-¡Tú eres Papá Noel!- dijo Don Matías. Su voz grave, firme; compensando en volumen lo absurdo de tal aseveración.
-¿Quién? ¿Yo?...- interrogó Simón con un hilo de voz. La sorpresa le impidió hacer suficiente acopio de aire en sus pulmones. De pronto, sintió como si tirasen de ellos con un anzuelo.
-¡ Tú eres Papá Noel!- insistió Don Matías, tensando la línea hasta hacerle doler. Claro está que su voz no admitía réplica alguna; urgía por definiciones inmediatas. Como una vez en Belén. Pero allí fueron ocho niños, los que desfilaron azorados ante el profeta Samuel. El Señor, por sobre su hombro, les miraba con ojo crítico, recto al corazón. Al ver a David suspiró: ¡Úngelo! Este es...
Don Matías, mientras tanto, ajeno a estas coincidencias formales y programáticas dadas en tiempo y espacio, se afirmó gozosamente en su posición:
-Pero si la tarea es muy simple. Tanto, como puede serlo registrar una partida de juguetes en tu libro de existencias.- Una palabra bullía en su cerebro, pugnando por ajustarse a la situación como acero derretido en su molde. Finalmente el lingote mal fundido estalló entre sus manos:
-¡Sencillamente, es elemental!
-Pero es que aquello lo conozco muy bien... ¡Hasta podría hacerlo con los ojos vendados!- gimió Simón.
-¡Aja!- bramó don Matías en un "allegro sostenuto"- ¡Confites por la noticia! Fuiste un asno. ¡Me consta que lo eres aún! Menos mal que entre orejeta y orejota lograron colgarte un esquema sin mayores opciones: debe o haber. ¡Lo que en tu caso, ya resulta bastante!
-No es que tenga prejuicios raciales- siguió objetando Simón- Pero Papá Noel no es un personaje judío. Dudo que yo pudiera asumirlo con entera convicción...
-¡Bah!- replicó Don Matías, sosteniendo en su diestra la carta de triunfo que Simón le obsequiara graciosamente- Hubo muchos actores judíos que afrontaron sin problemas la misma alternativa: Paul Muni interpretando a Emile Zola, Louis Pasteur y hasta Scarface. Ben Ami a Beethoven, Edward Robinson al Hermano Orquídea. Que yo sepa, ninguno de ellos era judío. Nuestra Ley nos sacude con 613 exigencias; digamos preceptos éticos. Yo te pregunto: ¿Alguno hace referencia a una situación como ésta?
Simón plegó suavemente sus orejotas de Platero incurable. Le pesaban extrañamente, comprimiendo una gran caja de sueños sin sentido. Asomando sus narices desde un armario cercano, cien biblioratos le vieron oficiar indiferentes, el acto ritual y cotidiano: abrió Simón el tabernáculo y extrajo de él su diario y su mayor, donde todas eran respuestas precisas; calculadas sin apremio ni sobresalto algunos. Llevaba muchos días y noches de doblarse sobres esos grandes libros, con sus tapas de cuero y guarniciones de metal dorado. Tantos, que ya no sentía la necesidad de verificar el contenido de sus asientos. A veces temía dormitar sobre sus libros. Vaya que por un descuido, sus compañeros le dejasen encerrado dentro. O lo que es peor: le creyesen parte integrante de ellos. Una de esas vainas de cuero adosadas al margen de pulcras agendas, que suelen portar lapiceras igualmente pulcras.
Simón fue siempre tímido y retraído. "Conflicto parental no elaborado" -apuntaría con displicencia un analista común- "Fruto de un entorno epileptoide". En buen romance: "una mujer sin marido, muy pegoteada con su hijo único" replicarían lo mismo sus vecinos, en forma menos académica. De feo y de tonto, afirmarían sus compañeros de oficina. Feo pues, presumiblemente tonto y con un bonito trauma psíquico a cuestas, frisaba Simón en los cincuenta años de edad. Su madre le había recargado de abrigos, bufandas de lana que aún le picaban en el cuello y prevenciones igualmente inútiles.
Todo comienza poco antes de su nacimiento. En cuanto una comadrona, palpando el bajo vientre de su madre encinta, le vaticina muy suelta de cuerpo:
-¡Se me hace que éste viene a tomar mate, antes de calentar la pava!
