Lo moderno no es una cuestión de edad
ensayos de María Negroni y Anne Carson

Los poemas nuevos, aseguró George Steiner, no son más que viejos poemas momentáneamente olvidados.

Mucho antes que él, el poeta Heinrich Heine, creador del movimiento La Joven Alemania, había afirmado que “la literatura es la gran morgue en la que cada uno busca los muertos que ama”.

Estas frases sugieren, por lo menos, tres cosas: que la página en blanco no existe (su faz está siempre llena), que la escritura se alimenta del eterno retorno de lo antiguo, y que nos relaciona en forma directa con aquello que en el ser no es nuestro.

Las musas no serían, en ese sentido, otra cosa que la tradición: una suma de recuerdos culturales, de estratos arcaicos que circulan por debajo de los textos actuales.

La escritura de Anne Carson lo supo desde siempre: no hay progreso en el arte; lo que se busca es siempre la noche originaria. Aclárese que el origen convive con el devenir histórico y no cesa de operar en él, del mismo modo que el embrión continúa actuando en los tejidos del organismo maduro y el niño en la vida psíquica del adulto.

Esta relación atípica que se establece con el propio tiempo, adhiriendo a él a través de un desfasaje, es lo que Giorgio Agamben llamó lo contemporáneo. Obras contemporáneas serían, en su visión, aquellas que trabajan en contra de su propio tiempo para ser después, paradójicamente, su tiempo mismo.

El desafío es grande.

Hay que poder admitir “lo intempestivo”, aceptar esa luz que se aleja infinitamente de nosotros, bajo la forma de un “demasiado pronto” que es también un “demasiado tarde”, de un “ya” que es también un “no aún”.

El texto que sigue —“Desprecios. Un estudio de pérdidas y ganancias en Homero, Moravia y Godard”— no puede ser más pertinente en este sentido.

Carson lo incluyó en Float (2016), un conjunto de 22 textos que ella llama performances, como antes llamó tangos a algunos de sus poemas, donde se ocupa de temas tan dispares como la “indignación gramatical” de Hegel, la impenetrabilidad de la prosa de Gertrude Stein o la “anarquitectura” de Gordon Matta-Clark. Se trata de una serie de artefactos verbales donde la autora lleva hasta el paroxismo su técnica del montaje transgenérico, mezclando el cine con Yves Klein y Lou Reed, la ópera con Yves Klein y Casandra, Homero con Godard, Moravia y Brigitte Bardot. Y donde prueba, si hiciera falta, que nuestras ideas sobre el amor o la muerte, el coraje o la ambición, la injusticia o el desconcierto ante las iniquidades del mundo, no difieren demasiado de las que tenían los griegos de la Hélade. “Lo moderno —escribió en el mismo sentido la crítica francesa Marthe Robert— no es una cuestión de edad.”

La frase recuerda —contra el apuro de las modas— que el arte es y ha sido siempre un palimpsesto (una constante “decreación”, como diría Simone Weil), y que la calidad de una obra suele coincidir con la profundidad de campo de sus referencias.

También recuerda que la literatura es el único lugar donde podemos no ser contemporáneos sino de la humanidad, situarnos en silencio frente a la totalidad del ser.

Nacida en Toronto en 1950, graduada en Filología Clásica, y residente en Nueva York, Carson es uno de los nombres clave de la literatura anglosajona actual.

Con La belleza del marido, subtitulado como “un ensayo ficticio en 29 tangos”, obtuvo el Premio T. S. Eliot de Poesía, concedido por primera vez a una mujer.

                                                                                                                                                                                                                                                                 —María Negroni

***

Desprecios
Un estudio sobre pérdidas y ganancias en Homero, Moravia y Godard

 
“¡Sos un vendido!”, gritó el hombre, luego se levantó y le dio una trompada en la nariz a Mike Kelley. La sala quedó muda. Un guardaespaldas se interpuso. Berlín: inauguración de la instalación Kandors de Mike Kelley en la Jablonka Galerie, noviembre de 2007. Nadie sabía quién era el hombre. Las inauguraciones de arte están llenas de sospechosos.

