El número bíblico
por Carmen Ortiz

I

Llovía. Llovía bastante y el agua refrescaba la calle de ese día de diciembre y me alentaba para estudiar inglés. Todo idioma tiene su música y yo no daba con la del inglés, por eso trataba de escuchar lo más posible.

Me gusta la lluvia. Me estimula. Siento con más intensidad. Cuando llueve  pienso  en tu fabuloso cuerpo que se estremecía en mis brazos  en nuestras largas tardes de amor. Pienso en ciudades europeas que conocí, en películas policiales que me impresionaron, en  el poema de Poe “The raven”, en las novelas de Chandler. Recuerdo esa biblioteca de mi antiguo barrio del sur donde pasé horas estudiando y, finalmente, vuelvo a querer hacerte el amor  porque la lluvia me incita a lo prohibido.

Subí en el ascensor hasta el tercer piso de la librería de “English books and cassettes”, precisamente, en la sección “Cassettes”. Iba a retirar la grabación que me habían hecho correspondiente al libro de inglés que yo usaba, ya que no la tenían  cuando la pedí. Al llegar busqué a la vendedora que ya me conocía. Ella me dijo amablemente que ya estaba lista y que me la haría oír.

- Siempre es mejor probarlas, aunque tienen garantía.

- Sí, pruébela, por favor- le contesté.

Empezó a sonar la musiquita característica que denotaba el comienzo  de la primera lección. Después lo de siempre: “Lesson one. Listen and repeat”. Todo normal. “Finish lesson one.” De improviso apareció una música de misterio. La joven me miró sorprendida.

- ¿Qué es esto? Debe de haber un error.

- No importa, déjela- respondí con mi ansiedad exacerbada por la presunción de la lluvia en la calle, con mis sentidos exaltados por el recuerdo de Margarita y con mi esperanza de asomarme a algún misterio. Y entonces se produjo. Busqué rápidamente en mi libro la lección que se estaba narrando. Si bien no era capaz de entenderlo todo, los tonos de las voces de los personajes, la presencia de palabras como “killer”, “he is dead”, exclamaciones, arranques de autos, etcétera, me hicieron comprender que se trataba de un asesinato.

Los ojos de la pobre muchacha rubia se agrandaron y me miraron como disculpándose.

- Señor, es seguro de que se trata de un error. Esto no figura en el libro.

- ¿Es la historia de un asesinato?

Le pregunté para cerciorarme, porque dudaba bastante de mis conocimientos de inglés, pero no de mis intuiciones. Mi profesión me obligaba a ser suspicaz.

- Of course- dijo la joven- pero en seguida se corrigió -.  Por  supuesto, señor. Me llama la atención esta historia intercalada.

No la dejé terminar. “Escuchemos más”- le dije.

Volvió la musiquita elemental y la voz profunda que anunciaba: “Lesson two. Listen and repeat.” Y luego el nombre de la lección  y el número de página del libro. Me pareció demasiado sencilla casi estúpida.

Nos miramos como si el mundo hubiese retornado a su redondez y la luna fuese un astro lejano al que los poetas cantaban. Pero nada dura. La música de misterio volvió a sonar y creí entender algo como “murder of chief of Police”. Entonces recordé. Recordé aquella historia que había ocurrido, aquellos dos artículos que había escrito. Lo recordé vagamente.

La muchacha se veía presa de una especie de nerviosismo frente a lo inexplicable y detuvo el casete justo en el momento en que desde el aparato llegaba una voz angustiada de mujer que atendía el teléfono.

- Sin duda hay una falla. Perdone, señor, se lo cambiaremos y esta vez no habrá error.  Lo escucharé antes, para cerciorarme.

Ante los ojos azorados de la empleada que sólo sabía de mí que quería practicar inglés, le respondí:

- No quiero que me lo cambie. Quiero éste. Me interesa la historia intercalada, quisiera  descifrarla.

- ¿Descifrarla?

- Quise decir tratar de entenderla, sin la ayuda del libro, ya que éste no la incluye.

- Como quiera - me contestó, con esa frialdad eficiente de las vendedoras descendientes de sajones.

Cuando salí de la librería me pareció advertir una irónica sonrisa en su rostro juvenil. 

