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Borges y yo |
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Ayer, sábado 14,
se cumplieron diecisiete años del fallecimiento de Jorge Luis Borges. El
editor de estas páginas recuerda aquí las impresiones de sus encuentros
personales con el máximo escritor del siglo veinte y uno de los más
grandes de toda la historia. Lo que sigue es un
acto de amable traición (amable por el amor), y hasta ahí nomás. Agnóstico
como yo, anarquista como yo, Borges supo escribir “Sólo una cosa no
hay: es el olvido” y postular al otro, al mismo, al común olvido como
lo único deseable (y posible). “Espero que el olvido me salve”,
rogaba él, y aquí estoy yo tratando de rescatar su memoria, de extraer
de aquella fuente la imagen de los recuerdos, impresos en la imagen de la
memoria, que alguna vez percibió una imagen de la llamada realidad, para
crear ahora una nueva imagen, que se volcará en palabras, y provocará en
quien lee una imagen más, infinitamente multiplicada en espejos. |
Primera impresión
(1981) Borges había ido a
Canal 8 para grabar una entrevista especial con Ignacio Zuleta y yo lo
esperaba frente al kiosko de Luro e Yrigoyen, acompañado por mi madre
como un pequeño Borges, con la ansiedad de sentir por primera vez el aura
del más grande. Esa noche daría una conferencia en el Auditorium y lo
acompañaban el director de Cultura, Betto Lecuna, y dos integrantes de su
equipo, Carlos Balmaceda y Oscar Barrientos. Con ellos Borges iba, venía,
entraba, salía, comía, hablaba. A mí sólo me quedaba extasiarme un par
de minutos —el camino desde la puerta del canal hasta el coche— ante
su epifanía en mi vida. Y, por supuesto, la puerta se abrió y Borges
salió. Ahí estaba, y nada más. Aunque yo quería, nada más. Aquella
tarde no aprendí a dominar las grandes expectativas para salvarme de los
pobres resultados, pero conocí una de las caras de la decepción. Él ni
se enteró de mi existencia. Segunda impresión
(1981) Entrada del hotel
Hermitage, últimos minutos de aquel día infausto, después del diálogo
en el teatro, esperando su regreso, las pocas cuadras, la compañía de su
hermana Norah. Me animé a saludarlo, a cruzar un par de palabras y a
darle la mano. La mano: blanquísima, casi transparente, liviana y con una
textura similar al polietileno por lo suave. Tiempo después me enteraría
de que a causa de la fragilidad de su tacto Borges no pudo aprender
Braille. Y recién al momento de escribir estas líneas me doy cuanta de
que, en realidad, la primera impresión que guardé de él (porque me
impresionó, y aún me impresiona) fue la de esa mano derecha, la mano de
escribir. Tercera impresión
(1982) Un fin de semana
plagado de calor y de mosquitos en Buenos Aires acompañando a Betto en
una minigira de contactos porteños que incluyó el sexto piso B del
edificio de Maipú 994. La austeridad de la puerta con un pequeño cartel
que simplemente decía (qué otra cosa iba a decir) “Borges”. La
austeridad del comedor, con dos bibliotecas. Fanny, la eterna mucama. El
sofá verde inglés donde se sentó, la camisa blanca prendida hasta el último
botón pero sin corbata, y a sus espaldas un aparato de aire acondicionado
funcionando con tal furor que nunca entendí cómo no cayó muerto de una
pulmonía esa misma tarde. La charla con mi amigo, que me presentó ante
él como un escritor de dieciocho años. (“Yo también, alguna vez, tuve
dieciocho años”, me dijo, cordial. Yo nunca podré replicar que también,
alguna vez, he sido Borges.) El hipertrofiado Toshiba que le acercaba
temeroso de que se diera cuenta de que lo estábamos grabando. La cinta
que debe de tener Betto con una de las últimas voces de Borges previas a
la guerra del Atlántico Sur, a la conflagración entre sus dos países más
amados, al atribulado nacimiento de “Juan López y John Ward”. Cuarta impresión
(1983) Fines de agosto, la
Argentina a un mes y medio de las elecciones luego de siete años de
dictadura, “La Crevette” todavía en la Loma de Stella Maris y en
“La Crevette”, Borges. Yo había ido con mis compañeros de facultad
Adriana Derosa y Fabián Iriarte, luego de haberlo escuchado una vez más
en el Auditorium y visto recibir luego de la conferencia a un grupo de
muchachos ciegos en el backstage
del teatro. Pedimos, rogamos, jodimos, y gracias a Susana López Merino
entramos y subimos a la planta alta, donde nos presentaron. “Neyret...
