y no quiere reiterarse. Le da con el parietal derecho y el fútbol se pierde lejos del arco.
Un foul violento cerca del área da por tierra con su humanidad. El tiro libre lo quiere patear él.
Toma el fútbol como para quedárselo para siempre, espera el armado de la barrera y le pega con zurda. La pelota se estrella en el travesaño. No puede creerlo, se agarra la cabeza, pateando con bronca el pastito de la cancha.
El sol cae y es el fin de la contienda.
Dios saluda uno a uno a compañeros y rivales. No se queda al tercer tiempo de gaseosas y fernet con coca. Apura su paso hacia la avenida. Por un momento, piensa en hacerse trampa; una fugacidad y estaría en su casa en un abrir y cerrar de ojos. Se reprocha tal pensamiento.
Toma como cualquier hijo de vecino el colectivo de la línea nueve, y sentado en el asiento del fondo va repasando las jugadas que lo tuvieron como protagonista. Si el pecoso, el muy morfón, le hubiera pasado antes la pelota, hubiera pateado con menos dificultad y al partido lo empataban. Se avergüenza al recordar cuando por goloso quiso hacerle un caño al último defensor y la perdió. Todavía le suenan los insultos de sus compañeros. ¡Y el tiro en el travesaño...!
El chofer le advierte del final del recorrido y comprende que se pasó unas cuantas cuadras. Se baja pensando en los cambios que hará el próximo sábado. Al Gustavo lo pondrá de central y al gordo de ocho, es un desperdicio que juegue tan retrasado. Al llegar a casa se sienta a su computadora y la lista de pedidos y mensajes es la de todos los días: suplicas, plegarias, ruegos de ángeles de intercesión, perdones, agradecimientos; la rutina acostumbrada.
La citación del abogado está ahí, pasada por debajo de la puerta. Ya le mandará al suyo y conciliarán. "Los favores recibidos creo habértelos pagado", canturrea rumbo a la ducha. Le duelen las piernas, la cintura, los hombros. Las zapatillas están hechas un desastre.
Insistirá el próximo sábado; los abrazos de los compañeros de equipo, tratando de consolarlo por la derrota, lo animan para la revancha.
El mundo sigue andando como hasta la tarde; no hubo terremotos ni contiendas ni revoluciones. Tal vez me estoy volviendo prescindible, pensó. |