Pero no son vaivenes...

(Para Patsy)

¡Y, si!
Mis caballos locos
se dispararon en el viento,
las crines volando enloquecidas.
No hubo forma ni fuerza
para torcer sus pescuezos,
cerrarles el paso,
de algún modo detenerlos.

Y tu asistes demudada
a esa carrera de ruido atronador
de cascos y cuerpos
en plena disparada
y no sabes lo que esta pasando:
sientes que se escapa entre tus dedos
como aire
aquel fuego sagrado
y tienes el recuerdo de esos días
con frío o con calor,
no importa como ni cuando,
en que compartíamos nuestro aliento,
el hielo, la nube, el sol,
el cielo....

Yo te puedo cantar
aunque mis instrumentos
te suenen hoy desafinados
y no parezcan estar sonando
como otrora sonaban.
Y te puedo arrullar
como nunca a nadie
con esas manos mías
de movimiento incierto
como nunca jamás.
Y te puedo admirar
desde un cerro o desde lo profundo
de la sima de un mar embravecido
con los ojos que abriste
desde lo mejor de tus versos.

Y todo aquello que haga
verás empequeñecido
por este vaivén aparente
como el de los barcos
cabeceando en las olas
mientras avanzan en pos de sus destinos.
El puerto que han dejado
y al puerto que van siempre es el mismo,
donde esta su refugio,
sus mecánicos, su amarra,
su seguridad regada de caracoles,
de estrellas y de vino.


Y la mujer, la única mujer, la Eva
misma del principio
de los tiempos, ella está allí
siempre a la vista,
como suspendida sobre el bauprés
en el cenit, en el nadir
en todas las alturas
adonde se la busque,
para un acimut de trescientos sesenta grados
con los cuatro puntos cardinales.
Y tu eres ella....

Tu me has pedido
no hablar, ni reflexionar
ni espiar dentro de ti
al menos hoy,
porque hoy es hoy
y mañana no existe.
Pero no puedes evitar
que te devuelva
tus pensamientos
empaquetados con los míos,
ni que te haga saber
(aunque no creas o no quieras)
que yo no me he apartado del camino
que nos juntó una vez y que nos lleva
lenta pero seguramente
a un futuro mismo.

Tal vez me equivoqué,
nunca con mi corazón,
tomé un rumbo torcido
alguna vez y otra vez, así insistentemente
y trate de pedirte perdón
cada vez, sinceramente,
y tal vez puedas (aunque no creas)
en tu atónito estado de sorpresa
hacerme creer que crees
aunque sigas, como un cazador,
tras de su presa.

Oh! como me gustaría que me caces
con un solo tiro de tu escopeta,
el arma de tu pluma austera
(mortal munición puede ser tu letra),
y que me ases en el fuego
de tu boca y tu lengua
y que me ingieras y digieras
y ser así carne fundida en tu propia carne
y recorrer tus venas
y no escapar más
del límite de tu piel de fantástica seda
y poder ver desde la atalaya de tus ojos
lo que sucede afuera.

(c) Salvador Oría, 2001.

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