¿Qué significa ser un vendido hoy en día? ¿Hay alguna diferencia entre vender y venderse? Es una frontera muy fina. A Homero le interesaba esa frontera: la pone a prueba, la cuestiona y juega con ella en su Odisea, al igual que Alberto Moravia en su novela basada en la Odisea (Il Disprezzo, 1954) y Jean-Luc Godard en una película basada en la novela de Moravia (Le Mépris, 1963). Tanto la novela como la película se traducen al inglés como Contempt. Es una palabra dura. ¿Qué resonancia tendría en Homero?

Homero se ganaba la vida como bardo. Los historiadores creen que algunos personajes de la Odisea, literalmente cantan para ganarse la vida, dándonos una idea de lo que pudo haber sido su vida: por ejemplo, Femio, que aparece como poeta profesional en casa de Odiseo. El nombre de Femio significa simplemente “Contador” o “Contador de historias”. Su función es entretener a la compañía en la cena de cada noche inventando historias y canciones. A cambio, recibe alojamiento, comida, bebida y honores. He aquí un pasaje del primer libro de la Odisea en el que el hijo de Odiseo, Telémaco, instruye a Femio sobre cómo complacer a su público:

Sabes que la canción más honrada y alabada entre los hombres
es la que suena totalmente nueva a los oídos de los oyentes.
(1.351-55)

Homero también debió de sentir esa presión —la de idear un poema épico que sonara totalmente nuevo a un público que había adorado su anterior bestseller—. La Ilíada era una historia de guerra como ninguna otra. Así que Homero hizo de la Odisea una epopeya de posguerra. Idealiza la supervivencia en lugar de la muerte y presenta a Odiseo, un héroe para quien la supervivencia carece de sentido a menos que sea beneficiosa. Odiseo es un héroe de la adquisición. Podría haber llegado a casa tras la guerra de Troya en un mes y medio, pero viaja por el mundo durante diez años, solicitando hospitalidad y regalos a todos los que conoce. Hay una extraña escena en la Odisea, libro 19, en la que el propio Odiseo explica este comportamiento a su esposa. En este punto de la historia, Odiseo ha llegado por fin a su hogar en Ítaca y está hablando con su mujer, Penélope. Sigue disfrazado y le cuenta que se ha encontrado recientemente con su marido, Odiseo:

De hecho, tu Odiseo habría llegado a casa mucho antes…
pero le parecía más provechoso
ir a muchas tierras adquiriendo cosas.
Porque Odiseo sabe de ganancias más que el resto de los mortales…
nadie vivo podría rivalizar con él en esto.
(19.283-86)

Penélope no enarca una ceja. Conoce a su marido, conoce el sistema económico en el que participa. Odiseo es un aristócrata propietario de tierras, esposa y esclavos dentro de una economía aristocrática muy controlada, basada en la reciprocidad y el intercambio de regalos. Se trata de una sociedad de nobles que se reparten su riqueza: las fiestas, los favores, los regalos y la hospitalidad mutuos sirven para reafirmar su propio estatus nobiliario. Los aristócratas se esfuerzan por distinguir esta riqueza de clase alta, que es honorable, de la ganancia de los comerciantes o el beneficio comercial, que no lo es. Los aristócratas dan y reciben regalos, no compran ni venden mercancías. La distinción es a la vez física y metafísica. Los regalos no se miden, no se calculan ni se tasan; la ganancia no es lo que cuenta. Para emplear los términos de Marx, una mercancía es un objeto alienable intercambiado entre dos comerciantes mutuamente independientes: su relación es impersonal y termina con la transferencia de los bienes en cuestión. Un regalo es un objeto inalienable intercambiado entre dos agentes que reconocen una dependencia recíproca: de lo que se trata es de endeudarse. Regalo y mercancía representan dos nociones distintas de valor, encarnadas en dos conjuntos diferentes de relaciones sociales. Ambos conjuntos deberían excluirse entre sí. De hecho, histórica y psicológicamente, comparten una frontera muy fina y a veces se solapan, aunque el profundo conservadurismo de una economía del regalo tiende a defender ferozmente esa frontera.

