Tiempo tormentoso |
Estoy
encerrado dentro de una celda muy singular. El techo tiene poros
invisibles que dejan filtrar la luz de poderosos focos de mercurio. Su
reja es de un acrílico duro como el diamante. Más bien parece querer
disimular su cometido. Si no conociera de sobra a mis captores, casi diría
que intentan resguardarme. Lo cierto es que da exactamente lo mismo estar
dentro que fuera de ella. Presos y opresores vivimos encerrados en una
fortaleza de acero y concreto cincuenta metros bajo la superficie de la
tierra. Por otra parte, eso es lo único que tenemos en común. ¡Dios mío¡
¿Cómo es qué me encuentro sumergido hasta el cuello en esta aventura
absurda? Hasta hace pocos días, yo era un simple mortal al que sólo podía
someter la luz de un semáforo; acaso el rigor de un chaparrón
inesperado. Entonces sabía muy bien que uso darle a un paraguas. Eso
era antes de que se transformase en un objeto anacrónico, digno de
languidecer bajo el polvo de un museo. Dentro del ambiente aséptico que
regula con sabia precisión mamá computadora, no caben mayores
alternativas. En otros tiempos, los alguaciles solían anunciarme
alegremente la proximidad de la lluvia. Extraño
aquel olor a tierra húmeda; un dulzón aroma a flores del paraíso al
caer de la tarde. Sin piedad, ellos cambiaron mis alguaciles por un barómetro,
pero éste no vuela; ni siquiera tiene gracia. Reconozco que la agencia de
colocaciones me lo previno más de una vez, con el celo y la obstinación
de Werther, mi gato, en trance de sembrar sus cavilaciones nocturnas por
los techos: -El
salario a cobrar por sus servicios de mozo, será muy superior al
corriente. Eso sí, sus empleadores exigen una condición por demás
severa: nada de lo que oiga o vea deberá trascender el ámbito de su
trabajo. Su consigna es clara: conservar la boca bien cerrada todo el
tiempo previo y posterior a su contrato. Sólo deberá abrirla para
comer... -¡Vaya
forma tan poco elegante de promover una relación laboral!- dije,
reaccionando de viva voz -Le condicionan a uno en sus posibilidades fisiológicas,
reconocidas por el Pacto de San José de Costa Rica, y la XIII Convención
Gastro Ecuménica de Uganda; con la tan reveladora apostilla de su acuerdo
final: «Volentí non fit injuria» (No se causa daño a quien
consiente) Lo cual no obsta para que me impidan bostezar, como una opción
alternativa y responsable, eructar ante situaciones difíciles de digerir,
silbar e! coro de los esclavos hebreos del Nabuco: última manifestación
consciente del inconsciente
colectivo. Sin
embargo, no persistí en esa actitud negativa por mucho tiempo. La paga más
que tentadora y esa condición tan poco usual, concluyeron por excitar mí
curiosidad, por aventar mis dudas metafísicas hasta un límite razonable
que no se extendía, ¡oh, casualidad! más allá de las fronteras de
Costa Rica y Uganda, lo confieso sin rubor. Se trataba
de servir a un grupo de científicos abocados a la realización de
un proyecto súper
secreto del cual, por extraña paradoja, hablaba todo el mundo; la bomba
de neutrones. Para mí, un perfecto lego en la materia, todas las bombas
eran ¡guales: una abstracción intolerable; mataban lo mismo. De pronto,
el recuerdo de un pasatiempo infantil ya lejano, se puso a canturrear en
mi memoria, con la gracia inefable de un rondó
de Mozart: -Decime
un número-me oigo plantear un enigma tipo Esfinge de Tebas, dispuesto
como ella a devorar a mi interlocutor al menor titubeo. -¿Qué
número? -contesta el otro, presumiblemente desde el planeta Marte. -Cualesquiera,
tonto... El primero que se te ocurra. -Y
bien... ¡Cinco! -Seis
¡Te gané! -replico yo, montado en la cresta de una euforia terráqueo-local.
El premio a mi travesura solía consistir en un paquete de caramelos cuyo
número, conforme a una práctica preestablecida, se ajustaba acorde con
la diferencia ocasional resultante entre ambas cifras. Pero el juego
siniestro en el que hoy me veo envuelto, muy a pesar mío, no formula
pregunta alguna. Por
lo que tampoco admite respuestas. Sus guarismos se traducen peligrosamente
en otras unidades de valor menos convencionales: megatones. Sus bravos
participantes son, en este caso, estadistas, políticos, hombres de
ciencia, comunicadores sociales: la misma escoria de siempre en diferentes
y coloreados envases. Antes que liberar la conciencia universal del
hombre, prefiere hacerlo con sus neutrones mediante una fisión nuclear.
