Un epílogo y diez enunciados sobre la poesía ensayo de Rafael Felipe Oteriño |
Podríamos decir que la historia de la poesía es la historia de una decepción (a esta decepción Mallarmé le llama impotencia), pero, al mismo tiempo, aunque por breves relámpagos, es la historia de una conquista. Porque imposibilitado el poeta de hacer suyo lo que ve en el horizonte de su deseo, hace poesía. Es decir, construye algo distinto de lo que ve y de su deseo[1]. Hace un objeto de palabras que no los refleja ni los repite: los apunta, los refiere y, en el mejor de los casos, los recrea, que es su modo de hacerlos visibles. Y esto no siempre, pues lo que los poemas hacen es poner en evidencia la soberanía de lo existente, su indocilidad, su natural irreductibilidad a las palabras. Pero el poeta crea su poema —es de él, es su obra—, independientemente de que su visión o intuición no hayan sido alcanzadas más que a través de mínimos rasgos. Tal vez, por eso, haya sido apropiado apelar a las nociones de correlato objetivo o de réplica o contrarréplica a lo visible como las operaciones del poema, o de violencia de la poesía contra la violencia del mundo[2] en la certidumbre de que —como lo viera Wallace Stevens— la poesía crea algo que no existe fuera de las propias palabras que lo enuncian. No es lo visible ni lo preexistente, entonces, sino una cosa distinta lo que muestra el poema. Algo más o algo menos que lo visible o lo preexistente: lo que las palabras enigmáticamente aparejan, lo que se dicen entre ellas. Aunque también sería legítimo prestigiar a ese algo con la denominación de George Steiner: "presencia real"[3]. Esto quizás explique por qué el poeta vuelve una y otra vez sobre los mismos temas. Por qué escribe reiteradamente un mismo poema, de alguna manera inacabado, volviendo a los vislumbres de esa intuición o visión que, en el recorrido de su obra, es siempre la misma y es única (una vez, tomada desde sus lados más reconocibles; otra, para explorarla a partir de sus núcleos recónditos y oscuros). Y así, hasta conformar una obra que, a lo sumo, traduce —si lo traduce- el comportamiento de una mirada sobre el perpetuo deslizamiento de los hechos y las cosas. Desde el punto de vista del texto, y examinado éste con abstracción del autor, los poemas no sólo dicen lo que dicen, sino —lo que es más importante— dicen lo que el autor no puede o no alcanza a decir. La trama de los versos, que es la trama del lenguaje, constituye una criba que, al igual que la red de los pescadores, retiene en su superficie aquello que se pensaba encontrar, pero también lo desconocido e impensado. Tal es, asimismo, su señorío e independencia. Porque los poemas dicen lo que dicen, pero lo que dicen, en primer lugar, es el propio poema de su escritura y del espacio que dejan abierto. Habría, por eso, que despejar ciertos equívocos y apuntalar algunas cuestiones: 1 Sacar tentativamente a la poesía de las bellas artes, y aún incluso, de la literatura, si es que, en el sentido decimonónico, entendemos por bellas artes y literatura una sublimación de lo existente. Esto es, un arte o técnica que opera sobre materiales dados, con el fin de elevarlos a otra estatura o significación y consagrar con ello las huidizas ideas de belleza o verdad[4]. 2 No esperar de la poesía el rasgo convencional de otras obras del hombre, como lo es la ley. La poesía no es convencional, ni desde sus fuentes (el lenguaje) ni en cuanto a sus frutos (lo que dice), aunque se valga del lenguaje -que parcialmente sí lo es—, y esté en el dominio de la imagen y la representación. La poesía siempre dice otra cosa, además de lo que explícitamente dice. Su territorio es el de la transfiguración, el deslizamiento, la multivocidad, la metáfora. Su idioma: la trascendencia. 3 No esperar que la poesía cuente algo. Y si, de hecho, potencia los datos de que se vale o los sobreactúa, es necesario hacerse a la idea de que ha emplazado otra dimensión. Estar atento a lo que no dice, a lo que soslaya (a lo que no alcanza a decir, pese a su empeño), a lo que deja en blanco, a sus puntos suspensivos (que, abandonados hoy en día por los escritores, están no obstante en su naturaleza), puesto que, en su indefinición y en la promesa que portan, son muestra de su tentativa de transitar el camino de lo inexpresado. Estar atentos, en suma, a lo que se produce entre sus líneas y a lo que provoca su lectura. 4 Al final de sus días, Mallarmé habla de "ese juego insensato de escribir”, y hay en esto alguna clave. Porque, a espaldas del periodismo—y en el convencimiento de que todo lo demás era periodismo, escritura del aquí temporal—, la poesía es para Mallarmé la escritura de esa magnífica noche blanca que permanece resplandeciente y sin explicación. Es escritura del secreto, de lo imponderable. De las preguntas que no fueron formuladas ni, por cierto, contestadas. 5 Hay, de tal manera, en la poesía, menos pensamiento y más lenguaje (lenguaje neutro, sin historia ni filiación). Ciorán dice que lo que diferencia al escritor del pensador es que este último toma su pluma cuando tiene algo que decir, mientras que el escritor escribe para saber qué tiene que decir. Es que el poeta trabaja para dejar brotar lo inesperado, sin sujetarse a los poderes (historia, razón, autoridad), y dejando hablar a los dioses o héroes (esto en la antigüedad), a lo secreto, al origen (en el presente). 6