En la dicción de Homero, pues, la riqueza aristocrática —la materia del intercambio de regalos— adopta la forma de un tesoro o keimêlion, palabra griega que procede del verbo keimai, que significa simplemente “yacer, estar situado o estar en un lugar”. El sustantivo keimêlion se define como “algo guardado o atesorado”, por ejemplo, algo que su dueño no necesita utilizar para su supervivencia. El keimêlion en la poesía épica suele ser de bronce, hierro, oro, plata, telas finas o a veces mujeres; estos objetos de tesoro tienen algún uso directo y dan placer estético, pero su verdadera importancia reside en su riqueza simbólica o la riqueza del prestigio. Tienen un valor económico definido y sin embargo están, en cierto sentido, más allá del precio.

Así pues, en teoría, Odiseo no vaga por el mundo durante diez años acumulando cosas por motivos de avaricia o codicia; lleva cosas preciosas a casa para poder guardarlas como tesoro o regalarlas. Sin embargo, como observará cualquier lector sagaz de la Odisea, la propia práctica económica de Odiseo difiere un tanto de esta teoría. Es cierto que habita en un orden económico en el que los parámetros están establecidos y las reglas son claras, pero le gusta poner a prueba esa finísima frontera. Más que ningún otro héroe de la epopeya antigua, Odiseo parece disfrutar jugando con el sistema de intercambio de regalos.

Nada de esa ironía distingue al héroe de la novela de Moravia, Il Disprezzo, ni a la versión cinematográfica de Godard, Le Mépris. Ambos Desprecios cuentan la historia de un escritor que carece totalmente de sentido del humor. Se llama Riccardo. Es contratado por un gran productor de cine estadounidense para que escriba el guión de una película sobre la Odisea de Homero. Riccardo es culto, narcisista y neurótico con el dinero. Ha aceptado el trabajo de guionista porque necesita pagar un departamento que compró para su mujer, pero siente que el trabajo está muy por debajo de él. Se refiere a la escritura de guiones como “un mero parche”, califica a su existencia de “manchada y lisiada” y dice del guión: “ahora tendré que someter a la Odisea a la masacre habitual, reducirla a una película”. Mientras trabaja en esta masacre, su matrimonio se desmorona. Al final de la historia, la mujer de Riccardo se marcha con el productor americano en su auto deportivo y muere en un extraño accidente de tráfico.

Tanto la novela como la película terminan trágicamente. La Odisea de Homero, en cambio, no. Lo que salva a Odiseo de la tragedia es, por un lado, su actitud económica —esa combinación de juego e ironía que Homero resume diciendo que Odiseo es “alguien que sabe de ganancias”— y, por el otro, el hecho de que ama de verdad a su esposa. De hecho, creo que pueden ser las dos caras de la misma moneda. Pero consideremos a las esposas.

La esposa de Riccardo en la novela de Moravia es Emilia, una feliz ex mecanógrafa, que en nada se parece a su marido en educación, intelecto o sensibilidad moral —como él nos recuerda con frecuencia (él es el narrador de la novela)—. En lugar de conversación, Riccardo le dedica largos párrafos de autoanálisis, a los que ella reacciona con una mirada ausente o simplemente abandona la habitación. La trama de la novela gira en torno al misterioso desprecio que Emilia empieza a sentir hacia Riccardo poco después de que éste acepta el trabajo de guionista. Se muestra fría, decide que duerman en habitaciones separadas y, tras nueve capítulos de incesante interrogatorio, admite que ya no lo quiere, que en realidad lo detesta. Él analiza esto durante el resto del libro. Al final decide que la ofendió la primera vez que fueron a cenar con el productor al dejar que éste la llevara al restaurante en su auto deportivo mientras él, Riccardo, los seguía en un  taxi. Emilia debió de suponer, razona, que su propio marido la estaba prostituyendo ante el americano como parte de su contrato de guionista. Como si Odiseo hubiera vuelto a casa y hubiera dicho a los pretendientes que hicieran lo que quisieran con Penélope. No está claro si debemos creer o no esta explicación del desprecio de Emilia. Es sólo una de las hipótesis que plantea Riccardo, y Emilia está de acuerdo con cada una de ellas. Sus motivos, sus verdaderos deseos, sus profundidades psíquicas permanecen opacas para el lector hasta el final de la novela. Según Riccardo, ella es una persona totalmente indiferente al autoconocimiento. Del accidente que acaba con su vida, Riccardo dice: “Murió sin saberlo”.

