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La muerte de Ray Charles |
El mundo es ancho y ajeno |
Una aparentemente noticia más, la muerte del enorme Ray Charles, devolvió al cronista, como lo dijera el Dante en la Divina Comedia “Nel mezzo del camin di nostra vita”, a un estado de melancolía (oh, melancolía) que a la vez le hace retomar esa serie de crónicas escritas cuando se acercaba a la cuarentena y que, estima, serán cabalmente comprendidas por los cuarentones y cuarentonas. |
El
hoy fugaz es tenue y es eterno; Otro
Cielo no esperes, ni otro Infierno. (Jorge Luis Borges, “El instante”) |
...Y
yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando...
escribió de una vez y para siempre (y para nunca) Juan Ramón Jiménez.
La frase, transmutada, podría repetirse decenas, cientos de veces, en los
registros más populares y los más cultos también. Sus
ojos se cerraron y el mundo sigue andando... canta Gardel las palabras
de Alfredo Le Pera, y a la vez Borges las reescribe en el comienzo de
“El Aleph”: La candente mañana
de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía
que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté
que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no
sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí
que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio
era el primero de una serie infinita... Tal vez la mejor definición
la diera el filósofo John Donne y la retomara Ernest Hemingway: Nadie
es una isla completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del
continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de
tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la
casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre
me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente,
nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti... Tal
vez no haya mejor definición. No que la de Donne, sino simplemente tal
vez no la haya, nadie la haya dicho nunca, o todos la hayan expresado
siempre, o sea el tiempo sucesivo el que se encarga de encarnarla a cada
momento en nosotros mismos, medita, melancólico, el cronista, eterno
buscador de palabras, que no encuentra las palabras, y por eso apela a las
ajenas una vez más. Ahora, Beatriz Viterbo es más el nombre de una
editorial rosarina que el de la amada del narrador del cuento de Borges.
Como ya escribiera Cortázar en “Cartas de mamá”: Cada
vez que la portera le entregaba un sobre, a Luis le bastaba reconocer la
minúscula cara familiar de José de San Martín para comprender que otra
vez más habría de franquear el puente. San Martín, Rivadavia, pero esos
nombres eran también imágenes de calles y de cosas, Rivadavia al seis
mil quinientos... Y era, y es, cierto: cada metafórica carta de Mamá
Vida (alter ego de Mamá Muerte)
nos devuelve al pasado, como a Luis, como
un duro rebote de pelota. Facundo
Cabral decía que cuando él nació, todo en el mundo ya era de alguien,
por lo que le quedó la única alternativa de robar. Desde que el cronista
tiene uso de razón se le desplegó —quiere decir, le desplegaron—
nada más ni nada menos que un mundo. Un mapamundi, para ser más
precisos, análogo a aquel mapa que se había propuesto reproducir
Inglaterra de un modo tan fiel que el mapa debía terminar teniendo las
mismas dimensiones de la misma Inglaterra. Pero no tuvo que robarse nada.
Todo estaba allí, ofrecido a su avidez infantil (y luego adolescente, y
después juvenil), y todo tenía su preciso lugar en el mapa. Homero,
Dante, Shakespeare, Cervantes, Bach, Mozart, Beethoven imponían su
presencia desde la muerte, eran pasado irrevocable. Borges, Cortázar, los
Beatles y un negro ciego que se reía y cantaba eran el presente, un
presente construido desde la radio, la televisión, las revistas, cuando aún
no existía Internet y las fronteras eran fronteras que saltar como en las
canciones de Nino Bravo. El mapa parecía inmodificable; es más: debía
serlo, para que de alguna manera la cordura se mantuviese dentro de sus límites. Quizá
la primera noticia de que no sería así se la dio Charly García, hermano
mayor de toda una generación, cuando cantaba y
ahora miro atrás un poco y hace tanto que pasó, y todo lo que yo amaba
ya no es mío y se escapó, y ahora estoy tan confundido, niebla y humo
alrededor, ¿dónde está el sol?, ¿dónde está Dios?, dime quién me lo
robó. ¿Acaso alguien podía robarse el mundo, desdibujar las líneas
del mapa, quitarnos lo que siempre había sido nuestro, y desde nuestra
inocencia, y luego desde nuestra empecinada creencia, habría de estar
siempre allí? Lo supo más cabalmente cuando en Un tal Lucas leyó un breve texto titulado “Burla burlando ya van
seis delante”, el lamento, la elegía de un hombre en un hospital que se
entera de la muerte de Charles Chaplin y reflexiona al final que saldrá,
sí, de ese hospital, pero un poco
menos vivo. En inglés, recollection
alude a una recolección en especial, no la de la siega sino la de los
recuerdos, al acto de evocar, y ese mismo acto implica fatalmente
reconocer que algo ha quedado en el camino, que aquella línea llena,
aquella otra punteada, han sido, para usar el lugar común, borradas del
mapa, y con ellas, también uno mismo, uno que a la vez habita y es el
mapa, y que va dejando, aunque nunca haya escuchado a Eva Perón, jirones
de mi vida. Simultáneamente,
