Joseph Brodsky: la poesía del lenguaje

(a treinta años del otorgamiento del Premio Nobel)

por Rafael Felipe Oteriño

A mediados de la década de los sesenta, algunos lectores de periódicos tomaron nota de la existencia de un joven de nacionalidad rusa —Joseph Brodsky— que se animó a desafiar al tribunal que lo enjuició por no colaborar con el «bien común», eufemismo de la no menos ambigua imputación de «parasitismo social». Si entonces respondió a la pregunta del juez acerca de su trabajo con la frase: «Soy poeta, escribo poemas, hago traducciones», y a la repregunta: «¿Y quién lo dio autoridad para llamarse poeta?», con la reconvención: «Nadie. ¿Quién me dio autoridad para integrar la raza humana?», tiempo después, en incontables ocasiones, fue exponiendo los fundamentos que no pudo alegar en el juicio: «De lo que se trata —expuso— es de entrar en contacto directo con el lenguaje o, más exactamente, la sensación de caer inmediatamente bajo la dependencia de todo lo que fue dicho, escrito y realizado en el lenguaje». Una explicación antropológica, si se quiere, ya que el hecho de escribir poesía importaba, según sus valores, la más alta dignidad del hombre.

Nacido en 1940, en San Petersburgo, la ciudad de los zares rebautizada Leningrado, «exactamente en el momento en que los crematorios de Auschwitz funcionaban a toda máquina» —según recordó años más tarde—, a los 24 años fue condenado a realizar trabajos agrícolas en una aldea próxima al Mar Blanco, hasta que la comunidad de escritores obtuvo el salvoconducto que le permitió salir con destino a Israel, volando primero a Viena, de ahí a Londres y poco después a los Estados Unidos, donde finalmente se afincó. Apartado de su lengua materna, en esos exilios fue madurando su fe en la magnitud espiritual de la poesía, toda vez que para él los metros repiten el latido de la vida y las rimas —verdaderos aceleradores mentales— son el reflejo de las funciones cerebrales. Escribir poesía, sostenía, comporta un proceso existencial, ya que lo que funda un poema no es la Musa, sino el propio lenguaje que inspira al poeta el primer verso y los siguientes.

Consciente de que debía ganarse la aceptación del país que lo acogió, se dio a la tarea de traducir su poesía al inglés —luego también escribió sus ensayos en ese idioma—, por lo que se convirtió en un escritor de dos lenguas. Esto es funcional a su modalidad poética, ya que su aporte —fuera del énfasis sobre el componente musical del verso— está constituido por la confrontación de culturas. La antigüedad clásica con la versatilidad del presente, la intransigencia de la tiranía con la permeabilidad de la democracia, la fuerte tradición rusa con las volubles prácticas del consumo y el mercado. No se trató de un simple choque de costumbres, sino del entrecruzamiento de coordenadas espaciales y temporales. Y, paralelamente, de convertir a la creación literaria en la única salida posible, la que le permitiría rearmar todo eso bajo la idea de continuidad cultural. De civilización.

Así leemos que sus versos —verdaderos recursos para pensar— pasan de las vigilias de la historia a las fronteras del sueño. Propenso a las acumulaciones y elipsis, tanto como a la experimentación en cuanto a metros y rimas, Brodsky yuxtapone tiempos, lugares y figuras hasta conformar un tejido verbal que opera sobre el mundo físico y lo reduce a la condición de mera excusa. Los personajes de la historia, del arte, de la cultura, de ese sueño cumplido que fue para él Venecia, son sus temas ostensibles. Pero por detrás se alza una relación amorosa con el lenguaje, fundada en la capacidad de las palabras de permitirnos ir más alto y más lejos. A su tiempo, nada diría de esta poesía si no insistiera en la mención de su musicalidad, nacida del autoimpulso de la métrica y del teclado de los acentos, en la convicción del poeta de que el poema se desarrolla a partir del sonido de las palabras antes que de lo que literalmente dicen.

Asume, como escritor, el punto de vista del extranjero, sabedor de que no le asiste el poder de cambiar el rumbo de los hechos. Que su papel es la adaptación, ya que no elige el regreso a su país, ni aun cuando le fue posible hacerlo. Es su primer triunfo sobre el ego. Lo que lo hace dueño de una voz intemporal y desolada. Por momentos, de un habla de laboratorio, pero que es, en definitiva, la locución de un clásico: porque compendia otras voces, sin ocultar su genealogía, y porque está abierta a una lectura que nunca resulta definitiva. Sin descender al lamento —reserva la elegía para evocar a sus maestros: John Donne, en primer lugar—, denuncia la futilidad de la época, su derroche de energía, las maniobras que ensucian el noble quehacer humano, convirtiéndose — también a su modo— en la mala conciencia de su tiempo.