2

Estaba tan apurado por llegar a casa para oír el resto de la historia que me tomé un taxi. Había anochecido y seguía lloviendo y aunque no había ningún pájaro que repitiera “never more” yo estaba seguro de que cuando pudiera escuchar toda la grabación me encontraría con el misterio.

La memoria es una cualidad prodigiosa. Alguien me había comentado que en la memoria queda todo grabado, en realidad, no todo, sino aquello que la mente selecciona. Sí, era una simple cuestión de poner en marcha la cinta el grabador. Mientras la cinta del casete del libro funcionara también trabajaría la que yo tenía guardada en mi cerebro. Algo, algún detalle habría quedado sin investigar, tal vez apareciera alguna “carta robada”. Eso pensaba en el viaje a mi casa.

Llegué en seguida. Bajé del taxi. En cuanto entré,  me  vino a recibir mi gato blanco y negro que era mi único compañero en el departamento. Me acerqué automáticamente al teléfono, como lo hacía siempre al entrar, y la intermitencia de la luz en el contestador telefónico me indicó que había alguna llamada. Apreté el botón y escuché. Era la voz de un hombre.

- ¿Recibió mi mensaje, Bernal? Nos comunicaremos- dijo. Y luego silencio.

Estúpidamente miré alrededor de mí. Nada. El portero no había introducido ningún papel debajo de la puerta. Luego pensé. ¿Quién era ese hombre? Su voz me resultaba conocida. Y sí... ¡claro! Él se refería a la grabación. Así que no era una casualidad, por supuesto. ¿O sea que alguien o algunos estaban enterados? Alguien o algunos querían que yo conociera los pormenores de la historia. Una especie de temblor recorrió mi cuerpo y, aunque era una tarde calurosa, sentí frío. Miré por mi ventana del cuarto piso que daba a la calle y vi que la lluvia continuaba. Entonces recordé que ese era mi día libre y de no haber sido por el mal tiempo  yo hubiera estado en la pileta del club, nadando. Seguro que no hubiese ido a buscar el casete que hacía como diez días había encargado. Estaba inquieto, nervioso. Traté de calmarme.

Con la absurda convicción de los fumadores irrecuperables, encendí un cigarrillo para tranquilizarme. Me dirigí a la cocina para prepararme un café. Intenté  ordenar mis ideas y  recordar dónde había guardado el material de aquellos días en que mataron- ¿qué estaba pensando?-,  cuando murió el Jefe de la Policía Federal. Me acordaba con bastante nitidez del  homenaje que se le había hecho y del absurdo silencio de las autoridades con respecto a su extraña muerte a  causa de un ataque de asma, mientras trabajaba en su despacho, solo, a altas horas de la noche.

La voz que había oído en mi contestador automático estaba mezclada con otras voces y pronunciaba un inglés perfecto. ¿No sería un actor?  Esto complicaba las cosas. ¿Y si se trataba de una broma?

Me estaba haciendo una concesión; yo sabía que no era una broma. Volví a escuchar. Resultaba una tarea difícil. Con mi inglés deficiente me costaba entender la totalidad de la narración, sólo comprendía el sentido total, donde se confundía con las lecciones de  mi libro. ¿Pero podía confiar en alguien? Debería hacerlo yo mismo. Estaba anocheciendo. Me sentía inseguro.

Siempre tengo en casa algún casete  virgen. Fue un trabajo agotador, pero lo hice. Conseguí aislar la historia policial.  Me di cuenta de que estaba desordenada: el principio aparecía por el medio y todo era un poco caótico. Necesité otro casete para restablecer el orden. Cuando terminé era de noche.

La historia que contaba la grabación comenzaba como un año antes de la muerte de un jefe de policía, cuando éste se vislumbraba como un hombre incorruptible. De esa época eran las primeras llamadas, los primeros anónimos, según decía.

Pero,¿quiénes me habían preparado la grabación? Me resultaba imposible deducirlo. La teatralización  constaba de siete partes. Un número bíblico. ¿Tendría algún significado?

Miré mi reloj. Eran las cuatro de la mañana. La lluvia seguía cayendo sin cesar, golpeando mi ventana. Entretanto iba vaciando un paquete de cigarrillos, tomándome el enésimo café y comiendo el segundo sandwich de cualquier cosa, de lo que hubiera en la heladera, que no era mucho. Entonces me di cuenta de que terminaba de traducir la primera parte. No podía dejar de sublevarme al pensar que por qué diablos se les habría ocurrido, a quiénes fueran, mandarme ese mensaje en inglés sabiendo que era tan lerdo. ¿O no lo sabían?