Hipócrates debió revolverse en su tumba, pero así fue. Quizá le estimulara un precoz deseo de conocer el mundo. Lo cierto es que Simón obtuvo su primer puesto de observación dentro de una discreta incubadora, donde le depositaron como a un pollo mojado y solitario; su cabeza rígida sobre el colchón, donde sus ojos ligeramente estrábicos, buceando dentro de un ángulo reducido, sólo pueden advertir borrosas figuras inclinadas sobre él que, sin pronunciar sonido alguno, le miden, pesan y estrujan sin miramiento.//Simón tiene poca evidencia aún, sobre su enorme desamparo. La enfermera que le desatiende con singular empeño, no comprende que el pezón de látex anatómico-calibrado-térmico-esterilizado y de regulación automática que lo alimenta, no se apoya sobre el seno redondo-muelle-abrigado-único de su madre y lo introduce en la boca de Simón como un corcho, como un transvasador. Tapado el frasco, cambiado el líquido de lugar, nuestra romántica Florencia Nightingale vuelve a sentarse en el extremo de la sala, enciende su televisor y, enjugándose una lágrima, retoma el hilo del melodrama que abandonara por atender a esos fastidiosos críos.
Llegado a su peso normal, con el trasero ardiendo por la orina, su madre se hizo cargo de Simón. Abandonada por su marido, la pobre mujer se resiste a admitirlo ante la familia, antes sus amigos y, lo que es más grave aún, ante sí misma. Supone que un contrato matrimonial es un importante documento que posee además, alguna connotación laboral a cumplir. Desde hace algunos meses su marido se encuentra en situación de "Ausente sin aviso". Ella no se decide a librar un oficio ante su conciencia, informándole sobre la cesantía definitiva de aquél. Sus principios éticos le impiden llevarlo a cabo en ausencia de una de las partes interesadas. El tiempo es joven. Ella no lo sabe aún, pero los que envejecen son los contratos, los oficios, los principios éticos...
La antigua casona de Azul y Directorio se estremece ante los berridos de Simón. Ya no por efecto de la orina sobre su piel escaldada. Por el contrario. Su madre le unta con crema de los talones al cuello como si fuese un postre; mantiene en todas las habitaciones una temperatura ecuatorial. Gruesos burletes sellan puertas y ventanas, como solían hacerlo con sus tumbas los faraones de Egipto. Un termostato cuelga de su cuello como un extraño amuleto.
Simón crece asediado por el temor enfermizo de su madre. Maestras particulares contribuyen a aislarle del mundo exterior; sólo permiten su acceso a láminas falsamente coloreadas. Todo cuanto puede abarcar su vista desde el balcón, pertenece al mundo hostil; de afuera. La calle Azul se abre como una plataforma perforada de plátanos. Hay niños trepados a sus troncos. Un trozo de Directorio corretea sin prisa hacia el centro de la ciudad.
-¡Simón!- Su madre se aferra, participa de todas su vivencias. Le sepulta dentro de un torbellino de mantas, antibióticos y termómetros al primer y desdichado estornudo.
Los niños de la vecindad no ignoran esta situación y se burlan de él. Pintan leyendas ofensivas en el frente de su casa. Inventan estribillos que cantan a coro bajo el balcón. Su madre cierra escrupulosamente las persianas para que Simón no los escuche. Vierte lacre en sus oídos. Sale a recriminar a los otros niños. Borra con estoica paciencia las leyendas de la pared: Simón-maricón-Simón, que manos anónimas renuevan sin cesar. El la deja hacer. Ella es su escudo; su única posibilidad de sobrevivir. Simón permanece dentro de un huevo tibio y confortable. Sólo una vez, que recuerde, sintió la necesidad de romper el cascarón. Sucedió que comenzaron a cosquillear sus flancos. Bajo el suave plumón sintió la presencia de dos cartílagos que antes le habían pasado inadvertidos. Y era el caso de comprobar su finalidad. Así que con el pico, intentó abrir un pequeño boquete. Su madre no dejó de observar la maniobra, por lo que anticipándose a mayores audacias, optó por arrojar dentro del huevo una pistola lanza cohetes para señales, un paracaídas, un bote de goma inflable y un pote de un ungüento muy eficaz para prevenir moretones. Luego de lo cual, se apresuró a recoger del suelo todos los fragmentos de cascara, volviéndolos a pegar al huevo con cemento.
Al morir, su madre dejó a Simón como legado, un tremendo retrato al óleo colgado en la pared, sobre su lecho, desde el cual siguió rigiendo su vida.
