Leonora Furente |
Una mañana más. Es otoño en Buenos Aires y llueve. La enigmática Leonora que ha llegado a la edad que las mujeres, y algunos hombres también, llaman “indefinida”, piensa que en París es primavera. La lluvia cae monótona y sin pausa. Parecería que no hay espacio para la sorpresa. Primero el desayuno, luego la caminata y con mucha suerte algo que la impulse a sentarse a la computadora, para intentar ese oficio casi olvidado desde aquella enfermedad, la escritura. Del otro oficio, de su maravilloso arte de amar, era como si se hubiese borrado de su mente, de su piel. Toda su pasión se concentra de vez en cuando en las palabras que escribe en la pantalla de su computadora o en la hoja colocada en su máquina de escribir. ¿Qué puede pasar? Nada más que lo mismo de siempre. Suena
el teléfono. Con cierto desgano atiende Leonora. A esa hora no suele
llamarla nadie. No se
acordaba del aviso que había
puesto en el diario para dictar un taller literario. Tal vez alguien
respondía a su ofrecimiento, pensó al escuchar la voz del hombre que
preguntaba por su nombre y apellido. Pero no. No. No era un posible
alumno, era alguien que estaba escondido en un rincón de sus recuerdos. Algo se sacudió
dentro de ella y escuchó las gotas caer como si se hubiese desatado una
violenta y bella tormenta. Esa voz. Esa voz de veinticinco años atrás.
Sin embargo, su memoria auditiva le recordó que era la misma, su misma
calidez, su misma dulzura. Pero ¿por qué el dueño de esa voz había
sido la persona que había leído el aviso? Siempre supo que era imposible
que la olvidara pasara lo que pasase en la vida de ambos. No podía
recordar por qué ellos se habían separado. Sintió que un baño de
dulzura y de pasión empezaba a correr por sus venas y arterias, en lugar
de esa sangre sólo útil para cumplir las funciones vitales,
tan caliente como la de cualquiera, sin alteraciones. Algo
había pasado dentro de ella esa mañana de otoño en Buenos Aires y de
primavera en París, y dejó de añorar esa ciudad del hemisferio Norte.
Era posible que ese día algo se escribiera en su pantalla o en su hoja,
era posible que caminara más que otros días protegida por su paraguas y
hasta era posible que sospechara que todavía se podía ser feliz. Era
posible que su piel indiferente desde hacía tiempo volviera a vibrar si
él la tocaba. Nunca se sabe o se quiere saber toda la verdad. ¿Para qué?
Ella estaba muy segura de que todo con él había sido hermoso y pasional
y saber eso mientras escuchaba su
voz que le proponía un encuentro- como si nada hubiera pasado- le
iluminaba la mirada, le recordaba esa magnética atracción que siempre
había ejercido en ella el sexo y la
fantástica combinación de sensaciones que le despertaba el estar
enamorada. A
Leonora el lugar en el que él la
había citado –que conocía por referencias o porque alguna vez pasó-
le pareció algo inesperado: tenía una elegancia artificial, un insulso
refinamiento. Mucho distaba de ser un lugar mágico y bohemio como los que
solían frecuentar en aquella lejana época de sus amores, como “Margot”,
en el barrio de Boedo. Acaso el tiempo hubiese borrado parte de sus
recuerdos, pero de esto estaba segura, del tipo de
bares donde se reunían. Sabía bien que él era ingeniero y tal
vez su profesión tenía algo de esa formalidad, pero también le gustaba
escribir y allí coincidían, en ese “laissez-faire” y eran
libres. En aquellos años no importaba el lugar para estar juntos pero los
dos preferían los ámbitos bohemios. También le sorprendió que la
citara a las cinco de la tarde, quizá tuviera compromisos, acaso,
inclusive, estuviera casado. De
cualquier manera el hecho de volver a verlo después de tanto tiempo y de
tantas llamadas- porque aquella primera se reiteró- movilizaba en ella eróticas
sensaciones tan indefinibles como su edad. No sabía qué hacer para
impresionarlo bien, y para mostrarle algo de lo mejor de lo que había
sido su vida durante todos esos años en que estuvieron separados. ¿Qué
llevaría? Sí, seguramente elegiría uno de sus libros publicados y parte
de las fotos de su larga estadía en París, además se arreglaría lo
mejor posible. ¡Había pasado tanto tiempo! Recién entonces cayó en la
cuenta de que podrían no reconocerse.
