Tostado
Laura Nicastro

Mario y yo somos amigos desde el jardín de infantes. Hicimos juntos el servicio militar y terminamos la misma carrera. Somos padrinos de nuestros hijos y más que amigos, hermanos. Por eso nos llevamos bien durante los viajes por el interior que nos impone nuestro trabajo.

Esta vez me habían prevenido contra la ruta a Tostado. Cuando pregunté porqué, nadie me qui­so dar razones concretas. Todo se redujo a respuestas vagas, a un "No es bueno" que me pareció poco argumento para cambiar el recorrido. Y ahí estábamos, camino a Tostado.

Le he preguntado a Mario si cargó nafta.

- Sí, Juan -me contestó.

Pero sentí como una puntita de sorna. Eso lo pienso mientras voy manejando por los bajos submeridionales de Santa Fe. Un vaho persistente surge de la llanura empapada de agua como una lenta esponja que acecha a los bordes del camino. La tierra parece lisa y parduzca, pero apenas uno deja la cinta de asfalto, se lo traga hasta los tobillos.

No hay pájaros al atardecer y un sol anémico desaparece resignado en la niebla que sube del suelo. La oscuridad nos gana poco a poco desde atrás.

-¿Falta mucho? -esta vez es Mario el que pregunta.

-No, cien kilómetros y estamos en Tostado -. Mario gruñe. No sé si aprueba o si protesta.

-No me gusta nada este lugar -dice Mario.

Lo miro. Quizás sea la luz, pero le noto algo raro.

-Un lugar como cualquier otro -contesto para tranquilizarlo. Pero la respuesta lo excita.

- ¡Estás loco vos! ¿No ves que no se oye ningún pájaro? Nada. Ni las moscas.

Mira por la ventana, ceñudo y contraído. Me repito que está raro. La oscuridad es casi completa. Sobre el pavimento se ven las cintas paralelas de nuestros faros.

-Pará -ordena Mario.

- ¿Por qué?

-Oí algo.

-Yo no. Además, quiero llegar cuanto antes.

Con el rabillo del ojo veo que Mario me va a contestar violentamente, pero se frena y mira ha­cia el camino.

-Ahí esta. Otra vez - susurra al rato.

- ¿Qué cosa?

-El ruido ese de afuera. ¡No me vas a decir que no lo oíste!

-No, claro que no oí nada -le contesto.

A mí lo que me importa es llegar rápido a Tostado. Ducharme. Se lo digo.

- ¡Claro, y los demás que revienten! -reacciona Mario.

Voy a responder algo. Pero me callo. ¿Para qué empezar a discutir? Aunque a lo mejor esta bus­cando pelea y no nos vendría mal. Así descarga­mos los dos. Igual no digo nada, me impaciento en silencio.

Al rato Mario golpea el tablero con el puño. - ¡No aguanto más! Pará que quiero escuchar bien.

Y freno, más por la sorpresa del puñetazo que por convicción. Apago el motor. Nada. No se oye nada: no hay grillos, no hay ranas. Bajo la ventanilla. Tampoco hay mosquitos ni bichos de luz. El cielo debe de estar encapotado porque la oscuridad es absoluta. Nos cerca.

-Impenetrable -digo.

- ¡Calláte! ¿No ves que quiero oír? ¿0 pensás que te hice parar para que empezaras con la poesía? --grita Mario.

-Mirá, a mí no me vas a...

Mario parece otro y me callo. Nunca le había visto esa nariz ganchuda de pájaro rapaz. Los ojos reflejan la luz de los faros como dos puntito ígneos. Tiene las manos crispadas y parece que hubiera electricidad en el aire.

- ¿No querés bajar para escuchar mejor? –le pregunto. Quiero distraerlo.

Me mira con odio. Creo que me va a matar. No habla.

El silencio y la noche son pegajosos, se superponen y nos sofocan como una frazada de verano. Pero no es verano y tenemos la luz de los faros y eso otro que Mario oye y yo no. Porque hay algo que él percibe. Lo veo con la cabeza inclinada, reconcentrado.

Después de un rato digo:

- No vamos a llegar a Tostado.

- ¡Bah, sí! Dale.

Una rabia sorda me sube por la garganta. Si quiere quedarse, que se baje. Y si se baja, pienso, lo piso. Y basta de problemas. No sé por qué todo esto. No sé. Es como una orden interior.