uno (el cronista, por ejemplo) va recorriendo el mapa-mundo y de esa
manera encontrándose con Borges en su departamento de la calle Maipú o
con Ray Bradbury en la Feria del Libro de Buenos Aires. O si de música y
canciones se trata, yendo a recitales de Atahualpa Yupanqui, de Astor
Piazzolla, de Alfredo Zitarrosa como lo más natural del mundo, del mapa,
del mapamundi. Y cuando a los 40 se encuentra con un coetáneo mexicano
que desde Torreón, Coahuila, sólo pudo escuchar grabaciones de ellos,
que nunca sintió la vibración de su presente, de su presencia, y le dice
de su melancolía porque nunca la sentirá, se da cuenta de que ha sido un
privilegiado coleccionista de lo que él mismo llama lunares
en el alma y Tomás Eloy Martínez, tatuajes
en el tiempo. El
cronista, que perdió a su padre a los cinco años pero no lo dejaron
darse cuenta más que en su inconsciente, vivió esa sensación por
primera vez cuando el domingo 12 de febrero de 1984 un locutor lo enteró
de la muerte de aquél que había salido del hospital un poco menos vivo,
y ese día el que murió un poco fue él, que esperaba su regreso a la
Argentina en marzo para pedirle a su maestro, y amigo del aludido, David
Lagmanovich, que le hiciera el puente, el tablón, para conocer a aquel
escritor que había dicho que volvería para conversar con los jóvenes
estudiantes argentinos. Dos años más tarde, el 14 de junio de 1986,
también domingo, otro locutor lo enteró del fallecimiento en Ginebra del
mismísimo Borges, aquél de quien él creía, hasta que le demostraran lo
contrario, que era el Inmortal del cuento homónimo. No pudo reponerse del
golpe: la semana siguiente, en la Biblioteca Pública Municipal (¿dónde,
si no?), se preguntó cómo podía seguir existiendo la Argentina sin
Borges, si secretamente no pasábamos a ser otro país. Para quien las
letras eran su respiración, resultaba demasiado que en menos de dos años
y medio no se pudiera palpitar el nuevo libro de Cortázar o del Viejo, no
caminaran más por Florida, no se esperara una noticia más de ellos. Una
noticia. Tal vez allí estuviera la clave. Pocos años más tarde, el
cronista ingresó a trabajar en la redacción de un diario y desde allí
se convirtió él en el que enteraba desde sus propias palabras a los demás
de las líneas borradas en el mapa de Yupanqui y de Piazzolla o de Fellini
y Kurosawa, notablemente, siempre en domingo. Después, en un ejercicio de
esquizofrenia, regresaba a su casa y era él el informado por la televisión,
y lloraba interminablemente, como chancho, sentado en la cama, frente a la
pantalla, con los informes sobre la muerte de Federico, no ese Federico
español que ya había nacido muerto para él, sino ese Federico italiano
que ascendía a sus cielos de hule. Y si de italianos hablamos, habla el
cronista, sólo unas pocas semanas detrás de ésta, la borrada del mapa
de Nino Manfredi lo llevó a darse cuenta de que con él habían vuelto a
irse Alberto Sordi, Ugo Tognazzi, Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni.
¿Cómo era posible que no quedara uno solo de ellos, que el mundo, que el
mapa, se hubiera despoblado así? Por
eso, cuando el jueves 10 por la noche lo enteraron de la muerte del enorme
Ray Charles, se dio cuenta de que él (él, el cronista) también había
llegado tarde al mapamundi. Él, que el año próximo estará viviendo
quizás en Boston, tal vez en Austin, o en un pueblo encontrado en el
centro de Pennsylvania, que se acercará a donde podría —y el potencial
le duele como un puñal en las carnes— haber cantado ese negro
maravilloso capaz de hacer “Yesterday” mejor que Paul McCartney, la
canción del siglo veinte mejor que su autor, también salió de esa página
de Internet un poco menos vivo.
Pensó entonces en escribir una crónica al respecto, pero se le ocurrió
que sería redundante, cursi e inútil. Se
lo participó en esos términos por e-mail, pero igual le envió un
esbozo, a Jaime, y éste le respondió textualmente: Pocos
como tú: largo y profundo. Me encantó la crónica de tu nostalgia. Si te
fijas, es un poco lo mismo que vengo haciendo en muchos de mis cuentos.
Ando en busca de mi tiempo perdido. Sé que lo importante ya pasó, y que
ahora lo único que me queda durante veinte, treinta o más años, es
recordar y compartir esos recuerdos ora en un correo, ora en un cuento,
ora en un poemilla, ora en una crónica. Creo que deberías escribir esos
textos de tu nostalgia. Tienen buen aroma, reconstruyen un mundo que tus
"lectores modelo" (Eco dixit), es decir, los cuarentones (poco más,
poco menos) disfrutaríamos mucho. Somos una generación que, estoy
seguro, llorará bastante en el futuro. Nos han querido apagar el fragor ideológico en el que
nacimos, la música que oímos, los ídolos que admiramos, pero no lo han
logrado. La mercadotecnia de lo vacuo no ha logrado eliminar de nuestras
memorias la admiración por nuestros iconos, tú sabes cuáles son. Yo
conozco sólo por encimita a The Beatles, nunca me gustó esa música,
pero encontré equivalentes nativos en Víctor Jara, en Zitarrosa, en Óscar
Chávez y en fin, muchos que me alegraron y me dieron algo de conciencia.
Creo que deberías escribir tu nostalgia de aquel tiempo. Seré tu primer
y más entusiasta lector. Y aquí estamos, cuate. |
Ray Charles - The Best Songs Mario Ascione |
© Juan Pablo Neyret
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