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Marlon Brando |
La actuación ha muerto |
“Brando siempre estuvo un paso adelante, pero lo particular de su caminar era que ese paso era siempre a la vez un paso al costado del establishment" |
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El
jueves 1 por la noche, en un hospital de Los Ángeles, se apagaba
definitivamente esa llama cuyo fulgor recorrió el cine contemporáneo y
que llevaba por nombre Marlon Brando. “El mejor actor de la historia”
coincidieron en señalar los medios nacionales e internacionales. Para el
cronista, además de ello, un nuevo lunar en el alma, tatuaje en el
tiempo, que a la vez se adhiere y se diluye como hace menos de un mes, Ray
Charles. “El
mejor actor de la historia”, “el mejor actor de todos los tiempos”.
¿Cómo podemos saberlo? ¿Qué conocemos de los actores que en la Grecia
antigua interpretaban las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides o
las comedias de Aristófanes? ¿Y de aquéllos que en el Globe Theatre
encarnaban a Hamlet, a Otelo, al Rey Lear, a Romeo, a Macbeth, a Próspero,
a...? ¿Y de los que en el siglo dieciocho se ponían en la piel de los
personajes de Molière? Sin embargo, es cierto: ha muerto el mejor actor
de todos los tiempos, de todos nuestros
tiempos, que son la única vara con la que podemos mensurar el universo,
nosotros, que llevamos por esencia ser anacrónicos para poder ser cronológicos. En su Historia social de la literatura y el arte, Arnold Hauser coloca al siglo veinte “Bajo el signo del cine”, tal el título del último capítulo de la obra. Esa reproducción neurótica, ese fusil de repetición de fotografías que parieron los hermanos Lumière en 1895 se diferencia, sin embargo, |
del video —sea éste artístico o comercial—, al decir de Fredric Jameson, por mantener un sentido
aún alejado de la fluencia sin fin de imágenes. Hasta la película más
“posmoderna”, hasta el videoclip de tres horas que es el JFK
de Oliver Stone o los últimos experimentos de David Lynch, guardan el
resto de una sintaxis, una manera de contar (las) cosas. El cine, en su
experiencia embriagadora (la misma que hizo huir de la sala al público
del siglo diecinueve cuando creía que la locomotora de los Lumière se le
venía realmente encima), en su convención artística de verosimilitud
por la que nos dejamos llevar, y reímos, y sufrimos, y lloramos, y
temblamos, y nos metemos en la pantalla como en La
rosa púrpura de El Cairo —tal vez una de las mejores metáforas, si
no la mejor, de lo que representa ver cine en el cine—, posee el
atributo, al decir de Federico Fellini, de ser “más grande que la vida
misma”. Por eso la muerte de Marlon Brando es, en consecuencia, más
grande que la muerte misma. La
importancia de llamarse Marlon
Parecerá que decir esto es una obviedad, una redundancia, o el comienzo de un poema de Juan Gelman, pero los Marlon marlan. Ahora, cabe detenerse un segundo y preguntarse: ¿quién más se llamaba Marlon?, con lo que el plural de la absurda frase del principio queda anulado. ¿Dónde, en qué arcano de las parturientas estadounidenses, quedó oculto ese nombre, que nació con un solo varón? Lo mismo ocurre con Brando. Salvo la película española El amor del capitán Brando, no tenemos noticia de ese apellido en otro rincón del arte o de la historia. Y la combinación “Marlon Brando”, consecuentemente, es una e impar, es decir, icónica. Los habitantes del siglo veinte y de este primer arrabal del veintiuno vivimos asociando ese nombre (no ese nombre y ese apellido, porque los dos formaban un solo Nombre, como cuando Dios dijo Elohim: Yo Soy El Que Soy) a la actuación cinematográfica, la que más veces hemos visto en nuestras vidas y la que las ha tatuado. Sería como decir en la Argentina que Brando era Gardel, pero ocurre que Brando iba, va más allá de las comparaciones: único en su género y especie, en el arte y en la vida, Marlon Brando (o “Marlon Brando”, que lo mismo viene a ser) era, sólo podía ser Marlon Brando. El sólo oír o leer su nombre hizo correr generaciones hacia los cines, los cines-catedral como ya no van quedando o los multicines, como en el caso de la reciente Don Juan de Marco. No importa. En todos, la figura de Marlon Brando se iba agigantando junto con la de su personaje hasta cubrir la sala. Marlon Brando, con o sin comillas, era un sello, ese sello en el pasaporte al abismo de lo sublime, el “EMBLEMA DE JERARQVIA” que coronaba latinamente el alto de la pantalla del cine Ópera, desde cuyo pullman quien esto escribe vio Último tango en París, una de las realizaciones más tediosas de Bernardo Bertolucci, donde, amén de la belleza seudoadolescente de Maria Schneider y la música del Gato Barbieri, una sola cosa valía la película, y esa cosa, deforme ya por el exceso de talento, se llamaba Marlon Brando. Todos