Sentí que mis ojos se cerraban, y en esa especie de somnolencia  que precede al  sueño total, escuché un ruido. Me desperté violentamente y me acerqué al cajón del escritorio, palpé en mi bolsillo y, por fortuna, encontré la llave. Saqué mi revolver. Me sentí protegido. El ruido se repitió. Me puse en guardia. Luego fueron unos pasos leves y una llave que abría la puerta. Mi corazón latía a full.

3

Ella entró sonriente con su impermeable violeta y su pelo largo y rubio apenas mojado. Tenía un paraguas también violeta. Me quedé mudo.

- Vine en un taxi- me dijo, y luego me besó-. ¿Puedo pasar?- agregó cuando ya estaba adentro.

Cuando logré reponerme le  contesté:

- ¡Mi amor, vos! ¡Qué sorpresa! No te esperaba.

- Me trajo la lluvia. ¿No te gusta verme?

- Me encanta, pero podías haberme avisado. Casi me muero de un ataque al corazón.

- ¡Ay, ese corazón!- hizo una pausa y puso su mejor sonrisa, que acentuaba los hoyuelos de su cara casi perfecta-. Antes entraba sin anunciarme y nunca te asustaste.

- Sí, pero ha pasado un año, o casi un año.

“Un año”- pensé-. “Hace  un año no había muerto todavía el Jefe de la Federal”. No podía dejar de pensar en el asunto.

Se sacó el impermeable y dejó su paraguas en el baño. Ella conocía bien mi departamento. Le echó una ojeada al gran desorden que había sobre la mesa.

- ¡No cambiás más, Daniel! – me reprochó mimosa-. Y luego agregó- ¿Progresa ese inglés? ¿No me digas que te estás preparando para irte del país? ¿Acaso el diario te destina a los Estados Unidos?

Decía todo esto a la vez que iba ordenando los casetes, los papeles, el diccionario, tirando las colillas de cigarrillos y las migas de pan. Oí todas sus preguntas juntas y me reí para mis adentros. Ella vino a acariciarme con esa blandura de gata de angora. Llegó como un bálsamo de dulce ternura en el momento de mayor tensión y todo se modificaba para mí. En ese momento lo más importante era ella. Pensé en contarle lo que me pasaba mas lo descarté. Ella era blanda, divertida, joven, hermosa y también mundana. No sabía nada de política ni le interesaba. Sólo le  gustaba el amor, el sol y la lluvia y todo lo que fuera armonioso y plácido. Me hacía feliz verla otra vez y me pareció inapropiado hablarle de una historia truculenta de crimen y traición.

Nos habíamos amado durante más de tres años. Hacía casi uno de nuestra separación y ella volvía, sonriente y cariñosa como siempre. Era una grata sorpresa y no quería romper el encanto con una pregunta vulgar. Además, me fascinaba esta situación inesperada que tenía algo de ese desenfado que ella mostraba en la intimidad.

No pensé más. Margarita había vuelto, estaba ahí, se había sacado la ropa y venía a abrazarme. No pude resistirme.

Al llegar al dormitorio entramos en un éxtasis de pasión,  de amor, de frenesí. Entre los jadeos  hubo breves momentos de relax en los que pude entender sus dichos: que me necesitaba, que estaba sola, que su marido se había ido del país por largo tiempo.

Me dormí entre sus brazos. Me despertó la luz de la mañana soleada. La noche había quedado atrás y también Margarita, si es que Margarita había existido. No se hallaba a mi lado. Estaba solo, con la incertidumbre que se iba apoderando de mí a medida que me despertaba.

Recordé la apasionada noche de amor, miré la puerta entreabierta desde donde se veían los casetes que estaban esparcidos en mi escritorio, al de lado la computadora y  del grabador, del que apenas se veía una parte. Un costado del cenicero. No se veía más.

Sí, todo había sucedido. No se trataba de un sueño o una pesadilla. Todo era real: la vendedora, la grabación, Margarita, y yo, con todo el misterio en mi casa.

