Pedro
terminó su secundario y cuando iba a iniciar la carrera de
contador, García mayor estiró la pata. Sin decir agua va,
una mañana lo encontraron en la cama, redondo y obeso como
era, sin respiración. Y el hijo debió abandonar sus sueños
universitarios para hacerse cargo de ese almacén que era más
una institución barrial que un negocio redituable. Total,
García hijo era casi tan bruto como García padre.
Con el
tiempo van cayendo los soldados y cuando parecía que el
destino de García eran las botellas de Campari y las fetas
de cocido, conoció a chinita de buena cama y patas sucias,
paraguayita. Le dio tres pibes mestizos, como no podía ser
de otra forma. Y armaron con material en el fondo del
negocio, algo parecido a una vivienda digna.
Una mañana
a Pedro le cayeron todas las fichas juntas. Despertó y
anunció:
“- Juana,
en un mes me voy a España, tengo que visitar la tierra de
mis padres”.
Ella,
callada como era, sólo atinó a preguntar por cuánto tiempo,
recibiendo por toda respuesta los hombros de él que se
alzaban.
Un tres de
febrero salió su avión rumbo a Madrid y cuando se quiso dar
cuenta se encontró mirando el Monumento a Cervantes, cerca
de la Plaza de Oriente. No sabía cómo, pero descubrió que 40
años de incultura, por esos extraños atavismos genéticos
pueden deshacerse de un plumazo. No sólo recorría Madrid
como si hubiese vivido allí toda la vida, sino que munido de
un escueto planito supo descubrir todas y cada una de las
maravillas que le planteó la ciudad al paso. Iba a quedarse
una semana y pasados los 15 días se dio cuenta que no tenía
ningún apuro por irse de allí.
La casa de
Lope de Vega, a la vuelta el Monasterio de las Descalzas
Reales – donde las princesas se hacían monjas si no se
casaban – y la Catedral de la Almudena le ocupaban toda una
tarde. Preguntando y hablando con la gente, al poco tiempo
parecía haber nacido allí. Comió el pulpo a la gallega más
delicioso del mundo frente al gigantesco Palacio del Correo,
y enfrente estuvo como media hora con cara de bobo
contemplando la Fuente de las Cibeles.
Fue al
Palacio Real donde amagó con sentarse en el trono con forma
de león enteramente hecho de oro, para darse cuenta que los
guardias reales son elegidos por su porte, y también por su
fuerza. Estuvo un día entero, desde la mañana temprano hasta
la noche en el Museo del Prado, mirando al menos una hora a
las majas desnudas y vestidas de Goya. Lloró sin saber
porque en el Museo Reina Sofía cuando de repente lo golpeó
como una maza en el pecho el gigante Guernica que ocupaba
una pared entera. Un guía turístico le tuvo que explicar las
razones de su llanto.
Caminó
descalzo y porque sí – al guardia que le preguntó le dijo
que lo mataban los zapatos – frente a la estatua a Carlos
Tercero, en Plena Plaza Mayor, y tomó el mejor café de su
vida en un cuchitril en la Puerta al Sol.
Compró
infinidad de baratijas de todos los tamaños y colores en El
Rastro, se topó con un tipo del cual se hizo amigo que lo
invitó a subir a su “apartamento” y días después se enteró
que era nada más y nada menos que Sabina.
En el
Museo del Jamón estuvo eternidades paladeando cada queso
manchego y jamón granadino, y cerca de la Plaza de Oriente
encontró un restaurante asturiano donde le sirvieron de
postre los mejores “frizuelos” que hubiera probado en su
vida. Compró discos que nunca escucharía en el Corte Inglés
y hasta dedicó toda una tarde a una excursión a Toledo donde
se quedó de una pieza al ver que el altar entero de la
catedral estaba recamado en oro puro. Y lo que es peor, ¡que
nadie se lo afanaba! Allí en Toledo se compró la colección
de espadas, espadines, mosquetes, cuchillos y toda la sarta
de cosas que pueden comprar los euros de un almacenero con
plata y sin idea, al que todos los vendedores seguían detrás
para “hacerse el agosto”.
