A todos nos quedó el vicio. Que se fue acrecentando con los
años, las cuentas impagas y los embarazos. Estaban los que
fumaban Imparciales, que te partían el pecho, y los soretes
de a Chesterfield. A mí se me dio por los Kent, que
compartía invariablemente con Lucho. Y Tito Pajarito empezó
con los “Particulares”, negros, duros, al principio sin
filtro. Después se pasó a los “Parissiennes”, pero él era de
los negros. Era como Ford o Chivo. El se embarcaba en los
puchos de macho, aunque a la noche escupiera mierda.
Sobre los cuarenta y pico empezaron los chequeos médicos y
en forma incipiente esta jodida manera que tiene la
globalización de decirnos que no a los placeres. Primero,
nos echaron del Británico, después de los “36 Billares”,
luego de “La Academia”. No nos quedaba más remedio que
puchear en el Tortoni, y eso cuando el salón fumador estaba
abierto. Sino nos limitábamos a caminar por Avenida de Mayo,
fasear hasta el final y arrojar la colilla con dos dedos, a
lo malevo.
Tiempo más tarde el Califa ya no podía jugar al tenis,
Huevito no rendía con la jermu como antes, la cosa es que
lenta e imperceptiblemente fueron cayendo los soldados. Como
en una guerra química. Ni un balazo. Sobre los cincuenta y
pico sólo Tito Pajarito y yo seguíamos dale que va con el
cigarrillo. El resto había dejado.
Al tiempo le detectaron un enfisema al Tano Brandán. Dos
meses y a mirar los rabanitos de abajo en la Chacarita. Y lo
mismo con otros tres de la barra. Ya le decían “EPOC”,
neumonía, pulmonía, insuficiencia respiratoria y no sé qué
cosas más. Llegaba la parca en forma de “papa” y no dejaba
títere con cabeza. Cáncer de pulmón, del duro y jodido y a
la mierda. Fuiste nene. Y eso que hacía años que los cinco
habían dejado, pero no había caso.
Quedamos Tito Pajarito y yo. Yo dejé cerca de los 65, él
resistió un par de años más. Justo él que decía que la
abuela había fumado hasta los 96 como una chimenea. Que los
viejos fumaban como escuerzos y que no registraba un solo
caso de cáncer de pulmón en toda su familia.
La cosa es que ya sea por cagazo o presión social – lo mismo
daba – Tito también dejó. Justo él que decía que era más
fácil que se le cayera un piano en la cabeza y lo matase,
que el pucho lo jodiese. Se lo debo haber escuchado como 100
veces. Me llamaba y decía “Vicente, es más fácil que me haga
mierda un piano que el pucho me joda, andá a cagar”. Y
andaba con esa muletilla por la vida como una verdad de fe,
como esos mormones que te hinchan los huevos a la hora de la
siesta, justo en el medio del polvo – capaz que el único del
mes – con la patrona.
El tema es que la cosa no estaba para joda. En 7 años se nos
habían caído cinco, se habían partido los pulmones como dos
carbones. Cinco muertos de cáncer de pulmón. Cinco muertos
como perros, sin aire y pidiendo a los gritos ese último
Marlboro.
Tito y yo seguíamos, extrañando a los muchachos, entre
parches de nicotina, chicles y fasos apagados en la mano que
llevábamos orgullosos como estandartes de la última
resistencia pasiva, como los Ghandis del puto aire puro. Nos
encontrábamos con alguien que fumaba y ahí íbamos los dos
viejos a olisquear como perros un hueso. Nos mataba ese olor
delicioso del humo. Tito le agarraba el paquete con fasos al
punto y le olfateaba hasta el último, como si fuera Chanel
Nº 5.
Y la vejez nos encontró en madrugadas, con un cuartito de
vino, sin poder acompañarlo con una simple colilla. Éramos
dos parias, dos mendigos de vicio en la tierra de los
vicios.
Hace una semana me llamó por teléfono y me contó su
indeclinable decisión:
“– Mirá, Vicente, ya tenemos como 80 pirulos. Si no me mató
hasta ahora, no me mata más. Y si me jode, al menos muero
feliz, nene. Total para lo que nos queda. Mañana de mañana
voy al kiosco de la esquina de casa y me fumo un paquete
entero de paruchos. Si señor. Te lo juro”
Yo le contesté que hiciera lo que quisiera, que ya era
grande y boludo y que tal vez yo también hacía lo mismo,
total el último chequeo que me había hecho en PAMI me había
salido como a un pendejo de veinte.
No me enteré de lo que pasó hasta bien entrada la noche.
Pero cuando me lo contaron no lo pude creer. Estuve como un
mes sin dormir y es el día de hoy que me levanto con
pesadillas.
El kiosco de cigarrillos de Tito estaba en la esquina, a una
cuadra de la casa de él. A mitad de la calle donde él vivía
había un edificio señorial, antiguo, de cerca de 10 pisos,
con escaleras de mármol y esas cosas.
El tema que justo en el momento en que Tito pasaba por allí,
cuatro obreros estaban tratando de subir un piano al séptimo
piso, pero por afuera, por los balcones, porque por la
escalera no pasaba ni a ganchos.
A uno de ellos, no sabe cómo, se le soltó la cuerda y el
piano de cola negro recorrió los siete pisos que lo
separaban del suelo en cuestión de segundos. Cayó sobre Tito
como una maza, como un yunque de plata, como el martillo de
Dios que le dijo “lo querías, lo tenés”. Tito volvía del
kiosco, saboreando su pucho reprimido desde hacía años.
Los enfermeros trataron infructuosamente de separarle el
cigarrillo de entre su dedo índice y medio, pero les fue
imposible, hasta que la viuda les dijo que ya estaba bien,
que lo dejaran así.
Lo enterramos con infinita tristeza y gran amargura. La
mayoría de los familiares y amigos tiraron flores sobre su
tumba.
Yo, con un pucho entre mis labios, ladeado, como hacían los
fiolos, elegí otra cosa. Hoy Tito descansa a cuatro metros
bajo tierra, con flores y huesos pudriéndose en su tumba. Y
un cartón de “Paruchos” que yo le tiré esa mañana.