Simón no llego a conformar una pareja estable. Es decir, unirse a una mujer despreocupada por algunos aspectos de su personalidad; que pensara y obrara por él. No puede culparse por entero a su madre, sobre esta actitud anómala de su parte; ni a la madre de su madre, hasta llegar a la mona primitiva rascándose la coronilla sobre un cocotero. Entre todas le tendieron una celada en su sangre. Por eso es que reclamaban en vano, al igual que Virginia Wolf, el derecho de poseer algo propio: un cuarto, un marido, un hijo... Tampoco al viejo Edipo, ciego y confuso ante sus problemas conyugales atípicos. Simplemente, a Simón se le pasó el tiempo. Como a una fruta que madura en su árbol y luego de conocer alternativamente deslumbramiento y éxtasis, se pudre en él sin remedio. Después vendría el penoso enfrentamiento con una realidad que le escamoteara el filtro materno. Una forma socializada de la agresión en la figura de Don Matías, que ejercerá sobre él idéntico estímulo que una flor carnívora sobre un insecto:
-Mi querido Simón: ¿permites que te trate así, afectivamente? Como lo haría con mi propio hijo... de tenerlo. Quiero pedirte algo que será beneficioso para ti. Nada que no puedas alcanzar con tu propio esfuerzo. Entrégame tan sólo treinta años de tu vida. Yo te compensaré, en cambio, con una preciosa mesa de trabajo en mi empresa. Qué digo:¡en nuestro hogar! ¡Dos maravillosos metros cuadrados de influencia! Allí te podrás mover y disponer a tu antojo...
La empresa de Don Matías abre sus puertas sobre Rivadavia al 7400. Escasos metros al este, la calle Nazca proyecta su condición inequívoca de "tierra de nadie". Versión local y modificada del antiguo muro de Berlín, donde Flores remueve su maquillaje ostentoso y cuelga mil galerías de un clavo, como ropa interior oreándose al sol. Don Matías lo sabe. Su negocio sufre la presión de dos fuerzas antagónicas que le atraen y repelen con igual intensidad. Por un lado, Flores sacude en su propio rostro un reflejo dorado de boutiques. Una plaza híbrida en su centro, con domésticas por Rivadavia y evangelistas por Yerbal. Discos almibarados, ululantes. Cazuela de cobre. Fragancia de garrapiñada por las aceras. Por el otro lado, Argerich al oeste, planos grises, uniformes. Tonos secos, despojados. De tanto en tanto, un intento de rebelión abortado. Indiferencia de ropavejeros. Silla ortopédica al paso. Objetos colgados de un techo, reptando por las paredes.
Se acomodó Simón en el último lugar de una fila de doce escritorios, dispuestos curiosamente en semicírculo. Un papel, el más insignificante de ellos, partiendo del primero, debía recorrer cada uno de los otros por riguroso tumo, hasta llegar al suyo. Tratábase de una norma impuesta y celosamente respetada. Simón concluyó por sumarse en silencio a la columna de galeotes. Así fue como a través de largos años logró finalmente llegar a la tan ansiada meta: el primer escritorio: fuente primigenia de todo aquel misterioso proceso administrativo, que tanto le intrigara desde los lejanos días de su ingreso. Entonces el semicírculo se cerró como una ostra y todo comenzó de nuevo "por sécula seculorum"... hasta la apertura mágica:
-Atiende Simón, para festejar la nochebuena con muchas ventas, te propongo que recibas a los niños vestido de Papá Noel. Haremos todo a lo grande. ¡Para que rabien los de Flores! Por empezar, te alquilaré un hermoso traje de rey mago- la voz de Don Matías fue adquiriendo un inusitado color festivo- Tendrás todo el conjunto: traje, botas, cinturón con gruesa hebilla y una larga y blanca barba. Llegarás hasta la puerta de nuestra casa, conducido por una carroza. Además, te sentaremos sobre un lujoso y dorado sillón, conforme con tu nueva dignidad. Habrá nieve artificial, efectos de luz negra. Un coro infantil entonará villancicos. Tú sonreirás a todos. Los niños se desvivirán por tocar tus manos, tus ropas, por adorar el mito que tú representas...
Nuestro mito asintió sin mayores muestras de entusiasmo, poniéndose las manos en los bolsillos de su pantalón.
Alquiló Don Matías por lo tanto, las ropas prometidas, haciéndolas adaptar al magro físico de Simón; preocupándose por rellenarle exteriormente con gran generosidad.