Descubrió
demasiado tarde que los españoles a las calles no les llaman
calles sino aceras y que las distancias no las miden en
metros o kilómetros, sino en tiempo. “Tantos minutos para
llegar allá, tantos para acá”, cosa que lo dejó pasmado.
Una mañana
se fue a Atocha, quería comprar un billete para Vigo y se
entretuvo tomando un café. Descubrió que la estación estaba
totalmente calefaccionada y que además tenía un estanque
tropical repleto de tortugas marinas. Lo primero que se le
vino a la mente fue: “Ponés esto en Constitución y los
negros a los diez minutos se los morfan en panes a los
bichos”. Y estaba en esos menesteres de dilettante, sin
neuronas que distraer, aunque mirando todo, cuando descubrió
un puesto donde decía “Le decimos su linaje y hasta le
vendemos su escudo de armas”. Recordó lo que tantas veces le
dijo su madre – que Sainz de la Maza y que la mar en coche –
y se acercó. Dictó el apellido y esperó tras el mostrador.
La chica amablemente tipeó las palabras y cuando observó la
pantalla levantó la mirada entre pasmada y admirada. Le
dijo:
“- Señor,
Ud. tiene realmente sangre real. Es descendiente de los
barones de Santander, nada menos que de los Sainz de la
Maza. ¿Le imprimo su certificado?”, a lo que obviamente
Pedro con mirada vacuna asintió.
Luego ella
le preguntó si quería su escudo de armas. Ante la negativa
de él se escuchó entre dientes, “mucha nobleza pero qué
avaricia”. Tomó los papeles y enfiló para la salida,
contento y pensando que si su madre viviera le habría dicho
“viste, nene, que yo tenía razón”.
Un
llamado, cinco trajes negros, un gran auto con vidrios
polarizados y al llegar a la esquina Pedro estaba siendo
introducido por la fuerza al móvil. Le pusieron una capucha
y pese a sus desesperados intentos de preguntar qué pasaba,
no tuvo respuesta ni golpes. Nada. Sólo fuerza
inmovilizadora por al menos cinco horas. Al llegar a lo que
creyó era un camino de piedra, el auto se detuvo, salió la
capucha, se abrió la puerta y una cohorte de lo que Pedro
supuso eran sirvientes estaban haciendo fila a ambos lados
hasta llegar a la fachada de una palacio de cristal y piedra
que él jamás había visto en su vida.
El que
supuso era el mayordomo mayor lo puso sobre autos: Él, Pedro
García ya no era más Pedro García sino Pedro Miguel de Jesús
del Sacramento Sainz de la Maza, Conde de Calatrava y Barón
de Santander. Y el último noble de la casa había muerto
hacía seis meses, así que era su deber quedarse allí. No
televisión, no Internet, no teléfonos. Si caballos, si lagos
de delicias, si toda la comida que quisiera, seda, trajes,
vinos de la más alta especie, todo eso, sí. No más familia,
no más mujer e hijos.
Él les
preguntó si podía negarse a lo que los amanuenses negaron
con la cabeza. Le dijeron: “España no se puede dar el lujo
de perder nobleza. Ud. es el último descendiente vivo de los
Sainz de la Maza”. Inquirió sobre la suerte de su familia a
lo que respondieron que recibirían mes a mes una cuantiosa
suma de billetes, generación tras generación. Preguntó si
podía tener algún tipo de vida social a lo que le
respondieron nuevamente que no, que al pueblo les bastaba
con saber que había alguien en la casa real de Calatrava.
Que su actividad se limitaría simplemente a cabalgar, jugar
tenis, nadar, leer o lo que quisiera con el personal, pero
que de ahora en más sería una especie de “prisionero con
muchos privilegios, pero prisionero al fin y al cabo”.
Pedro se
quedó largo rato mirando a esas gentes extrañas, con acentos
extraños y con rostros extraños. Ladeó la cabeza de un lado
al otro. Luego dijo simplemente: “Está bien”. Se descalzó y
mientras subía quedamente la interminable escalera de mármol
de Carrara, iba pensando para sus adentros “¡¡¡Pero que
brutos que son estos gallegos!!!! ¡¡¡Qué brutos!!!