Le facilitaría la tarea: se vestiría al estilo de entonces que
para ella seguía siendo casi el actual. No buscaría nada adecuado al ámbito
del lugar de la cita que ya desde el nombre le parecía presuntuoso, “Start”. Y
luego no pudo entender por qué tuvo tantas dificultades para llegar. No
podía entender por qué ella que era tan puntual llegara con cuarenta
minutos de retraso y menos aún pudo comprender cuando ninguno de los
hombres solos sentados a esas mesas era él. No estaba. Se había ido
cansado de esperarla aunque ella le había asegurado que llegaría de
cualquier manera. Sintió que el ámbito de ese bar era monótono y
aburrido pero sobre todo asfixiante. Leonora percibió que iba a
desmayarse. Palideció de pena. No podía creerlo. No podía soportar la
realidad de que él se hubiese ido, que hubiera dudado de su palabra. Debía
ya conocerla lo suficiente como para saber que sólo muerta habría dejado
de ir. ¿O se había olvidado de cómo era ella? Salió
tambaleante como si le hubiesen dado
un mazazo en la cabeza. Con lágrimas en los ojos abrió su bolso
para mirar el libro y el álbum de fotos,
esos insignificantes vestigios de toda su vida sin él. Después de
años volvió a sentirse desesperada porque un hombre la dejaba sola. Buscó
en su libretita el número del celular que él le había dado y lo llamó.
Estaba apagado pero le dejó uno, dos, tres mensajes implorándole,
irreflexivamente, que volviera.
No podía parar. De pronto se dio cuenta de lo que estaba haciendo, de que
ya no era una muchacha y que acaso él la había llamado no por lo que
ella creía sino porque había sido como encontrarla, repentinamente, en
la Guía de Teléfonos. No,
como siempre exageraba. Es que él, a pesar de todo, había despertado una
urgencia en ella pero aún no entendía cuál. Sólo sabía que lo
necesitaba, necesitaba su
presencia, sus caricias... ¿Qué le pasaba? ¿Qué torrente de ansiedad
se había despertado en su cuerpo, en su espíritu yermo hasta hacía unos
pocos días? Y
caminó, caminó sin parar... sin detenerse para nada. Un escondido
instinto la fue guiando hasta su casa. Sin duda, algunos de los transeúntes
se habrían dado cuenta de
que esa bella y madura mujer estaba llorando
y que ni siquiera tenía
fuerzas para disimularlo.
Él
llamó y se concretó una nueva cita, esta vez, en la casa
de ella- propuso él- sí, seguro estaba casado, aunque también
era lo mejor para que no hubiese errores. Leonora se sentía emocionada
como una adolescente, a pesar de que ya había recordado que un día
cualquiera, de hacía unos doce años, él la había parado por la calle
para presentarle a su mujer y a su hijo chico. No entendió, en el
momento, la causa de esa actitud; sólo al ver cómo él la miraba se dio
cuenta de lo que le estaba diciendo, “pero no te olvidé”. Sin
embargo, nunca la llamó por teléfono después. Ambos sabían,
secretamente, que el mundo intocado que ellos habían construido en
aquellos lejanos años estaba separado de todo lo cotidiano, de toda
situación circunstancial. Qué
importaba lo que habían vivido ambos con otras personas, qué podía ser
más fuerte que aquel sentimiento que perduraba después de veinticinco años.