¡Cuánto más dulce y más humano hubiese sido arrojar caramelos y globos
sobre Hiroshima y Nagasaki. Pero la historia no la escriben los niños ni
los poetas. En
cuanta ocasión me tocaba servir la mesa, aquellos hombres acostumbraban
contemplarme como a un ser de otra galaxia, guardando prudente silencio.
¡Qué tortura debió significar para ellos, de ordinario tan locuaces, no
poder hablar aunque más no fuese del tiempo! ¡Ni una mísera nubecilla
asomaba por el compacto horizonte de granito!
¡Ni una sola grieta quebraba el impecable estuco de las paredes,
exaltando el valor de la vida en una flor, en un grano de polen! En
cierta oportunidad, el exceso de bebida les hizo confundir mi figura con
la más Familiar
y apreciada de un robot, así que no tuvieron reparo alguno en superar su
bendita trauma
del silencio congelado en el tiempo. -¡Hemos
salvado los tesoros de la cultura! -dijo uno de ellos. -¡Los
monumentos de la civilización! –enfatizó otro. Agregando exultante- La
bomba de neutrones sólo tendrá efecto sobre los habitantes de una
ciudad. Sus paredes permanecerán intactas. También
sus estatuas, sus museos. ¡Todo lo que el arte y la ciencia aportaron en
tantos siglos, quedará preservado de la destrucción! Lo
que me sucedió en ese instante, hoy es materia de especulaciones. No
puedo alegar en mi descargo, que desconociera los rumores y trascendidos
periodísticos sobre ese maldito asunto de la bomba. Incluso antes de
comenzar a trabajar en su laboratorio. Pero una cosa es asistir al hecho
consumado, desde las páginas de un diario, y otra muy diferente tener
delante a los victimarios en potencia, haciendo una romántica relación
antes de cometer el crimen. Evaluando graciosamente los litros de sangre a
derramar como un margen calculado, como una simple referencia estadística.
Volverla a su condición de fórmula matemática, reducirla a un
microfilm, ubicarla en una bóveda subterránea, compendiarla en un
informe de pocos folios que nadie lee ni a nadie importa. Lo siento por la
agencia. Más aún; estoy dispuesto a asumir toda !a responsabilidad por
lo ocurrido. Tengo plena conciencia de que mi voz, en principio, se alzó
tímidamente y a borbotones, cual crema de afeitar en aerosol; para
concluir en un crescendo tumultuoso: -Señores:
entiendo que pretendan salvar los testimonios de la cultura. Nadie en su
sano juicio, puede objetar lo encomiable de ese propósito. Pero, si todos
debemos perecer para que ello ocurra, ¿quién finalmente los disfrutará?
Si es preciso sacrificara un solo hombre para que otros gocen de tal
privilegio, ¿cuál es entonces el sentido de la obra de arte resguardada,
del artista que la produjo, del resto de la humanidad que asiste
indiferente al holocausto? Ya no encontraremos sentido ni siquiera en la
palabra sentido. Darwin será un mito que flota en el vacío semejante a
un tótem: solitario e irremediablemente obsoleto. Temo que volveremos a
trepar a los árboles como nuestros ancestros, si es que logra sobrevivir
alguno... No
me dejaron continuar. Con cuerdas y cadenas se abalanzaron sobre mí. Para
saber si ocultaba un micrófono bajo mis ropas, me despojaron de ellas.
Con sofisticados aparatos fue examinado mi cerebro y se tomaron fotografías
de mis sueños. Por lo que pude saber, el equipo de sicólogos a cuyo
cargo está su interpretación definitiva, sospecha que mi actitud
corresponde a una perversión polimorfa y congénita. ¡Benditos sean
Piaget, que liberó de culpa a mis padres, y aquel espermatozoide que me
dio origen: independiente, selectivo, con toda su carga de expectativas a
cuestas! Pero esta vez, creo haberlos burlado. En uno de esos sueños me
encuentro de pie, radio en mano, sobre un campo yermo. El cielo está
totalmente despejado, sin embargo, llueve copiosamente. El agua parece
brotar de un surtidor misterioso. Veo pasar a mi gato. De sus bigotes
cuelgan diminutas gotas de lluvia. Cuentas de un rosario que él sacude
con fervor de penitente. Le oigo suspirar desolado por la ausencia de
techos errátiles, de cornisas encantadas donde abrevar sus viejas cuitas
de volatinero. Como aún no se inventó la fotografía de sueños sonora,
faltó a mis captores una banda de sonido por demás ilustrativa. Ellos no
pudieron escucharla; en cambio yo sí. Aún la siento estrujar suavemente
mi corazón. Se trataba del blue «Stormy weather»; Tiempo tormentoso. Me
parece estar oyendo a la cantante entonar por el radio con su voz profunda
de «mezzo», aquella estrofa que dice así; «Todo
lo que hago es elevar una oración: que pueda yo caminar bajo el sol una vez más..» |
Enrique Novick
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