Era muy frecuente y gracioso que a nuestro improvisado Papá Noel, el falso vientre de estopa se le corriera a la espalda, dándole el fantástico aspecto de un dromedario erguido sobre sus patas traseras. Simón pasaba a ser al mismo tiempo, jinete y cabalgadura, en una suerte de equilibrio muy acorde con la vaguedad de su origen mítico.
Por otra parte, la gestación de nuestro Papá Noel pertenece al estudio de las pequeñas mutaciones individuales que, forzosamente, preceden a las grandes mutaciones colectivas. Un ser oscuro, embutido en un traje de corte anticuado, un buen día raspa su corteza y descubre al azar, un conducto ignorado por donde la savia se precipita impetuosa, incontenible.
Las viejas ropas de Simón arrastraron consigo toda su existencia conformista. Potencias dormidas dentro de su ser suspirando por su evasión, perdieron finalmente peso y afloraron con inusitado empuje a la superficie de su piel, sobre una encarnadura joven y tensa. La barba postiza adhirió con fuerza a sus mejillas. Parecía brotar de afuera hacia adentro. Como si un desconocido personaje le hubiese despojado de su propio cuerpo y barriera indiferente con sus escrúpulos; le diera vuelta como a un guante: sus costuras a la vista; también sus remiendos malamente disimulados.
Don Matías hizo tender una alfombra roja que partiendo de la calle, agonizaba en flecos a los pies de un trono, ubicado en el centro del local. Anónimo artesano había querido reconstruir en su respaldo idílicas escenas pastoriles, con sus ninfas y regordetes querubines, pretendiendo dar unidad al conjunto, mediante una trenza de pámpanos de tan complicado diseño, que lo único que sugería era su total y definitiva falta de unidad.
Los niños fueron los primeros en sorprenderse ante un Papá Noel que se hincha de vida bajo su amplia vestidura; que gime de placer o se sacude de risa bruscamente, sin transición, en un desborde de inocencia primitiva y salvaje, Y en cuanto el falso vientre de estopa surca su espalda, convertido en trashumante giba, les carga alegremente sobre ella, recorriendo el salón a grandes zancadas.
La transformación de Simón fue haciéndose gradual e incontenible. Solía sentar a los niños sobre el trono y él hacer lo propio en el piso. Se quitaba las botas, llevándolas colgadas a su espalda. Retornaba a la fuente vital, a la liberación plena de sus sentidos con la inocencia de un asno cerril o iluminado.
-Buenos, bueno... ¡Parece que al fin terminamos con esta farsa! ¡Eh, Simón!-comentó risueñamente Don Matías. Seguramente, tú también ya estarás muy cansado -agregó tras un bostezo- y con ganas de volver a tu vieja mesa de trabajo. ¡Lo sé! No me lo digas... Te sientes más a gusto entre tus libracos...
Papá Noel lo miró fijamente, extrañado de oírse llamar por aquel nombre: ¿Simón? Si-món mon... mon... Este nombre jugueteo por un momento en el aire, con sonoridad de campana repicando sorda, su badajo sumergido dentro de un cubo de aceite.
La silueta de Don Matías fue perdiendo perspectiva, en una síntesis de huesos, polvo y menudas apetencias, al tiempo de salmodiar entre dientes:
-Simón es una ruedecilla gris que gira sin cesar, lanzando al aire su cadencioso: debe-haber debe-haber.
Cuando la figura de Don Matías volvió a adquirir su volumen acostumbrado, Simón dejó atrás su reino, con su trono de utilería barata. La barba tornó a efectuar su periplo habitual: de adentro hacia fuera. Belén estaba lejos. Junto a los pozos secos se agrupaban consternados sus pastores. El óleo consagrado voló en escamas sobre la cabeza inocente de David.
Simón trastabilló hasta su trono, cayendo en él pesadamente. El aire pareció solidificarse en torno. Los niños se acercaron jubilosos, esperando verle ejecutar alguna de sus gracias. Gruesas gotas de sudor amenazaron con aflojar la barba postiza de Simón, al tiempo que un rayo de luz fluorescente se quebró sobre el vientre dorado de un querubín, iluminando la faz de un niño que se debatía en el trono, en un intento de desprenderse de un holgado traje de Papá Noel. Sus facciones reproducían asombrosamente las de Simón. Se diría que tal debió parecer de pequeño: sus orejas deformes y un destello obstinado en sus ojos.
Los niños que rodeaban el trono, comenzaron a resoplar de placer. Uno de ellos grito:
-¡Eh, Simón! ¡Ven a jugar con nosotros! Simón, sonriendo, tendió su mano hacia él.
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