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Epílogo |
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Abandonado
en la rutina de este escritorio resurge como sistema socialista la imagen
consagrada por su frescura marchita, el edificio poético que constituye
el soneto. “Son-netos,
“son-neta”, comentaba un amigo al hablar del soneto como la
pura neta, la verdad, lo único, construyendo irónicamente
la etimología coloquial. Paradojas, faltas de respeto a nuestro
poderoso lenguaje, manejo lúdico de la definición, banal podría ser. El
carácter subjetivo nos defiende maniatados dentro de un cable metálico
que cruza la ciudad del léxico. El soneto, una expresión arcaica y
rigurosa, clásica y elegante (más adjetivos o con eso basta) forma la
estela erudita en el cielo del renacimiento de nuestra literatura. Es una
evocación a la fuerza del sentimiento buscando obstinadamente el no
agotamiento de sus latidos. La vanguardia cree respetarlo, trata de no
tocar sus tejidos versificantes y rigurosos para evitar
caer en lo ya dicho, en las limitaciones de las rimas; para no
estar usurpando un siglo ya extinguido. Nadie cree en la resurrección –
ni los obispos-. Catorce
versos endecasílabos, con rimas internas en la sexta y en la décima sílaba.
Dos cuartetos y dos tercetos: los cuartetos con las rimas abba, abba, es
decir rima el primer verso con el cuarto, el segundo con el tercero. Los
dos tercetos con rimas alternas. Por si fuera mínimo la métrica exige más
al confiar en el ajuste
perfecto proporcionado por la “sinalefa”, además de tener en cuenta:
las rimas agudas (se suma una sílaba), las graves (permanece sin
modificaciones con las once sílabas), y las esdrújulas (se resta una),
así de sencillo se muestra la forma. Formalidad del siglo XXI, donde la
indisciplina nos conduce al caos. Aquí en este incidente artístico el
soneto recurre al fondo para emparentar con los neologismos; con
los neoliberales esquemas de concebir la vida;
es en esta vertiente donde
la expresividad a través del soneto hace de él, el magnánimo príncipe
con sus jeans y sus tenis de piel, llevando
un tatuaje debajo de su playera Nike, de colores descoloridos, justamente
en su brazo izquierdo, amando hasta el ataque de pánico a los grandes
hacedores de los moldes justos para llevar al soneto caminando
soberbiamente por la historia: Dante, Petrarca , Lope, Sor Juana,
Shakespeare , Darío , Neruda, Borges, la lista es enorme ; la
convergencia con los maestros se torna necesaria.
Obligar
a Quevedo a que abandone su tumba y comparta una botella de vino,
discutiendo los valores de la poesía atrapados en los linderos del
soneto, es acto obligado del sonetista, de ese de-mente entusiasmado con
la eternidad y por ende agobiado de la libertad de las formas [después
del simbolismo francés] que siempre tienden a convertirse en libertinaje.
Ese libertinaje, decir todo desordenadamente, siguiendo el patrón del
dislocamiento del camino expresivo, es abarcar lo inabarcable haciéndolo
difuso y confuso, volviendo así al sitio de la incomunicación, del
hermetismo – gran monstruo que prohíbe acercarse a sus vasallos-
mudismo parlanchín y rezongón nos
explica cada vez más claro la vaguedad en la que co actuamos. El soneto sí
busca la verdad, dice cómo
no ser o como si ser. Es una esencial figura del paisaje retórico para
poder trasmigrar en las diferentes lenguas
y recorrer en catorce versos una de las pendientes epistemológicas
de la realidad poética. El soneto no busca , no encuentra ninguna cavidad del receptor , el soneto sugiere a la realidad rescatar los átomos del vacío para asociar con el acercamiento de los mismos el suspiro idóneo en el que el arte se eleva a un hedonismo delirante para construirse en el aliento lírico del ser . |
Osvaldo Ogaz
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