Como el cocinero, el poeta estira la masa —que es el lenguaje- para saber qué hay allí dentro. Y lo que encuentra no es un árbol ni una casa ni un hombre, sino un árbol y una casa y un hombre primordialmente verbales -separados del mundo—, pero con el estigma del origen. De ahí que podamos decir, con
Levinas[5] 7 Esto explica la irreductibilidad de la poesía y lo reacia que es a la traducción, siendo que lo que se traslada más fácilmente de un idioma a otro, de un lector a otro, es el tema y recién luego —si es que pasa, gracias al virtuosismo del traductor—, los contenidos y efectos del lenguaje. Pues lo que aparece en la escritura no aparece más que en la escritura y no posee la fuerza de una verdad que subsista fuera de la escritura[6]. 8 El poeta siente el agobio de utilizar un lenguaje prestadoy, con la misma intensidad, la necesidad de liberarse de él, para crear uno nuevo en el que se quedará solo. Queriendo decir con estoquee! destino final del poeta es, paradójicamente, la incomunicación, el soliloquio, la orilla sin abrigo. Suerte de Trastévere personal que todos los grandes poetas han sentido alguna vez, no por la exclusión de los demás sino impelidos por la necesidad de establecer un contacto con zonas que, de lo contrario, quedarían inexpresadas: extrañas, también ellas, como sus palabras, del lenguaje convencional. 9 El poeta, a la postre, crea más realidad. "Lo nuevo, siempre lo nuevo”, repite, no sin tristeza, llevado por el imperativo que lo alejará de los otros y de su tiempo. "Hasta el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo", como dirá Baudelaire en Las flores del mal. Es la radicalidad de la espera, que marca el verdadero tempo del poeta. 10 En definitiva, toda pregunta acerca de la poesía deriva inevitablemente en una pregunta acerca del lenguaje. Las palabras —las grandes invitadas de la poesía— son la muestra de aquella impotencia, pero también la evidencia de ese otro esplendor. Presencias reales, por un lado, son al mismo tiempo residuos, estigmas, taras, a poco que las obsérvennos fuera de su aura, o excedidas de sombra o de bastardeado uso. ¿Qué poeta no lo ha sentido alguna vez ante el poema inconcluso y aún frente al concluido? Enajenadas, refieren el lugar adonde lo poético se cumple, ¡cónicas, dicen otra cosa y la repiten sin razón. Reductibles sólo a la fe de quien se aproxima a sus enunciados, son, en definitiva, consuelo. Consuelo y su contracara: la ilusión de ser escuchadas, como los huesos de Palinuro del célebre poema de W. S. Merwin: Consuélanos, El viento escoge entre nosotros. Nuestra blancura es una desordenada estela nocturna. Solitario candor, sé perenne en nosotros que desolados fulguramos sin indicar el rumbo". Notas: [1] Como dice Octavio Paz, acusados de irrealidad, los poetas hacen poemas: obras en las que se realizan. [2] T. S. Eliot habla de -correlato objetivo-, Seamus Heancy, de réplica o contrarréplica y W. Stevens de violencia del lenguaje de la poesía como oposición a la violencia del mundo. [3] Steiner, G.. Presencias reales. Destino. [4] Está también la tesis opuesta -mallarmeana: apegada a la forma que dice que todo tiene la naturaleza rítmica del verso, aun la propia prosa (Calasso, R.. La literatura y los dioses, pág. 121). [5] Levinas. Sobre Maurice Blanchot. Trotta, pág. 35. [6] Levinas. ob. cit. pág. 70. [7] Baudelaire, C., El viaje de Las flores del mal. |
ensayo de Rafael Felipe Oteriño
Rafael Felipe Oteriño nació en
La Plata en 1945. Vive en Mar del Plata. Publicó en poesía:
Altas lluvias
(1966),
Campo visual (1976),
Rara materia (1980),
El príncipe de la fiesta ((1983),
El invierno lúcido
(1987),
La colina (1992),
Lengua madre (1995),
El orden de las olas (2000) y
Cármenes (2003).
Publicado, originalmente, en: El Espiniyo. Revista de poesía de las cuatro estaciones año 1, número 2, invierno 2005
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/el-espiniyo-no-2/
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.
Ver, además:
Rafael Felipe Oteriño en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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