Este libro no es una fosa común I |
Este
libro no es una fosa común
En un voluminoso reporte de 900 páginas, pagado con dinero público y escrito con lenguaje aburrido y encubridor, el Instituto Batelle da cuenta de su investigación sobre un siniestro ocurrido en la Sonda de Campeche donde perdieron la vida 20 trabajadores de Pemex y dos tripulantes del barco Morrison Tide. El documento, valiéndose de artilugios de la fantaciencia, le lava las manos a la empresa paraestatal diciendo que los petroleros fallecidos tomaron decisiones equivocadas mientras navegaban en los botes salvavidas, conocidos como mandarinas por su color anaranjado. La culpa fue de los muertos, se concluye en este caso, uno de los catorce presentados en las siguientes páginas. Los muertos, lo sabemos, ya no pueden dar su versión. |
Pero este libro no es una fosa común ni una sala del museo de los muertos. Tampoco es sólo una denuncia más de esa notoria impunidad que mata en el país desde hace tiempo y que cada día se torna menos noticiosa en sí misma. Para tratar de narrar el dolor de los muertos se reúne en estas páginas al periodismo de investigación con el periodismo narrativo, si bien ambos adjetivos siempre salen sobrando y se debería hablar de periodismo a secas. En los textos incluidos aquí es evidente la preocupación de sus autores de no ser cómplices de esas muertes; el encabronamiento de que las autoridades, o cualquiera, los orillen a ser cómplices. Con lo que se relata no se busca hacer pornografía de los muertos ni deleitar a los lectores con los apetecibles cuerpos de la desgracia ajena, sino crear empatía: el dolor que sintieron los muertos es inexpresable, pero en estas crónicas hay un intento por representarlo. Bien dice Froy lán Enciso que los autores de estas crónicas son dolientes: dolientes que tratan de expresar el dolor que sintió el muerto. Ese dolor es una de las sustancias más difíciles de nombrar —quizá el dolor sea el origen del lenguaje— y por eso hay idiotas que en lugar de sentirlo buscan ser héroes enrolándose del lado de “los buenos” en las muchas guerras que hay en México, desde las más visibles, como la guerra por el control de las drogas, hasta otras mejor disfrazadas, como la guerra por el control de la explotación minera. Emiliano
Ruiz Parra, en la primera de las crónicas incluidas en este libro,
reconstruye los sucesos ocurridos en el Golfo de México. Gracias a los
testimonios recopilados directamente por el periodista, así como los
recabados por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, fue posible
saber que los petroleros jamás habían participado en simulacros marcados
por los manuales de seguridad, que los equipos de respiración autónoma
estaban encadenados y no pudieron ser usados durante la emergencia, que
las alarmas nunca sonaron, que deliberadamente fueron bloqueadas las
puertas de la zona habitacional y que una de las mandarinas accidentadas
tenía pegotes de silicón que se botaron a la primera ola. Pemex había
recibido un montón de quejas de las fallas que ponían en riesgo las
vidas de los trabajadores y nunca actuó en consecuencia. En su crónica, Emiliano Ruiz Parra prueba la negligencia oficial que existe en la guerra petrolera y también transporta al lector hasta los sucesos de ese día, con una narración llena de guiños tanto a Joseph Conrad como a Gabriel García Márquez: Una de las cientos de olas que los embistieron había alejado del bote al cocinero de noche, que nadaba a la deriva. Sujeto al malacate, un buzo bajó hasta la superficie del mar, lo abrazó por la espalda y lo sacó del agua. Ambos empezaron a subir hacia el helicóptero tirados por el motor del cabo. El marino, sin embargo, no soportó el peso del hombre robusto y agotado, del cocinero de noche que ya llevaba el rictus de la desesperanza. Unos metros antes de subir se le escapó de los brazos. Sus compañeros sólo alcanzaron a ver el hoyo que se formó en el agua. Los helicópteros no intentaron otro rescate de esas características. Pero no se fueron. La noche cayó sobre el mar picado y las naves siguieron a los sobrevivientes en las largas horas de vida y muerte. Desaparecían unos minutos y regresaban. La luz de sus reflectores alumbraba las gotas de lluvia que bailaban al ritmo de las rachas de viento. —Diosito,
Señor, si tú puedes todo, haz que amainen los vientos —suplicó
Pensamiento por segunda ocasión. Entre las crónicas de este libro hay dos escritas por periodistas que no nacieron en México, pero que con su trabajo han llegado a la entraña del país. Se trata de John Gibler y Pablo Ordaz. El primero escribe para medios alternativos de los Estados Unidos y el segundo para el diario El País de España. —¡Nos vamos! Esta noche nos acompañará un periodista español. Si hay suerte y detienen a algún delincuente, no me lo golpeen demasiado… Háganme ese favorzote, muchachos. El
oficial subraya la broma guiñando el ojo detrás del pasamonta- ñas. Los
muchachos se ríen. Será el único momento de relajación en cinco horas. Los
muertos no tienen nombre. No desde luego en Ciudad Juárez, donde este sábado
de febrero escogido al azar serán ocho los jóvenes asesinados por las
oscuras mafias de la droga. Ocho. No son demasiados; tres días después
morirán 21. Ni demasiado jóvenes; una semana más tarde caerán seis niños
bajo los disparos de tipos que siempre tienen tiempo de huir. “La
carnada”, otra de las crónicas de este libro, del periodista José Luis
Martínez S., relata la investigación emprendida por la señora Isabel
Miranda de Wallace para localizar a su hijo Hugo Alberto Wallace,
secuestrado y asesinado por una banda prácticamente desmantelada gracias
a las indagatorias independientes realizadas por la desesperada madre. Así supo que era rentado por una bailarina de Guadalajara. Un vigilante le aportó otro dato: bailaba con el conjunto que popularizó la canción que decía “Zá, zá, zá”. Con esta información, la señora Wallace se enteró del nombre del grupo y comenzó a investigar quién era su dueño o representante, enterándose que radicaba en el puerto de Veracruz y se llamaba Óskar Lobo. Lo fue a buscar. Al verlo le dijo que trabajaba en un corporativo y quería contratar a su grupo para una fiesta de ejecutivos, pero para hacerlo había un requisito: —Me piden —le explicó— que yo presente un cd donde aparezcan todas las bailarinas, porque a mi jefe le gusta una de ellas y quiere que participe en el evento. Lobo
le dio el disco. Al regresar a la Ciudad de México la señora Wallace
imprimió las fotografías y, con ellas, volvió a Perugino. Tuvo suerte:
al verlas, una señora que vendía quesadillas le señaló a la muchacha
por la que andaba preguntando. |
Diego Enrique Osorno
- Historias de Nadie
diego.osorno@gmail.com y www.twitter.com/diegoeosorno
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blog de Osorno | Milenio.com
22 marzo 2011
Autorizado por el autor
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