Poesía para ser leída en voz alta, impone al lector una escucha como de santuario. Quienes lo oyeron recitar de memoria sus poemas en inglés —con párrafos intercalados en el idioma ruso en que fueron escritos— dicen haber asistido a una ceremonia en la que la poesía tomaba el carácter de oración laica. Como su venerado Auden, Brodsky adopta una actitud antiheroica, dirigiéndose a un lector que conoce la lengua culta, pero que no se cierra a los usos menos elaborados del lenguaje. Así busca su guiño amigo, ya que lo sabe compañero de tránsito. De asombro y extrañamiento, de fidelidad y admiración están recorridos sus poemas. En el titulado «24 de mayo de 1980» —día de su cumpleaños número 40—, describe las torsiones espirituales que debió realizar para conquistar su lugar en la tierra:

A falta de bestias salvajes, desafié jaulas de acero,

tallé los días de mi condena y mi apodo en camastros y vigas;

viví junto al mar, mostré mis cartas en un oasis,

y cené, vestido de frac, Dios sabe con quién.

Desde lo alto de un glaciar, contemplé medio mundo.

Dos veces me ahogué; tres escarbaron mi médula con cuchillos.

Abandoné el país que me dio a luz y me crió.

Aquellos que me olvidaron poblarían una ciudad entera.

Atravesé las estepas que los hunos cabalgaron entre alaridos,

vestí trajes que hoy, en todas partes, están otra vez de moda.

Sembré centeno, pinté con alquitrán el techo de chiqueros y establos.

Tragué de todo menos agua seca.

Permití que en mis sueños entrase el tercer ojo de los centinelas.

Comí el pan del exilio sin dejar la corteza.

Di a mis pulmones todas las asonancias, además del aullido.

Ahora he pasado al susurro. Tengo cuarenta años.

¿Qué puedo decir de la vida? Que es larga y detesta la transparencia.

Que no soy solidario más que con el dolor.

No obstante, hasta que tapen con tierra mi boca,

de ella sólo habrá de escucharse gratitud.

Los libros de ensayos —Menos que uno, La canción del péndulo, Del dolor y la razón— exigen una mención aparte. Verdaderos ejercicios de admiración, ponen al descubierto las fuentes de su creatividad. Ovidio, Dante, Kavafis, Auden, Mandelstam, Ajmátova, Tsvetáieva son sus escritores tutelares. Todos fueron atravesados por la soledad o el exilio, igual que él. Con ellos traza su propio linaje literario. Baste señalar el ensayo sobre W. H. Auden titulado «Complacer a una sombra» para comprender la incondicionalidad de su entrega. Allí expresa que empezó a escribir en inglés para aproximarse al poema en memoria de W. B. Yeats en el que Auden dice (en versos que luego suprimió) que el tiempo «que es intolerante / con los bravos e inocentes, / e indiferente en una semana a un cuerpo hermoso, // adora al lenguaje y perdona a todos aquellos por quienes vive». Afinidades y homenajes que ponen de relieve la tendencia de la literatura a beber de sus propias fuentes.

A mitad de camino entre la poesía y el ensayo, Marca de agua, libro dedicado a Venecia, es, como digo, el testimonio de un sueño cumplido. Mimetizadas en la geografía de ese espacio, contiene todas sus obsesiones: la relación entre el tiempo y el hombre, el tiempo lindando entre el instante y la eternidad, la supervivencia de las obras por encima de sus autores, los encuentros y desencuentros del amor. Viajar a la ciudad de los canales fue un leitmotiv que germinó en sus años de juventud. Graciosamente idealizado, Brodsky lo recuerda en estos términos:

... me prometí que si alguna vez escapaba de mi imperio, si alguna vez huía del Báltico, lo primero que haría sería venir a Venecia, alquilar una habitación en la planta baja de algún palazzo [...], escribir un par de elegías apagando los cigarrillos en el piso de piedra húmeda, toser y beber, y cuando el dinero se agotara [...], comprarme una pequeña Browning y volarme los sesos.

Entre sus destrezas literarias, también tuvo de su lado a la ironía. Ese modo melancólico de saber reírse de los humanos desastres. Maestro de este diablito tenaz, expone los hechos, los envuelve en una atmósfera de trascendencia, y cuando esta comienza a enrarecerse, opone la reflexión lateral que hace volver todo al punto de partida: «Los últimos veinte años fueron buenos casi para todos / salvo para los muertos». O este otro: «Después de nosotros, no habrá diluvios / ni sequías. Lo más probable es que el clima, / en el Reino de la Justicia —con sus cuatro estaciones— / sea templado, para que el colérico, el melancólico / el sanguíneo y el flemático, se turnen y gobiernen / tres meses cada uno». Cuenta que cierta vez, invitado a una cena de la que participaba Auden, debido a que la silla dispuesta para este era demasiado baja, la dueña de casa le colocó dos tomos de la Enciclopedia Británica. Pensó entonces que estaba viendo al único hombre que tenía derecho a usar esos volúmenes como asiento. Brodsky murió en Nueva York en 1996, a los 55 años. Está enterrado en Venecia.

 

por Rafael Felipe Oteriño

Comunicación leída en la sesión 1418 del 9 de marzo de 2017 de la Academia Argentina de Letras


Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Argentina de Letras. Tomo LXXXI, 2017/2019  Enero - Junio 2017 pág. 127          

Boletín de la Academia Argentina de Letras es una publicación editada por la Biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras

Link del texto: http://www.catalogoweb.com.ar/biblioteca-digital/b20172019.html

 

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