Sonó el teléfono. Era del diario. Me llamaban por una nota urgente porque había ocurrido una muerte en un barrio suburbano, en apariencia causado por un escape de  gas. Se creía  que el hombre era un técnico de sonido. La casa estaba toda revuelta. En el piso hallaron restos de cintas de casetes y una libreta de direcciones a la que alguien le habría arrancado varias hojas. La libreta tenía signos en lugar de nombres y apellidos, lo que  hacía suponer que se trataba de un excéntrico o que el individuo temía algo, o estaba amenazado.

Colgué y luego miré por el ventanal que daba a la calle. Noté que abajo había bastante movimiento. Dos hombres parecían hablar cerca de la entrada. Me bañé  y me desayuné rápido. Más de media hora después me disponía a salir, al bajar la persiana miré nuevamente hacia la calle y me llamó la atención que los mismos hombres siguieron hablando allí. Cuando al fin bajé, pasé cerca de ellos. Vi que eran dos personas jóvenes que ni siquiera me miraron. Sin embargo, al llegar al diario creí verlos en un coche gris manejado por el rubio, y en el asiento de atrás, el morocho.

4

Entré rápido al diario. Deseaba terminar pronto la nota para volver a mi casa y continuar trabajando con la grabación. Si el asunto era lo que yo sospechaba, la noticia que tenía entre mis manos era una bomba. Una bomba que me podía explotar, lo sabía.

Me mandaron al lugar del hecho-como se dice en la jerga- junto con el fotógrafo. Llegué a la humilde casa, una especie de depósito donde apareció muerto el pobre tipo, que tendría unos cuarenta años. Se me ocurrió que esta muerte podía tener alguna conexión con lo que estaba investigando. Desde el principio se descartó la  suposición de un suicidio y la muerte accidental habría que probarla. Yo me inclinaba por el asesinato.

Cuando nosotros llegamos  ya la policía había hecho lo suyo. Era inútil pedir  colaboración, no obstante, intenté algo.

- ¡Hola,  Maineri! ¿Hay algo concreto?

- Todavía no se sabe nada, estamos investigando- me contestó el oficial Raúl Maineri, un gran muchacho con el que habíamos  salido de farra varias veces y hasta habíamos ido a la cancha a ver fútbol. Era casi de mi edad. Un buen tipo que, inexplicablemente en un policía de mi país, no era autoritario. Pero, pero, era un policía, o sea, que no soltaría presa. Ahora bien, yo intentaría ablandarlo.

- ¿No se puede mirar algo?- pregunté con suavidad.

- Sólo pueden sacar fotos, Bernal.

Ya sabía yo lo que  significaba: me llamaba por el apellido cuando se ponía   el  uniforme.

- Mirá, Raúl, sólo una ojeada. Si esto es lo que me parece, tendré una primicia para vos que te va a hacer ganar un ascenso.

Como buen policía trató de sonsacarme.

- ¿Y cómo llegaste a esa deducción? No me digas que te vas a dedicar a detective privado. Además, ¿qué tiene que ver tu descubrimiento con este asunto?

- Por el momento es sólo una hipótesis, no hay nada confirmado. Lo único que te puedo decir es que tiene que ver con cintas grabadas.

- No me engañes, flaco, porque te meto en cana- estaba aflojando-. No te podés llevar nada, esto tal como está tiene que pasar a manos del juez. Por más que te deje  mirar no vas a ver nada. Hay cintas de grabación, ropa usada, cacharros viejos de cocina y una libreta de direcciones con hojas arrancadas.

- Sólo quiero mirar, Raúl. Decíle al agente que me acompañe  si me tenés desconfianza.

- Alvarez, acompañe al periodista y al fotógrafo a echar una mirada – dijo, y luego agregó sonriendo- ¡Y no lo pierda de vista a Bernal!

Tuve ganas de insultarlo, pero me contuve. El agente era  un muchacho joven que no me pareció demasiado entusiasmado con su trabajo; hábilmente lo entretuve en el breve recorrido mientras mi compañero sacaba las fotos y, en un descuido, cubrí con uno de mis zapatos  un pedazo de cinta  de grabación que había en el piso. Luego, sin darle importancia, lo saqué como quien saca una basura y lo guardé en un bolsillo de mi pantalón. No era mucho aunque al menos era algo.