Esta persona inescrutable es interpretada en la película de Godard por Brigitte Bardot, una elección de casting que cambió ciertos cocientes de la historia y la producción. Bardot resultó ser (Proust describe así a su personaje Odette) “un halo de problemas”. No sólo porque era rubia (la Emilia de la novela es morena), sino porque costaba cinco millones de francos, la seguían paparazzi por todas partes, la custodiaban guardaespaldas, y representaba para la Francia de ese momento una definición consumada de lo femenino, Brigitte Bardot desvirtuó la historia, al tiempo que garantizó su éxito de taquilla. Godard necesitaba un éxito de taquilla. Sus dos últimas películas habían sido un fracaso y nadie podía decir por entonces hacia dónde se dirigía la Nueva Ola francesa. A Godard no le gustaba que se dirigiera a Hollywood y a los valores de producción de Hollywood, pero cuando se enfrentó a Brigitte Bardot, asumió todas las complejidades y compromisos de una película de gran presupuesto. Tuvo que cambiar sus métodos y ceder autoridad a un productor estadounidense llamado Joe Levine. Su situación era extrañamente análoga a la del pobre Riccardo de la novela de Moravia: Oscar Wilde habría admirado el modo en que el arte usurpó el lugar de la vida en este caso. Pero, ¿no fue también Wilde quien dijo: “La única manera de librarse de la tentación es ceder a ella”? Godard cedió tan completamente a la tentación del cinemascope que, al hacer su película,  la transformó en un espectáculo de compromiso. Más allá de las objeciones éticas que puedan hacerse a la novela, el film Le Mépris celebra su propia venta con un espíritu de astucia autocomplaciente que enorgullecería a Odiseo. Godard es un hombre que sabe de ganancias. Es un artista capaz de crear, a partir del tema de la ganancia, un imaginario épico. Y cuando coloca a Brigitte Bardot en el centro del filme, es consciente de su acceso a otro nivel económico.

Pero volvamos por un momento a Odiseo y a la cuestión de cantar para cenar. Las mejores cenas de Odiseo en la Odisea son las tienen lugar en la isla de Calipso, en el Libro 5. Calipso es una diosa menor que vive en su isla. Calipso es una diosa menor que se enamora de Odiseo y lo retiene durante varios años en contra de su voluntad. Odiseo está fascinado durante la primera semana, aburrido durante la segunda y, poco a poco, sumido en una especie de desesperación que podría calificarse de económica, si tomamos en cuenta que Homero la enmarca en cuestiones de oferta y demanda. La isla de Calipso es mágica, satisface todas las necesidades de comida, bebida, ropa, sexo, compañía o conversación. Él sólo tiene que ofrecer su yo como moneda. Todo su ser. Calipso quiere a Odiseo en cuerpo y alma. Quiere todo de él —físico, emocional, moral y verbal—, quiere la obra de arte que él ha hecho de su propio ser humano. Y lo quiere para siempre: promete inmortalizarlo. Cuando él rechaza la transacción, ella queda desconcertada. ¿Por qué abandonaría alguien un paraíso de consumo en el que podría vivir eternamente con una divinidad deslumbrante? La respuesta de Odiseo es: “Sé que eres una diosa y que eres más grande y más hermosa que mi esposa, porque eres inmortal y no tienes edad, mientras que ella es una simple mortal. Sin embargo, prefiero a Penélope. Y lo que anhelo es el día de mi regreso”. La respuesta de Odiseo establece un cálculo. Compara los infinitos días y los infinitos placeres de Calipso con el único día de su regreso a casa y los mortales atractivos de su esposa. El infinito sale perdiendo.