Mario se queda sentado. Doy vuelta a la llave del arranque. Nada. Pongo el cebador. El motor no quiere reaccionar. Pruebo otra vez. No quiere, no hay caso.

-¿Qué hiciste con el auto? -Mario está descontrolado, grita. Me aferro a1 volante para no pegarle. Apenas le puedo decir:

-Mirá, si querés saber  ¿por qué no te bajás y me ayudás a empujar?

- ¡Ah! ¿Con que eso, no?  ¿Y me dejás en la ruta?

Quisiera no tener que verlo más; que desaparezca. Y él se da cuenta. Estamos absolutamente solos en la llanura. La única luz que se ve es la de nuestros focos que se pierde en los jirones de niebla.

-Voy a ver que pasa con el motor -bajo del auto, necesito aire fresco para aplacarme.

Levanto el capot con cuidado: ya se enfrió. Mucho no entiendo, pero la batería esta bien. Voy a tocar el distribuidor. Mario me retiene la mano en alto. Tiene los dedos de acero. Bajó detrás de mí, en silencio, para sorprenderme. Amago un puñetazo y él me suelta, se aparta.

-¡Así te quería pescar! - se ríe entre dientes. Es veneno ese sonido.

Subimos los dos al auto, vigilándonos. Ahora sé positivamente que nos vamos a matar. Recuer­do de pronto que nos habían prevenido contra este camino, que no era bueno.

- ¿Y qué hacemos ahora? -pregunto.

-Esperar -dice Mario-. Esperar a que se haga de día.

¡Cómo lo detesto! Me parece imposible que hayamos sido amigos tanto tiempo. No lo aguanto sentado en el mismo auto que yo. Pero no puedo bajarlo. Él debe de sentir lo mismo, porque se va al asiento trasero.

Si pudiera hacerlo caminar por el asfalto... Me acuerdo de que el coche no arranca.

Hay un ruido de fierros desde el otro asiento. Por las dudas, agarro el gato.

- ¡Qué es eso? -pregunto.

-Te lo digo ahora para que vayas sabiendo. Si te hacés el loco, te parto la cabeza.

En la penumbra distingo la barra de remolque.

- Y para que sepas -le contesto-, vos tampoco te la llevás de arriba.

Quiero saber la hora. Por algún motivo, sé que Mario (porque fue él) me paró el reloj pulsera a las seis de la tarde, cuando se puso el sol. No me pregunten cómo, pero fue él. Por Mario estamos varados aquí: él y el maldito ruido y su presencia que me descompuso el motor y el reloj. Decido apagar los faros y acostado, hacer como que duermo.

- ¿Por qué apagaste? -Mario está inclinado sobre mi respaldo, me doy cuenta por la dirección de la voz.

-Para ahorrar batería, infeliz -quiero provocarlo, llegar a la pelea, a ver quién gana.

-Ah -dice, y suena el metal de la barra cuando se recuesta.

Me quedo quieto. Siento como si afuera se moviera algo alrededor del coche. Algo temible que nos acechara. No puedo precisar qué es, pero está. Me gustaría que Mario fuera a investigar. A lo mejor "eso" se lo lleva y yo puedo dormir tranquilo. No sé por qué lo odio. Pero el sentimiento es casi incontrolable. Aprieto el gato que no me va a servir de nada en caso de apuro.

-Mario -lo llamo.

-¿Qué?

-¿No querés ir a orinar? -a lo mejor, lo tiento.

Lo sugestioné. Me invade una alegría feroz cuando oigo que se abre la puerta trasera. Pero enseguida oigo también el cierre del pantalón y el chorrito que cae sobre el asfalto.

- ¿Hacés desde adentro?

- ¿Pero en serio pensaste que soy tan estúpido?  ¿Creés que no me di cuenta de que querés seguir solo? No, señor, aquí hay un hombre inteligente.

Seguro que me salpicó el tapizado. Me recuesto de nuevo. Sin embargo, sé que ese "algo" todavía esta ahí. Tal vez la orina le sirva de cebo. Tal vez lo busque por eso, lo saque del auto con un brazo como de pulpo o de humo y se lo lleve.  ¿Y si se confunde? Me tiro al piso por las dudas.

Mario cierra la puerta como si supiera lo que estoy pensando. Corre la traba. Se acuesta. En la guantera hay una navaja japonesa que tiene cuchillo, tenedor, de todo. Pero si la abro me va a oír.

De pronto siento que "eso" esta afuera, ahí nomás. Se puso delante del auto. No, al costado. Ahora está atrás.

