En Guerrero, por ejemplo, el narcotráfico ha continuado su monstruosa expansión después del predominio sinaloense. En regiones como Tierra Colorada, mujeres intentan resistir cosechando maracuyá, fruta endémica brasileña. Del lado de Chilapa, en La Montaña, algunos sobreviven a la producción de jitomate por goteo para contrarrestar las zonas de franca siembra de amapola. En la Costa Grande, en Tecpan, Atoyac, Coyuca, La Unión y San Luis La Loma, las campesinas sobreviven haciendo pan o bordando, y sus hombres bajando café de la sierra. En San Luis y en La Unión, la gente huye para evitar ser uno más de los muertos que abundan en carreteras llenas de militares que parecerían haber leído Guerra en el Paraíso, donde se advirtió: “Es necesario reforzar la zona de Petatlán, de Zacatula y de La Unión. En poco tiempo esa zona será más peligrosa por su fácil acceso a Michoacán y por el crecimiento del narcotráfico”.
Y en efecto, la guerrilla y el narco cambiaron para siempre el rostro de ese México rural posrevolucionario y bucólico que retrataron en la literatura mexicana autores como Rafael F. Muñoz, Ramón Rubín, Rosario Castellanos, Mariano Azuela, Juan Rulfo, B. Traven o Eraclio Zepeda.