Ni Odiseo ni Homero nos dicen nunca exactamente de qué carece el infinito, es decir, no tenemos una descripción objetiva de Penélope. No sabemos si es morena o rubia. Odiseo no detalla en ninguna parte las cualidades que la hacen más deseable que a una diosa. Lo que queda claro en las etapas finales del poema, cuando marido y mujer se involucran en la llamada “escena de reconocimiento” que se extiende desde el libro 17 (donde Odiseo aparece disfrazado en casa de Penélope) hasta el libro 23 (cuando ella cae llorando en sus brazos y lo llama por su nombre), es que estos dos son el uno para el otro, tanto en ingenio como en ambigüedad. A ella la vemos, a lo largo de esos seis libros, seducirlo con la simple táctica de no dejarle saber nunca lo que está pensando. En una serie de tentadoras interacciones —ella le ofrece ropa, comida, un baño, una cama en el patio y varias conversaciones profundas— sin que nunca sepamos si lo ha reconocido o no. Los eruditos todavía no se han puesto de acuerdo sobre cuál es el momento del poema en que ella decide que Odiseo es Odiseo y debe darle la bienvenida a casa. El poder de Penélope es el poder del significado retenido. Así también Emilia, la esposa de la novela de Moravia, le parece a su marido, Riccardo, un conmovedor lugar de ambigüedad. No puede asirla. Como es “sólo una mecanógrafa”, lo atribuye a que está mal educada, corrompida o (como él dice) “inconsciente” de su propia vida interior. Nunca descubrimos si esto es cierto; el carácter de Emilia siempre está fuera de foco, desde de la lente exasperada de Riccardo. Por momentos se vuelve tan inasible que se desmorona ante sus ojos. Así describe Riccardo cómo cambia su rostro cuando discuten:

Me miró… Noté entonces una peculiaridad que ya conocía; su bello, oscuro y sereno rostro, tan armonioso, tan simétrico, tan compacto, sufría, a pesar de la irresolución que hendía su mente, un proceso casi, por así decirlo, de decadencia: una mejilla parecía haber adelgazado (pero no la otra), su boca ya no estaba exactamente en el centro de su rostro, sus ojos, desconcertados y sombríos, parecían desintegrarse dentro de sus órbitas como dentro de un círculo de cera oscura…

Cuando lo leí por primera vez, este pasaje me pareció horripilante y Riccardo un tipo bastante raro. Pero, pensándolo mejor, se me ocurrió que él y su actitud habrían sido perfectamente coherentes en la Grecia homérica. Grecia no era sólo una cultura patriarcal, sino también ginefóbica, cuyas pesadillas solían fantasear con la mujer como un contenido sin forma. Existen abundantes pruebas antiguas, procedentes de escritos médicos, filosóficos y jurídicos, así como de la literatura, de que la mujer era considerada una criatura con límites inestables, sin suficiente poder para controlarlos. La deformación es su marca. Se hincha, se encoge, gotea, se perfora, se desintegra. Pensar en el ciclo vital femenino, con sus sangres, sus penetraciones, sus embarazos, sus cambios de forma. Pensar en los monstruos de la mitología griega, que en su mayoría son mujeres con límites desquiciados, como Escila, Medusa, las Sirenas, las Arpías, las Amazonas, la Esfinge. El autocontrol es una virtud —física, mental y moral— que, en opinión de los antiguos, de la que las mujeres carecen. Para alcanzar forma o consistencia, la hembra debe someterse a la regulación y articulación del varón.