Me incorporo. Choco con la cabeza de Mario que estaba inclinado sobre mi respaldo en la oscuridad.

- ¿Qué hacés aquí? -levanto el gato en el aire hasta donde puedo.

Nunca le voy a partir la cabeza con esto tan poco manuable.

-Hay algo afuera -me confirma Mario- Está delante del auto.

La voz le tiembla un poco.

-Yo creo que está atrás -susurro.

Ahora soy yo el que tiene ganas de orinar. Pero no me animo. Mejor aguanto.

Está haciendo frío. Oigo un castañetear de dientes que viene del asiento de Mario.

- ¿Qué pasa? -pregunto.

-Miedo. Tengo miedo.

Igual que yo pero no sé qué decirle. Eso que nos está esperando afuera es terrible: siempre es así. Uno tiene miedo y se siente encerrado y quiere salir, escapar. Pero lo otro sigue al acecho y lo atrapa a uno. Adentro se está a salvo.

Mario me da lástima. Recuerdo la manta en el baúl y que nos podríamos envolver en ella. Hay que salir para buscarla. Suelto el gato. Desde atrás, me llega el deslizarse de la barra. Mario la larga despacito. ¿Se habrá dormido?

- ¿Qué hacés? -pregunto.

-Me quiero ir. No aguanto más.

-Enseguida sale el sol -el miedo nos hermanó de nuevo-. En cuanto pase alguien por aquí, salimos.

-No puedo más, Juan.

- Ya falta poco te digo. ¿Qué hora tenés?

Saca el encendedor.

-Se paró a las seis de la tarde.

-Igual que el mío.

-¿El tuyo también a esa hora?

No le veo la cara, pero debe de estar pálido porque la voz es un hilito. Si no tuviéramos vergüenza, si no fuéramos adultos, nos abrazaríamos de puro miedo.

- ¿No ves? ¿No te digo yo?

- ¿Qué, Mario?

- Que no aguanto. Esto que nos está pasando.

La noche oscura, los relojes parados a la misma hora. Lo de afuera. El silencio.

- ¿Te das cuenta de que no hay bichos?

- ¿Y el ruido?

- ¿Cuál?

- El ruido por el que paramos.

- ¡Me había olvidado! Yo estaba furioso, ahora me acuerdo. Te lo confieso: te odié tanto que te quería matar. No sé por qué. Pero, ¿ves?, algo pasa aquí. Casi te mato por un ruido y ahora me olvidé de todo. Perdonáme, Juan, pero no aguanto. Me tengo que ir. Me tengo que ir. No puedo hacer otra cosa.

Mario abre la puerta de golpe y sale corriendo.

Trato de retenerlo, pero él tira y la camisa se desgarra. Lo oigo avanzar por la carretera. Sus pisadas se van perdiendo a lo lejos rítmicamente.

- ¡Mario! ¡Mariooo! –lo llamo. Ni el eco me contesta.

Y me deja solo. Ahora sí que estoy abandonado en el mundo.

Cierro las ventanillas, trabo todas las puertas y me acurruco en el piso. Aprieto el pedazo de camisa de Mario. A lo mejor sirve de defensa cuando aparezca "eso" que nos asustó.

No sé cuánto tiempo pasa. Los vidrios empañados con mi aliento se van aclarando. Entumecido, trepo a mi lugar.

Pruebo con la llave y el motor arranca sin inconvenientes. El tanque esta lleno de nafta. Pongo la primera, la segunda.

No hay problemas. Igual voy despacio, por si lo veo a Mario, no sólo sobre el camino, sino en todo el campo a la redonda. De vez en cuando toco bocina. Voy a paso de hombre, mirando. Recuerdo la noche de pesadilla. No me explico cómo es que Mario y yo fuimos enemigos a muerte por unas horas. ¿Qué nos hizo cambiar? ¿Qué?

Como ayer, no hay pájaros. Nada sobre la llanura esponjosa y húmeda. Mario es como un pájaro más que no existió nunca. Llego a las afueras de Tostado muy temprano. En la primera fonda pido un café con leche. Pregunto por mi amigo: nadie lo vio.

Por eso es que siempre vuelvo a Tostado. Describo a Mario, muestro el jirón de camisa que le arranqué al final de aquella noche, les cuento a todos que éramos casi como hermanos.

La gente me escucha, sigue su camino y yo me voy.

Pero siempre vuelvo para preguntar por él.

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