Sobre la marcha "Los muchachos peronistas"
 

Todos unidos reventemos


por Julio Nudler

 

Para algunos es la música más maravillosa. Para otros, algo insoportable. Pero para todos, es la única marcha civil que ha marcado el ritmo del país. Ahora, cuando se acerca el 17 de octubre, una extraordinaria colección de tres compacts y fascículos dirigida por Julio Nudler devela la compleja historia detrás de Los muchachos peronistas, desde la vereda de un viejo club de barrio hasta Montoneros.

De pronto, una mujer salió de entre las sombras, vino a mi encuentro y, tomándome del brazo, me dijo: “Gracias por hacer esto por el peronismo”. ¿Yo hacer algo por el peronismo? Confuso, farfullé un “gracias a usted, compañera”. Como diría Le Pera, busqué un espejo y me quise mirar. Pero otras voces me envolvieron esa noche de miércoles en el Torquato Tasso, donde presentábamos La Marcha y todo el mundo parecía tan democrático, feliz y desprejuiciado. Desde ese día me pregunto, obsesionado, si me estaré volviendo peronista, yo que siempre fui contrera, contrera de todos, y también de los contreras. Así como en 1954 me volví hincha de Quilmes porque Boca, del que hasta ese momento era hincha, mandó al cervecero al descenso, y esto me valió soportar toda la vida una fatal repregunta: pero en serio de qué cuadro sos (¡de Quilmes, carajo!, respondía en silencio, cuando ya me repreguntaban si es que vivía en Quilmes), un año después sentí que me calaba el hastío de la llovizna que caía sin cesar desde el 16 de septiembre, el día en que empezaron a libertarnos, quizá para que desde el cielo bajase el agua que lavaría la sangre que tres meses antes habían sembrado bombas también bajadas del cielo. Aquel día del genocidio de junio, que ningún calendario oficial ha conmemorado jamás, mi hermano Oscar era un soldado entre cientos dentro del Ministerio de Guerra, y desde una ventana miraba desesperado la masacre. Días después, andando con su uniforme marrón terroso de colimba, gente se le acercaba a agradecerle por haberlos libertado de la tiranía, y él sentía lo mismo que yo este jueves: ¿Yo? ¿Por qué me agradecen a mí? ¿Yo qué tengo que ver con esto?

Néstor Pinsón asegura en la primera nota del primer fascículo que la marchita –si él lo dice...– deriva de la de un club de barrio y de una murga de Barracas. Un origen lo que se dice popular. Pero es esa marchita la que ahora, tanto más tarde, uno atraviesa con el alma en un hilo, sospechando que irá descubriendo cosas que se ocultó a sí mismo toda la vida, tapadas bajo certezas inciertas. Recuerdo que en aquellos años –tal vez 1947 o ‘48– había un billete de 5 pesos moneda nacional (un peso actual son 10.000 millones de pesos moneda nacional, aunque compra lo mismo que entonces con 10 centavos), y que si uno lo plegaba de una cierta forma dejaba leer: Argentina, una nación nazi. Yo tendría 6 años, y orgulloso de mi habilidad se lo mostré a una señora que estaba charlando con mi mamá en la vereda. Lo que de inmediato ligué fue un terrible sopapo. Era como si yo hubiese denunciado a mi familia a la Gestapo.

Sí, había miedo entre los no peronistas, y entre los judíos el doble, porque se decía que Perón era otro Hitler. Hasta que en el agosto de 1948 mamá me puso las mejores zapatillas que tenía, el mejor pantaloncito corto y me abrigó como para Siberia porque yo sufría bronquitis asmática. Subimos al tranvía 86, que venía por Díaz Vélez y bajaba hacia el centro por Sarmiento, después de haber doblado por Pringles. El tranvía era como el tango: algo que me hacía vibrar hasta lo más hondo. La vida pasaba lentamente por él, girando frentes grises, copas desnudas, gente al alcance de la mano, todo ante mi mirada extasiada en la ventanilla.

