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La reina de ciénaga |
Todo el mundo sabía que el Nene Rúa, hermano del que le dicen ‘Licho’, quería matarme. Todos los de esquina sabían que el guajiro, esposo de la Jennifer, me la tenía marcada por el Nancy Polo, barrio costero de la ciudad. Era día 20 del primer mes, yo venía para saber de ella, y la ciudad como siempre estaba de fiesta. Uno que otro botellazo a la felicidad, pero más en las noches cerca de la Troncal del Caribe, por los lados de la Estación y eso lo supe la vez anterior porque quería una cerveza a la medianoche que no me querían vender en el único lugar abierto en toda Ciénaga, qué hace un cachaco en ese **** lugar, pero al final la logré, solo quería ver ese medio gato tan famoso en la guía turística non sancta. Al frente del bar del gato, la estación de Policía, la original del pueblo derruida y ya pintada de amarillo, como una burla. Creo que alguna vez pudo haber estado Gabo allí detenido por sobredosis de bohemia. El caso es que creo que la estación y el burdel siempre habían estado allí, obviamente, la justicia, o la autoridad, no sobrevivió. La autoridad y la fiesta siempre allí con un poco de violencia por detrás de bastidores; en mejores palabras del memorioso gordo Alfredo Correa de Andreis, hijo ilustre de la ciudad, este había escrito sobre esta tríada de autoridad, fiesta y violencia: “La naturaleza triétnica de la cultura local fue producto de una tortuosa evolución histórica […] las expresiones culturales más arraigadas en el alma popular jugaron un destacado papel en los momentos cruciales del movimiento social […] expresión de los dos aspectos señalados lo constituye ‘la fiesta del caimán’, que sirvió de hilo conductor para recorrer el amplio aspecto de la cultura local. Este saurio, de evidente origen acuático, se ha situado en el corazón de la cultura del pueblo cienaguero”. Me bajé en la bomba, cerca del bar de Las Palmas, donde ella me había dicho que había vivido de pequeña, en un apartamento pequeño arriba del desorden. Otro Correa, ‘Ojos de Diablo’, me esperaba, el bueno de Gerardo. No quería decirle a qué venía, y nos fuimos al Estanque de las Ranas, el único lugar donde se oía la música que le inquietaba a la mujer que tenía en el lado oscuro del corazón. Le pregunté quién había sido reina de Ciénaga, después de la tercera ronda de cervezas y media tanda de boleros. Como siempre, él me señaló que el loco de Gabo había reseñado a una extranjera –cuando venía en sus borracheras con el bueno de Álvaro a la casa grande–, que en realidad no se llamaba Fernanda del Carpio, y me dijo que me presentaría a Doralys, la mujer más hermosa en todos los registros del pueblo, pero que renunció al coqueteo del alcalde por cuestiones de religión. La religión es importante acá en Ciénaga; he visto iglesias cristianas de todos los colores y lados, cuadrangular, poligonal, piramidal. –Y tú, ¿por qué te dio por saber de reinas?, yo no quería decirle nada; solo le dije que era cuestión de trabajo. Y sobre lo otro le dije que la religión y los reinados sirven cuando no se usan para cubrir la impotencia de la vida, porque cubrir nuestros fracasos con religión es como cubrir un delito. Nos fuimos caminando por la mitad de las calles; aquí no se usan los andenes, dicha que en otra ciudad sería suicidio. No habría nadie por ahí, y me metería de escondido a la casa de la playa. Gerardo se quedó por la quinta, donde se guarda el baúl del Tratado de Neerlandia, tesoro del buen Chicho Morán, y que la historia literaria buscó con dos novelas, pero no fue suficiente para descubrir la verdad histórica y uno que otro romance clandestino del Estado con los rebeldes. Ciénaga rebelde, y son las tres de la mañana; todavía hay rumba en torno a la estatua de Tomasita. Mañana con el guayabo necesario llamaré a un bicitaxi para recorrer Costa Verde y ojalá verla de lejos. No habrá nadie de los malos. El chisme es la consigna más popular de Ciénaga, o el correo de las brujas, como me enseñó en el desayuno la tía de Gerardo: “Antes, cuando uno tenía que llamar a la operadora, ellas nos decían de una si tal o cual estaba en casa y nos marcaban a otra casa, donde creían que estaba quien buscaba”. Aquí todos se conocen con todos, y debí advertirlo como una dura profecía. Por otro lado, la cocina costeña siempre es un ritual de fiesta, casi religión, como cuando un párroco cachaco, de pasada por el pueblo, se enamoró de la bolsa de papas fritas que venían con receta secreta y aún la consigue en la esquina del Templete por la once. Y montó una iglesia diagonal, para escaparse de vez en vez, a la venta de papas fritas. Por eso, en 1898 esta ciudad llegó a llamarse ‘Villa de San Juan Bautista de la Ciénaga’. Y, a propósito, todo el mundo es cachaco aquí, y mi cabeza siempre ha tenido vocación de San Juan Bautista, porque alguien cantó mi llegada. En Costa Verde, después de tomarme unos cafecitos en la casa de Diosa, mi única amiga, sabía que era imposible permanecer más tiempo, por más que le conté que la reina de Ciénaga, que buscaba cuando era pequeña y se perdió su hermano Yohani, se arrodilló en el Templete y oró ante Dios para que apareciera. Les di un beso a Diosa y a María José, y fui a hacer el mismo ritual en el Templete, con una necesidad de aparecer al menos en su memoria. Al menos un tanto en su corazón de diosa cienaguera para siempre amar. Cuatro cervezas en el Estanque de las Ranas, y me voy con la consigna de que nadie habrá pillado mi dolor interno. Luis José me recogió y me dejó para la salida de autobuses. –– Anda, pero este de quién está enamora’o es de la niña Adriana ––sentenció en la soledad del bar el hijo del profesor Torregroza. |
© Gustavo Enrique Ortiz Clavijo
Profesional en Estudios Literarios Universidad Nacional de Colombia.
geortizc@unal.edu.co
Blog
ESTACIONPOETAS
http://estacionpoetas.blogspot.com/
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