Se esforzó por no recordar por qué ellos se habían separado. Era
de mañana y él vino a verla como habían quedado. Se vieron. Se miraron
y sin mediar palabra se
besaron en la boca, como antes, como siempre. Nada importó después, ni
siquiera que él le dijera- como si ella no lo supiera ya- que estaba
casado y que tenía un hijo de quince años, lo que, pensó ella, era algo
interesante para la edad que tenía él ahora. Su mujer, estaba segura
Leonora, debía ser mucho menor que
ella. Pero eso, ¿ qué importaba? Él tenía ahora canoso su enrulado
pelo con el que Leonora solía jugar, y sus facciones estaban agudamente
marcadas. Pero eso, ¿qué importaba? Ella
sirvió café tratando de conservar la serenidad. Se sentaron enfrentados
y él le tomó una mano y luego se tomaron ambas manos y hablaron de cosas
que les habían pasado. Pero eso, no importaba. Y se contaron algunos éxitos
y viajes que habían hecho por separado. Pero eso no importaba. Los dos
tenían anillo de compromiso en sus manos. Pero eso no importaba. Él había
revisado minuciosamente la casa de Leonora buscando indicios de algún
hombre. Y tampoco eso importaba. Las
manos entrelazadas, se miraron profundamente y, como siempre,- recordó
ella- él escondió los ojos cuando Leonora quiso llegar hasta
el fondo y traspasar su mirada. Y aunque a esta altura ya no tenían
edad, eso algo importó. Ella sintió que tenía el resto de la vida para
quedarse así con él, sin tocarse más que las manos, sin siquiera
poseerlo pero poseyéndolo más que nadie lo hubiera poseído jamás.
Entonces él dijo que debía irse y la realidad de ese día de otoño en
Buenos Aires la golpeó. Sin embargo aún hubo tiempo para besarse, y allí,
con su maestría en el arte de amar, Leonora se dio cuenta de que él seguía
poniendo la dulzura y ella la pasión aunque él, macho al fin, le dijera
que ella era dulce. Y se fue, como siempre, como antes, pero esta vez
sabiendo que habría una cercana próxima vez. En
el segundo encuentro toda la pasión de Leonora se desató. Ella era como
un volcán en erupción; tenía la fuerza desbocada de mil caballos. Su
cuerpo se estremecía incontenible entre los brazos del hombre que había
sido capaz de quebrar su persistente abstinencia de sexo. Poseía,
repentinamente, toda la creatividad, toda la imaginación para hacer gozar
al hombre, para morir de excitación carnal, libre, posesiva. No quería
perder un segundo, gozar hasta morir. Y él, entonces- Leonora lo supo- sólo
un pobre mortal, no sabía qué hacer con esa ninfa enloquecida. Tenía
miedo de su furente pasión, de sentir la maravillosa habilidad de la boca
de ella en su sexo que lo alejaba de este mundo. Era demasiado para ese
hombre acostumbrado a calcular, quizá diferente al de veinticinco años
atrás. No se animaba a tocarla con fuerza, a traspasar los límites, a
olvidarse de razonar. La presintió más voraz que antes y logró pensar
porque pensar era su coraza. Y Leonora se quedó sin la pasión de él.
Otra vez y más todavía, sólo le ofreció dulces caricias que escondían
su miedo a que si se entregaba a la locura de ella, su mundo, tan
cuidadosamente estructurado, se le desarmara con la facilidad de un débil
castillo de naipes. Volvió
a huir, sabiendo que nunca podría olvidarla y que nunca, tampoco,
podría vivir con ella. Han
pasado diez años. Otra vez es otoño en Buenos Aires y primavera en París,
donde desde hace cinco años vive Leonora, después de que su última
novela hubiera sido traducida al francés. Desde aquel malogrado encuentro
con su hombre imposible no se han vuelto a ver nunca más, por un sabio
determinismo del azar. Pero Leonora, a partir de entonces, ha recuperado su pasión por la
escritura y por el sexo. En ambas ha logrado cada día mayor maestría.
Nadie sabe la edad de la bella y enigmática Leonora, pero sigue
despertando pasiones en los hombres. En
un bar del Boulevard Saint Michel, en el arrondissement de Saint-
Germain-des -Prés, hace un rato, aparentemente, ha conocido a un
hombre que estaba leyendo un libro y que, al reconocer el rostro de la
autora por la foto, le pidió que se lo autografiara. Él le habría
contado que había nacido en Buenos Aires y que era ingeniero pero que le
gustaba escribir y estaba haciendo un seminario sobre literatura en la
capital francesa. Y como la realidad suele jugarnos sorprendernos su
aspecto le había gustado: tenía el cabello encrespado y la mirada
profunda, que sostenía la suya. Después escucharía su voz grave. No
hablaron mucho. No era necesario. Leonora se deja guiar hasta la privacidad, donde él no teme entregarse hasta el fin al goce sexual que ella le propone. |
Carmen Ortiz
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