Por eso no es de extrañar que ni siquiera la muerte acabe con la incoherencia de Emilia. La novela de Moravia tiene un desenlace muy extraño en el que, inmediatamente después del accidente de tráfico que acaba con su vida, la esposa se le aparece de nuevo al marido como un fantasma, mantiene con él una larga conversación, y finalmente se evapora. Después, él no puede decidir si esto sucedió realmente. Dice:

Así que en la muerte como en la vida no había verdadera conformidad. Y nunca sabría si ella era un fantasma o una alucinación o un sueño o tal vez alguna otra ilusión. La ambigüedad que había envenenado nuestra relación en vida continuó incluso después de su muerte.

A diferencia de Odiseo, que se enamora de su esposa por segunda vez porque es perfectamente incognoscible, y de quien podría decirse que abandona a una diosa porque encuentra en la mortalidad de Penélope el afrodisíaco definitivo, Riccardo siente resentimiento y envidia frente a Emilia tanto por su muerte como por su falta de forma. Pero en el último párrafo de la novela se le ocurre un curso de acción plausible. Escribirá su historia, escribirá de hecho esta misma novela. Capturará el halo problemático de Emilia dentro de las medidas de su prosa. Después de todo, ella no es incontenible —él puede contenerla en sus frases. Ella no está más allá del precio —él la convierte en parte de su propia transacción con la inmortalidad poética. Él la vende.

Cuando Jean-Luc Godard se propuso repetir esta transacción y capturar a esta mujer fantasmal en su película El Desprecio, le resultó difícil. En una entrevista de 1963, Godard explica por qué no consiguió transformar a Brigitte Bardot en la Emilia de la novela de Moravia. “Bardot —dice— es un bloque. Hay que tomarla como un bloque, toda entera, por eso es interesante”. Interesante es la palabra clave. He leído la novela de Moravia cuatro veces y no puedo arreglármelas para encontrar interesante a Emilia. Tal vez ha sido la intención de Moravia hacer que la interpretación de la mujer que hace Riccardo la aplaste como una moneda atropellada por el tráfico. Mientras que en la película, cuando el bloque Bardot se apodera del personaje, su ambigüedad se amplifica para desarrollar una profundidad, una individualidad, una carnalidad que nunca alcanza en el libro. No es realmente Emilia, es diferente y más. Tiene además algo importante en común con la esposa de Odiseo: al igual que Penélope, Bardot es un secreto. Sigue siendo un secreto. No puedo analizar esto. Daré un ejemplo de cómo funciona en la película —de cómo ella y Godard colaboran para que eso funcione, para mantener su secreto.

Había una cuestión crítica de ganancias involucradas. Oscar Wilde de nuevo: “Tanto la moral como el arte requieren que se trace una línea en algún lugar” [1]  Cuando rodó la película, Godard había trazado una línea en el cuerpo de Bardot; no lo explotó. Hay una escena en la bañera, pero en ella aparece tumbada con un libro muy voluminoso de crítica cinematográfica (sobre Fritz Lang) que oculta sus partes íntimas. Cuando el productor estadounidense Joe Levine vio el primer corte de El desprecio, se volvió loco. Se sintió engañado y exigió desnudos. Estaba decidido a sacar sus cinco millones de francos de ese cuerpo. Godard añadió una escena al principio de la película, antes de los créditos. Muestra a una Bardot desnuda tumbada en una cama con un hombre a su lado. Están hablando. Ella le pregunta si le gusta su cuerpo. Detalla cada parte de su cuerpo. “¿Te gustan los dedos de mis pies? ¿Te gustan mis rodillas? ¿Te gusta mi culo?”, le pregunta. “¿Qué te gusta más, mis dedos del pie derecho o del izquierdo? ¿Mi rodilla derecha o mi rodilla izquierda? ¿Mis pechos o mis pezones?”. Mientras tanto, la cámara recorre su cuerpo, deteniéndose sobre todo en su culo. El hombre responde solemnemente a cada una de sus preguntas y finalmente dice: “Te amo totalmente, tiernamente, trágicamente”. A lo que Bardot, con majestuosa ambigüedad, responde: “Yo también” y la escena termina.

