Hasta que
un día vino Tito, su viejo amigo de la infancia con ese
reloj. Era un reloj de péndulo hermoso, color madera vieja,
todo trabajado. Tenía más de ochenta años. Incluso había
pegado en el piso del mismo un certificado del “Trust Joyero
Relojero” de Corrientes y 9 de Julio, que rezaba: “Hecho en
el Trust Joyero Relojero el 12 de marzo de
1935”. El bello aparato era precioso y sus
campanadas sonaban solemnes, antiguas. Recordaban viejos
patios, añejos olores, bares nostálgicos. Y Alberto se lo
compró al instante, y por tan sólo 200 dólares, porque Tito
andaba medio apretado de guita.
Y así
Alberto sumó un hijo más a su pequeña y preciada colección:
el reloj. Lo lustraba, le daba cuerda, llamaba una vez por
semana al 113 para saber la hora oficial y lo ajustaba como
un artesano. Llegó al colmo de pedirles a sus padres que
cuando los cinco se fueran de vacaciones, se hicieran una
pasadita una vez por semana para que “si se acordaban” le
dieran cuerda al reloj.
La cosa es
que el antiguo artefacto, durante dos años, presidió cenas
familiares, cumpleaños, bautismos, primeras comuniones y
cualesquiera otros eventos que sucedieran en la casa. Hasta
que un día Alberto al darle cuerda, imperceptiblemente, lo
movió y al sacarlo de su equilibrio lógico a la mañana
siguiente estaba parado. Fue verlo así, herido, y salir
despedido del sillón familiar para recomponerlo. Sin embargo
esa noche a la hija del medio le agarró un broncoespasmo que
la tuvo internada dos días.
Ya la
segunda no lo agarró descuidado. Había tenido una semana
llena de trabajo e increíblemente se olvidó de darle cuerda
a su querido amigo. Como consecuencia de ello el reloj
volvió a decir basta y al mediodía lo llamaron al trabajo
para avisarle que su hijo del medio se había quebrado el
brazo jugando al fútbol.
A partir
de entonces se instaló en la conciencia de Alberto que la
suerte de su familia estaba ineludiblemente ligada a la de
la preciada antigualla. Y se dijo que mientras él estuviera
vivo no lo agarraría desprevenido nunca más. De noche los
besos, las tapadas, las llaves, las ventanas, los libros,
los abrazos con Silvia. Todo eso, sí. Pero también revisar
que nada del maravilloso reloj funcionara mal.
Hasta que
se tuvo que ir por quince días de trabajo a San Pablo. Como
cada vez que se iba, dejaba precisas instrucciones a su
esposa sobre la marcha de la casa. Y a su hijo varón las
recomendaciones de cómo ser el hombre de la familia en su
ausencia. Finalmente le dijo a Silvia: “Ah! Y no te olvides
por nada del mundo de darle cuerda al reloj todos los
sábados. Son siete vueltas ¿si?” a lo que ella asintió con
mesurada paciencia.
Lo que no
tuvo en cuenta Alberto fue que justo ésa era la
recomendación que Silvia jamás iba a seguir. Él llamaba
todos los días a su casa y a veces entre reunión y reunión.
Luego de dos domingos lo pasó a buscar la familia por Ezeiza
y entre abrazos y besos fueron todos juntos a celebrar en
reencuentro a La Robla del centro, pues no hay nada más
satisfactorio para el alma que reencontrarse entre mariscos
y vino blanco.
A la
noche, apasionados besos, y sobre las doce toda la familia
se durmió. A las ocho y treinta y siete el reloj detuvo su
marcha.
Cuando
llegó el doctor ya no había nada que hacer. Era un tipo
joven dijo el médico pero no me explicó qué le pasó. Se le
paró el corazón, así sin más les dijo. Y la mujer y los
hijos entre llantos y gritos desesperados le explicaban que
no fumaba, que hacía ejercicio, que no tenía antecedentes
cardíacos en la familia. Nada.
Cuando el
facultativo se dirigió al living para dar el parte de
defunción a la prepaga, a la policía y al seguro, mientras
apoyaba el celular en su oído levantó la vista y lo vio. Y
pensó: “Hermoso reloj. Lástima que esté parado”