qué hermoso apellido” paladeó por primera y única vez esa palabra que
soy yo. A Adriana le dijo gentilmente: “Usted debe de ser muy
hermosa”. Cuando quedó libre la silla a su derecha la ocupé y nos
pusimos a hablar de literatura anglosajona e inglesa. Me agradeció que
alguien se le acercase a hablar de otra cosa que política. Lo impuse de
la edición bilingüe del Beowulf de Seix-Barral, que desconocía. Me recitó un pasaje del Lamento
de Déor: “No, no están las vigas ardiendo...”. Con toda intención,
le recordé la estrofa de La Balada del Viejo Marinero, de Coleridge, que él había citado en
dos textos como ejemplo de aliteración. A pocas cuadras del mar, empecé
“The fair breeze blew, the white foam flew...”, Borges se acopló en
el siguiente verso, “The furrow followed free...”, y de viva voz y
marcando los acentos, acabamos juntos: “We were the first that ever
burst / Into that silent sea”. Luego de ponderar la maravilla del poema,
lo primero que me surgió decirle fue: “Borges, no hay como compartir,
¿verdad?”. Asintió, y empezó a hablarme de un pastor, al que había
conocido en Islandia y que en su casa guardaba, colocados sobre estantes,
huesos de animales. Ya habían servido el café amargo, que bebió de un
solo trago. Dirigió la mano hacia el cuello para mostrarme un talismán
islandés que llevaba colgado y que no vi, precisamente, porque en todo
momento la mano me lo tapó. Me habló de enormes libros islandeses que
tenía en su casa y me invitó a verlos cuando viajara a Buenos Aires.
Cuando de pronto un hombre hecho de palabras empezó a recitar números,
instintivamente anoté en el cartón que envolvía mi ejemplar de las Obras
completas lo que resultó ser su teléfono. Al firmarme el libro que
guardo como mi mayor tesoro dijo: “Éste es el único género literario
que me queda: el autógrafo...”. Quinta impresión
(1984) Nuevamente el Hermitage, pero de adentro y, por algún motivo, con sabor a despedida. Rafael Oteriño haciéndome subir hasta la habitación y dejándome solo por primera y última vez con él. Yo había llevado mi ejemplar de The Rime Of The Ancient Mariner (con los grabados de Gustave Doré) y, entre las páginas, una hoja con la transcripción mecanografiada de “To A Skylark”, la “Oda a una alondra”, de John Keats, con la esperanza de leerle. Recuerdo poco de esa charla que, como todas las charlas era un monólogo que todos le consentíamos. Me preguntó si en Mar del Plata seguía existiendo casino y me explicó por qué la banca siempre va a ganar en la ruleta por la existencia del cero. Me contó que estaba preparando una antología de sonetos de la lengua castellana y tuve la mala idea de recitarle el “Soneto para empezar un amor”, de Manuel Alcántara: “Ocurre que el olvido antes de serlo / fue grande amor, dorado cataclismo”, y fue también el primer soneto de la historia hecho de dos versos, cuando Borges me interrumpió para decirme: “Cataclismo... qué fea palabra”. Más valió que él filológicamente historiara que Al-cántara en árabe significa “el puente” y pasásemos a otro tema. Sereno, generoso, amable y firme, sus cuatro virtudes cardinales, me despidió cuando Rafael volvió a buscarme a los veinte minutos. La forma y las dimensiones de la suite me hicieron sentir que me perdía en una suerte de pasillo por el que la imagen de Borges se alejaba, ahora sí, definitivamente. |
© Juan Pablo Neyret
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