Nunca tuve una mascota. El departamento
que habitaba con mi madre y mis hermanas era tan pequeño que ni siquiera
se nos pasaba por la cabeza. Fue hasta que viví con J. que descubrí ese
tipo de amor y responsabilidad. La llamamos Noche. Era una cruza de
Chihuahua de pelo negro escaso. Un brochazo blanco en forma de uve le
atravesaba la frente y un collar de manchas rosadas adornaba su cuello.
Tenía tres meses. No fue una adopción ni un regalo. La compramos un
domingo en el tianguis. Al principio, su presencia se me reveló como una
sucesión de asombros. Bastó con ponerle un periódico en el baño y
dejarle la puerta entreabierta para que entendiera que ahí tenía que
hacer popó y pipí. Además, pronto hizo gala de su espíritu gregario. No
soportaba dormir sola en la sala, lo que nos comunicaba a través de
chillidos y arañazos lanzados a la puerta de la habitación. A la cuarta
noche, decidimos dejarla pasar. Sería una excepción debida al frío.
Luego, sin embargo, no hubo manera de hacerla volver a la sala. Ahora la
cama pertenecía a los tres.
In vitro, de Isabel Zapata, narra la búsqueda de un embarazo
por medio de la tecnología reproductiva que da título al libro. Un
periplo que, entre otras cosas, lleva a la protagonista a reflexionar
acerca de la naturaleza del vínculo que la une con su perra: “Nunca he
sentido un amor menos ambivalente que el que siento por mi perra, pero
no tengo idea de qué siente ella. Sé que quiere estar conmigo todo el
tiempo, que le gustan las tortillas suaves, el pasto y el sol, los
muchos paseos y que yo le doy todas esas cosas. ¿No es una forma de
maternidad cuando le explico que si llueve y estamos adentro la lluvia
no puede hacerle daño? ¿No somos mi perra y yo, desde hace años, una
familia?”.
No pudimos vacunar a Noche tan pronto como queríamos. Le dio una tos
terrible, por lo que no podían aplicarle las vacunas. El jarabe que le
dábamos puntualmente cada ocho horas no sirvió de nada. Era otoño y la
temperatura había bajado. El veterinario nos recomendó hervirle hígados
de pollo para fortalecer sus defensas. Pero las vísceras tampoco dieron
resultado. Para Navidad, Noche seguía enferma. “Parece tu hija”, soltó
mi madre en un tono despectivo durante la cena, cuando vio que le servía
un par de higaditos. Luego descubrimos, gracias a mi hermana, que lo
único que Noche necesitaba era un suéter: como los de su especie, era en
extremo friolenta. No lo sabíamos.
Damaris, la protagonista de La perra, novela de Pilar Quintana,
no puede tener hijos. Un día, adopta a una cachorrita a la que llama
Chirli, como quería ponerle a su añorada hija. Damaris cuida con esmero
a la perra hasta que descubre que ésta está embarazada. Una especie de
resentimiento se apodera entonces de Damaris: Chirli ha logrado lo que
ella no.
“Nocheeeeee”, le grité una tarde que descubrí que había mordisqueado y
deshojado uno de mis libros. Alguna vez había destrozado el papel de
baño, pero nunca imaginé que otras cosas también corrían peligro (como
dieron cuenta unas botas de J. días después). Corrió a meterse debajo de
la cama, compungida, al oír mi grito. Semanas más tarde, la vi salir del
baño con una navaja de rasurar en el hocico. Intenté quitársela, pero
como era de esperarse ella corría de un lado a otro juguetona. Temía que
en cualquier momento empezara a sangrar del hocico. Finalmente, ni ella
ni yo salimos lesionadas, pero me asusté tanto que esa vez no sólo le
grité, también le solté un manotazo.
En una de las historias de A contraluz, novela de Rachel Cusk,
una madre y ama de casa cuenta cómo después de haber pegado una vez a
Mimi, su perra, ya no puede parar. Una mañana, Penélope se percata de
que Mimi se ha comido el pastel que ella ha preparado la noche anterior
para el cumpleaños de su hijo y le propina una tremenda paliza. El
relato es estremecedor: “Crucé la cocina y la agarré del collar, y
delante de mi hermana, tiré de ella, y de la encimera cayó al suelo,
donde trató de ponerse en pie como pudo, y entonces comencé a pegarle
mientras la perra aullaba oponiendo resistencia. Las dos peleábamos, yo
jadeaba y trataba de pegarle tan fuerte como podía, ella se retorcía y
aullaba, hasta que por fin logró zafarse y liberar su cabeza del
collar”. Penélope estaba harta de las travesuras de la perra, de las de
sus hijos, de la vida perfecta de su hermana.
Ahora Noche tenía un favorito. Era J., por supuesto. Dormía acurrucada a
él, lo seguía a la cocina, a la sala, al cuarto, y se quedaba al pie de
la puerta, llorando un buen rato, cuando salía a trabajar.
Mi relación con J. también se había ido entibiando. Ya casi no hacíamos
el amor. Mientras él se desvivía en cuidados y atenciones a la perra,
para mí su presencia se tornaba cada vez más apabullante. Había que
darle de comer, recoger su mierda, cargar a todos lados con ella. No
exagero si digo que J. le hablaba con más cariño que a mí. La acariciaba
más, incluso.
“Los perros son hijos de baja intensidad: te dan cariño, alegría y
lealtad. Son criaturas tiernas de las que hace falta ocuparse pero que
de ninguna manera te impiden hacer tu vida. Si sales de viaje, puedes
mandarlos a un internado. Si te fastidian, también (…). En vez de
necesitar a una niñera, basta con que alguien los saque a pasear unas
horas. Es verdad que nunca se independizan, pero también es cierto que
viven poco, con suerte dieciocho años”, reflexiona la narradora de la
novela La hija única, de Guadalupe Nettel.
Una tarde, me encerré a leer para no escuchar los juegos de J. y Noche.
Él fingía ser un perro y atacarla, a lo que ella respondía con ladridos
que, como ya no eran los de una cachorrita, me ponían los oídos de
punta. “Estoy tratando de leer”, grité desde el cuarto. “Sí, ya”,
contestó J. Se calmaron un rato, pero enseguida reanudaron la pelea.
Salí del cuarto hecha una furia. “Lárgate de aquí con la perra”, lo
urgí.
Menos de un mes después, J. dejó el departamento. Se llevó consigo a
Noche. El asunto había quedado fuera de discusión. Noche nerviosa en su
transportadora. Esa es la última imagen que tengo de ella.
En lo que a mí respecta, no he vuelto a tener una perra. Tampoco he
tenido hijos.
La autora:
Alejandra Ojendi.
Periodista egresada de la UNAM. Candidata a maestra en Letras Modernas
por la Universidad Iberoamericana. Obtuvo el segundo premio en la
categoría de Ensayo en el Concurso 55 de Punto de Partida. Ha
publicado ensayos, reseñas y entrevistas en Confabulario,
La Tempestad, Punto en Línea, entre otros. |