Mamá, que era fanática de Menajem Beguin, y más terrorista que el propio Beguin, quien reunía a los judíos en el Luna Park para financiar la expulsión de ingleses y árabes de Palestina (¡cómo me gustaba que los judíos llevaran armas y pusieran bombas, y no que los exterminaran como a hormigas!), esa vez mamá me llevó consigo a la calle Larrea. Decía que Perón nos iba a hablar. Recuerdo vagamente muchísima gente, los adoquines, las vías de algún tranvía que debieron desviar, y Perón, con su tremenda sonrisa, sus brazos en alto, y gente que lo vivaba en castinayo y en ídish. Ese discurso, según afirma Cacho Lotersztain, fue difundido por cadena radial. Leer hoy su texto conduce a la perplejidad más absoluta, sobre todo a quien sabe que, al mismo tiempo, Perón traía cargamentos de criminales de guerra nazis, como Uki Goñi documenta con todo y despiadado detalle. Es lo que se llama doble discurso. Pavada de doble discurso.

Perón, que conseguiría meter en un mismo movimiento a criminales lopezreguistas y jóvenes fervorosos de la Tendencia, ya había juntado, bajo el mismo pabellón albiceleste, a quienes poco antes se habían repartido la tarea de estar unos dentro y otros fuera, accionando los mecanismos, de las cámaras de gas. Buenos Aires y alrededores era la nueva ubicación geográfica de un Auschwitz receloso pero aséptico, en el que todos prosperaban en una economía de bienestar. Teresienstadt, pero sin farsa ni muerte como destino. Había diarios en ídish para contar la historia de cada día y del reciente pasado atroz en ídish, y en los mismos quioscos, junto a ellos, otros diarios que la contaban en alemán, incluso gótico, lamentando entre líneas no haber podido completar la solución final. La secretaria de Evita era judía, y había nazis empapados en sangre entre las personas a los que debía atender solícita.

Cuando uno, ya viejo y enfermo, vuelve a ese barrio de la infancia, le pasa lo mismo que a tanto personaje de tango (San José de Flores, Tan sólo por verte, Estás en mi corazón...). Uno se pregunta si era como lo recuerda, o si durante la vida estuvo mirando el pasado a través de un espejo que fue desfigurándolo, grotesco y engañoso. Y también se acuerda cuánto lloró el día en que murió Evita. Pero ahora uno quiere entender. Entender por qué resulta horrendo que Perón amenazara con ahorcar a oligarcas e imperialistas, si fue luego tan grato que Fidel fusilara gusanos (¿llamar gusanos a los anticastristas no era ya ominoso, la deshumanización del enemigo y la víctima, como hicieron los esclavistas con los negros o nuestros civilizadores con los indios?). ¿Por qué también los izquierdistas miden las cosas con varas tan diferentes? No a la pena de muerte, sí al paredón. ¿Y, por cierto, cómo entenderse con un empecinado de izquierda, que se cree siempre dueño de una verdad política absoluta y se opone a cualquier solución razonable y práctica para todo problema concreto, casi siempre sin tener idea de lo que está diciendo?

¿Quién era realmente ese Perón de 1946, 1947, 1948, 1949? El que “combatía al capital”, el que redistribuía el ingreso, el que querían aplastar Washington y Londres. El que explicaba minuciosamente su concepción del mundo y la sociedad ante cualquier auditorio, obrero, estudiantil, patronal. El que usaba la palabra algo más profundamente que estas fábricas mediáticas de slogans huecos que ahora tenemos. ¿Kirchner es otro Perón? Hágame el favor. Claro, tampoco Aníbal Ibarra es Alfredo Palacios. Y no comparemos a López Murphy con aquellos conservadores. ¿De la Rúa vs. Moisés Lebensohn? ¡Cuánta degradación! Qué mamarracho de dirigentes éstos. ¿No habrá que decidirse a volver al barrio de la infancia, o del pasado, de los padres o los abuelos, y tratar de mirar la película otra vez, o por vez primera, simplemente para entender, para saber de dónde partir, para recrearse la ilusión de saber adónde ir y cómo llegar? Aunque todos unidos reventemos.

 

Por Julio Nudler
Diario Página12 (Argentina) 
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1725-2004-10-10.html
Domingo, 10 de octubre de 2004

 

Nota del editor de Letras Uruguay: El artículo completo se puede leer en el link http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1725-2004-10-10.html. Aquí se tomó lo escrito por el periodista Julio Nudler y se agregó el audio de la marcha "Los muchachos peronistas"

 

"Los muchachos peronistas" por Hugo del Carril

 

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