Si
después que termina el bombardeo,
andando sobre la hierba que puede crecer lo mismo
entre las ruinas
que en el sombrero de tu Obispo,
eres capaz (lo imaginar que no estás viendo
lo que se va a plantar irremediablemente delante de tus ojos,
o que no estás oyendo
lo que tendrás que oír durante mucho tiempo todavía;
o (lo que es peor)
piensas que será suficiente la astucia o el buen juicio
para evitar que un día, al entrar en tu casa,
sólo encuentres un sillón destruido, con un montón
de libros rotos,
yo le aconsejo que corras enseguida,
que busques un pasaporte,
alguna contraseña,
un hijo enclenque, cualquier cosa
que puedan justificarte ante una policía por el momento torpe
(porque ahora está formada
de campesinos y peones)
y que te largues de una vez y palo siempre.
Huye por la escalera del jardín
(que no te vea nadie).
No cojas nada.
No
servirán de nada
ni
un abrigo, ni un guante, ni un apellido,
ni un lingote de oro, ni un título borroso.
No pierdas tiempo
enterrando
joyas en las paredes
(las
van a descubrir de cualquier modo).
No
te pongas a guardar escrituras en los sótanos
(las
localizarán después los milicianos).
Ten
desconfianza de la mejor criada.
No le entregues las llaves al chofer, no le confíes
la perra al jardinero.
No te ilusiones con las noticias de onda corta.
Párate ante el espejo más alto de la sala, tranquilamente,
y
contempla tu vida,
y contémplate ahora como eres
porque ésta será la última vez.
Ya
están quitando las barricadas de los parques.
Ya los asaltadores del poder están subiendo a la tribuna.
Ya el perro, el jardinero, el chofer, la criada
están
allí aplaudiendo.
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