5

Después de terminar en el diario la nota, en la que dejé entrever la sospecha de un asesinato, volví a mi casa, a media tarde. Si se confirmaba lo que yo pensaba el círculo empezaba a cerrarse. Esperaba poder salir de él a tiempo. Uní, como me había enseñado un amigo, técnico de televisión, ambos extremos del segmento de cinta que había traído a otra cinta mía previamente cortada con mucho cuidado y, al final, la pude escuchar. No me había equivocado, contenía un pequeño trozo en inglés en el que pude reconocer algunas de las voces de mi grabación. Alguien o algunos intentaban decirme algo, y alguien o algunos trataban de impedirlo.

Sería conveniente pedir protección policial, pero no podía arriesgarme, en cuanto la policía metiera sus narices todo se iría al diablo.

Encendí otro cigarrillo, me preparé  un café y volví a la tarea de la traducción. Ahora me resultaba más fácil. En forma teatralizada se revelaba la historia de un jefe de policía del cual no se decía el nombre. En el relato este jefe sería asesinado si no dejaba de investigar en el asunto del tráfico de drogas y lavado de dinero. En los sucesivos capítulos se descubría toda una banda dedicada a estas actividades en las que estaba implicado un alto funcionario del gobierno. Tenía una amante secreta que actuaba como intermediaria y que ocultaba el delito tras su máscara mundana. Las amenazas eran cada vez más frecuentes. El jefe de policía no cedía. El final sería en su oficina. Todo había sido preparado. Se diría que había muerto mientras trabajaba solo a altas horas de la noche, en su despacho. El jefe era un asmático crónico. ¡Total! La gente no sabía que el jefe nunca está solo, que siempre hay un oficial de guardia en la antesala que registra bien al que va a visitarlo. De cualquier manera no hubo ningún cabo suelto. El oficial de la antesala fue reemplazado por otro, cómplice de los maleantes, que diría que se había descompuesto y había estado ausente en el momento fatal. La persona que entró, el asesino, era conocido del jefe- alta traición- por lo tanto, el jefe no tenía motivos para estar alerta. El asesino se acercó a él, lo redujo con facilidad y lo encapuchó, matándolo por asfixia. Escuché  con atención  el nombre del homicida y de sus cómplices.

El hecho en sí y algunos nombres coincidían con mis sospechas con respecto a la muerte del Jefe de la Federal. No cabía duda, la historia ficticia era la auténtica. Sentí que se me oprimía el pecho. Me sublevaba. Por un infame complot el país había perdido al funcionario más honesto e incorruptible. Un hombre que no levantaba la voz  para dirigirse a sus subordinados, un hombre con la autoridad que le daban su honestidad  y su inteligencia. Si eso había podido ocurrir era evidente “que algo estaba podrido en Dinamarca”- como diría Marcelo, el oficial del príncipe Hamlet-. Tuve que hacer un esfuerzo para no aflojar.

Yo había seguido con verdadera pasión el caso. Todo se había acallado muy rápido. No hubo autopsia. Luego la parodia de la bandera a media asta, y el sincero reconocimiento del pueblo que arrojó flores al paso de su féretro y que, como siempre, se tragó la historia que le contó la televisión.

Ahora ya lo sabía todo. Tenía que ponerme a trabajar. Saqué el revólver y lo guardé en el bolsillo como si lo necesitara para sentarme a  escribir mi historia. Una historia que tal vez algún diario aceptara publicarme. Estaba tan distraído que no advertí que había comenzado a llover. Era un verano raro.

6

La puerta se abrió suavemente. Daniel se sobresaltó. Dejó de teclear e instintivamente se llevó la mano al bolsillo. Enseguida  los ojos se le llenaron de alegría porque  la presencia de Margarita en el marco de la puerta le vaticinaba otra intensa noche de amor. Sonó un tiro.

7

- ¡Basta, Margot! Ya terminaste. No le des más vueltas a esas hojas. Sabés  muy  bien  que van a ser destruidas- dijo uno de los dos hombres.

El tiro había sido certero. Los ojos claros de Margarita, que las lágrimas enturbiaban, pasaron sin detenerse sobre el cuerpo inmóvil del hombre y se posaron en la lluvia, que golpeaba la ventana en la alta noche de ese verano raro.

Carmen Ortiz

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