los Brandos el Brando Un
actor es un transformista, y por ello no se lo puede medir con una sola
unidad. Sin embargo, Brando consiguió, sin el vicio tan reiterado en
otros de interpretarse a sí mismo, ser muchos a la vez y también seguir
siendo uno, Proteo moderno que rebasó y rebalsó todas las pautas
establecidas para eso que llaman actuación. Y
también Prometeo, ladrón del fuego sagrado con el que ardió en cada
pantalla. Porque Brando fue hijo del método,
del archisabido método estadounidense, al que, sin embargo, supo
retorcerle el cuello hasta reinventarlo a su medida más que a la de los célebres
directores que lo enfrentaron con sus cámaras. Y frente a esas lentes
Brando fue, pues, múltiple y único, ya desde los cincuentas, desde su
segunda película (eliminaremos por remanida la frase tour
de force), a partir de la cual podemos volver a esa magia impenetrable
de los nombres. Nos referimos, claro, a Un
tranvía llamado deseo, sobre la obra de teatro del magistral
Tennessee Williams y dirigida por Elia Kazan, al tête
a tête con Vivien Leigh/Blanche DuBois, pero ante todo a la
resignificación eterna del nombre Stella gritado a voz en cuello por ese
Stanley Kowalski musculoso y en musculosa, que enseguida, con campera,
gorra de cuero y sentada impecable en Nido
de ratas, marcaría desde su magisterio a quien luego se convertiría
a su vez en el ícono —temprana muerte mediante, sin restarle mérito—
de esa década, James Dean. Y
es que Brando siempre estuvo un paso adelante, pero lo particular de su
caminar era que ese paso era siempre a la vez un paso al costado, a la
banquina del establishment. Y si no, que lo diga quien le arrancó sus
otras actuaciones memorables, ese otro delirante llamado Francis Ford
Coppola. La saga El Padrino, que
se perfila como lo mejor de la historia del cine después de El
ciudadano/Citizen Kane sería inconcebible, valga esta vez sí la
redundancia, sin el Padrino, y ése no fue, no podía ser otro que Brando.
Ese Vito Corleone nacido de la pluma de Mario Puzo pero renacido de los
algodones con que Brando engrosó sus mejillas para adquirir ese rictus
que va más allá de todo calificativo. Lo
mejor de la dupla Coppola-Brando fue, por una parte, la manía del
cineasta de seguir filmando cuando la escena estaba terminada (el puñetazo
al espejo de Martin Sheen en Apocalypse
Now, sobre la cual volveremos) y, por otra, las grotescas peleas que
sostenía con el actor. Así, cuando accidentalmente una actriz deja caer
un guante al final de una toma en The
Godfather, Brando lo recoge e intenta colocárselo en su enorme mano
(infructuosamente, claro), y con ese solo gesto salido de su genio espontáneo
(todo genio es espontáneo, en rigor) le otorga una cuota de humanidad al
gélido y murmurante personaje. Otro cantar es el de la alcohólica y
drogadicta filmación en la selva de Apocalypse Now, basada, como todos sabemos, en En el corazón de las tinieblas. Si algo le faltaba a Coppola, era
que para encarnar al delgadísimo coronel Kurtz de Joseph Conrad, Brando
se le presentara transformado en una genuina vaca, lo que motivó uno de
los intercambios de improperios más excelsos de la historia de los
rodajes. Pero fue sólo hasta que Coppola se resignó primero a que Brando
no adelgazaría y luego, rapado y perdido en medio de la guerra (la de la
ficción, aclaremos), a que Kurtz, el inolvidable Kurtz de la pantalla
grande, no pudiese tener otra forma que la que previamente había asumido
Brando. No
nos detendremos aquí en la obesidad del Brando anciano ni en los casos
policiales en los que se vio envuelta su familia en las últimas décadas.
Por algo era, como todo genio, humano, demasiado humano. Pero sí en dos
detalles que parecen decorativos pero bien que no lo son. Uno, su decisión
de irse a vivir a la Polinesia, Paul Gauguin del siglo veinte que sólo
quería disfrutar de la belleza del paisaje (polinesias incluidas) y de la
paz que no podía darle ese suburbio de Los Ángeles que paradójicamente
lo elevó a la gloria. Otra, el rechazo del Oscar precisamente por El
Padrino, cuando envió a una aborigen más que a recibirlo, a exhibir
la situación de los habitantes originarios de América en el país de la
Conquista del Oeste. Se
puede discutir —de hecho, se discute a cada momento— si Robert DeNiro
o Al Pacino, o Dustin Hoffman, o quien sea, todos ellos enormes actores.
Se puede discutir. Marlon Brando ostenta en su haber precisamente lo
contrario: ser el único actor indiscutible de la historia del séptimo
arte. |
© Juan Pablo Neyret
Marlon Brando - Anécdotas sobre El Padrino Stromboli |
El Padrino Escena Clasica Subtitulada |
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