Bardot interpreta esta escena sin ningún desprecio. Sus gestos son sencillos, transparentes; su tono de voz, tranquilo y banal; su actitud, inocente como el agua. Y de alguna manera, desde el centro puro de esta exposición total e impuesta de sí misma, desaparece. Incluso cuando se pone a la venta, dedo a dedo y pezón a pezón —ante el juicio masculino, ante la cámara de Godard, ante la mirada del espectador—, elude la transacción. Se convierte en algo exorbitante, como debe ser un secreto. Como debe ser un regalo. Nunca podríamos pagarla.

Y a partir de ese momento es la suave dueña de cada escena. Con mucho, mi táctica favorita es el gesto de envoltura. Creo que hay tres momentos en la película en los que Bardot se pone un bata. En cada uno de los casos, se encoge de hombros, se ciñe el cinturón alrededor de la cintura, lo aprieta con ambas manos y abandona la escena. Es estupendo. Se envuelve y se va. Gana. Cada vez que hace esto, gana la película. ¿Eres algo innatamente ilimitado? le pregunta el film a Bardot y ella, en lugar de responder, se envuelve en lo ilimitado y se va.

Brigitte Bardot es la heroína de esta epopeya. Por fin es ella la que sabe de ganancias. Desde el primer plano, se presenta como un keimêlion, como un tesoro guardado, y parece capaz de retener e imponernos la sensación de que este keimêlion es exorbitante, un regalo sin precio. Como Odiseo, tiene el poder de poseerlo o de regalarlo. Y en colaboración con Godard consigue hacernos creer que la ganancia, para quien la conoce, puede tener un rostro trascendente o al menos un culo trascendente.

Versión al español de María Negroni y Federico Barea.

Bibliografía

Bersani, L. y Dutoit, U. Forming Couples: Godard’s Contempt. Oxford: Legenda, 2003.
Dougherty, C. The Raft of Odysseus: The Ethnographic Imagination of Homer’s Odyssey. Oxford: Oxford University Press, 2001.
Finley, M. The World of Odysseus. Nueva York: New York Review Books, rev. 1977.
MacCabe, C. Godard: A Portrait of the Artist at Seventy. Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2004.
Moravia, A. Il Disprezzo. Milán: Bompiani, 1954.
__________Contempt (trad. de Angus Davidson). Nueva York: New York Review Books, 1999.
Mussman, T. (ed.). Jean-Luc Godard: A Critical Anthology. Nueva York: E.P. Dutton, 1968.

Nota:

[1] En realidad fue G. K. Chesterton el autor de la frase, pero cuando escribí el ensayo, pensé que había sido Wilde y vaya que hubiera querido que así fuera.

María Negroni y Anne Carson

María Negroni/ Rosario, Argentina, 1951. Poeta, narradora, ensayista, traductora y académica. Ha sido galardonada con el Premio PEN al mejor libro en traducción por Islandia y con la Beca Guggenheim, entre otras distinciones. En La palabra insumisa, volumen publicado en 2021 por la Dirección de Literatura y Fomento a la Lectura de la UNAM, puede hallarse una selección personal de sus ensayos sobre poesía. El corazón del daño (2021) y La idea natural (2024) son sus títulos más recientes.

Anne Carson/ Toronto, Canadá, 1950. Es una poeta canadiense en lengua inglesa. Además, es ensayista, traductora y profesora de literatura clásica y comparada. Algunos de sus libros traducidos al español son Nox (2010, traducción de Jeannette L. Clariond), Autobiografía de rojo (2008, traducción de Tedi López Mills), La belleza del marido (2003, traducción de Ana María Becciu) y Albertine (2016, traducción de Jorge Esquinca). Entre sus múltiples reconocimientos destacan el T. S. Eliot Prize for Poetry (2001), el Griffin Poetry Prize (2001 y 2014), el Premio Princesa de Asturias de Las Letras (2020) y el Governor General’s Award (2020).

ensayos de María Negroni y Anne Carson

 

Publicado, originalmente, en Periódico de Poesía  | Ensayos, Traducciones  25 noviembre, 2024

Link del texto: https://periodicodepoesia.unam.mx/texto/lo-moderno-no-es-una-cuestion-de-edad/

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