Sobre la
tarde gustaba sentarse junto al malecón, en un desvencijado bar
antiguo Y se daba el único lujo del día: pedía un mojito. Y
mientras lo paladeaba abría su correspondencia que por aquellos
días no le llegaba a raudales, pero anticipaba lo que se
vendría: la contraofensiva, las matanzas, la lucha fraticida. Se
tomaba el trabajo de sacar de su ambo una Montblanc de tinta
negra, y ocasionalmente garrapateaba alguna que otra respuesta a
los fieles que habían quedado detrás de las trincheras, solos y
desamparados. Luego caminaba las seis cuadras que lo separaban
del correo y enviaba las misivas en la certeza que serían
abiertas a vapor, como antaño, que se buscarían mensajes
ocultos, claves secretas, criptogramas indescifrables, y luego
los mastines de la oscuridad, con desesperanza volverían a dejar
todo como estaba y las esquelas volarían a su sur del Plata, a
su tierra querida.
La noche lo
encontraba escuchando el piano, en el lobby del hotel. Alguna
que otra vez Johny – tal el nombre del pianista – masacraba
algún tango imaginándose que ello haría las delicias del otrora
hombre fuerte de Argentina. Él se levantaba cansinamente y le
dejaba una suculenta propina, no tanto en agradecimiento sino
para acallar un ritmo que debía ser de 2 x 4 e indefectiblemente
Johny convertía en rumba o en zambón, casi sin percatarse de
ello.
Sus ansiados
bifes de chorizo eran reemplazados por los buenos mariscos de
esas playas y las 10 de la noche lo descubrían – como en sus
años de cadete – fatigado, cansado, exhausto. Sin embargo este
no era el cansancio de los ejercicios, los saltos de rana y los
combates cuerpo a cuerpo, sino que era la fatiga de quien lo ha
visto todo, de quien lo ha tenido todo, de quien lo ha perdido
todo, de quien no sabe como recomenzar una nueva vida.
Un día, un
viejo conocido de la Embajada Argentina lo pasó a buscar por el
hotel y le dijo:
- “General,
usted no puede estar así, se me está muriendo en vida, tiene que
salir, distraerse, conocer gente. Esta misma noche lo paso a
buscar y vamos a un night club de acá cerca. No se va a
arrepentir”, a lo que el viejo estadista sólo atinó a asentir
con la cabeza, sin decir palabra.
La noche
siguiente era fresca, por lo que el viejo anacoreta eligió
ponerse un traje de fina franela inglesa, con camisa de seda y
pañuelo cubriendo su cuello de tortuga. Caminaron tan sólo tres
cuadras y al doblar la esquina allí estaba: “Tabarís”, se
llamaba, como otros miles de Tabarís que poblaban las noches del
mundo entero.
Se sentaron
en una mesa, pidieron dos medidas de whisky importado y se
pusieron a conversar animadamente, el cónsul y él. Cuando se
quisieron acordar habían pasado dos horas y el General se sintió
con un vigor que no había reconocido al menos en los últimos
tres meses. De golpe, se hizo la oscuridad total y apareció la
estrella del burdel. Rubia, cuerpo perfecto, ojos lánguidos como
los de él, fue practicando un remedo de strip tease que hoy
haría reír a más de uno. Quedó obviamente en ropa interior,
inclinándose hacia delante y mostrando sus turgencias. El hombre
poderoso llamó a mozo y le dijo discretamente algo al oído. A la
media hora compareció la estrellita en ascenso, portando un
gigantesco ramo de rosas. Ya vestida se sentó en la mesa de los
caballeros argentinos y le agradeció el gesto a su benefactor.
A él, ella le
parecía una cara conocida, un rostro familiar, lomadas ya
cruzadas, horizontes atravesados. Hasta que la rubia le dijo que
también era argentina, lo que disparó entre ambos una
electricidad y un espacio de complicidad que no había conocido
el hombre desde el día en que había arribado a ese itsmo.
Comenzaron a hablar y el militar demostró que no era solamente
un hombre de armas. Miles de temas, cientos de libros, decenas
de anécdotas iluminaban a la estrellita y dejaban ver que era un
hombre de una vasta cultura, de una gran sapiencia, de un fino
gusto.
Ella,
reservada, disimulaba su ignorancia en unos dientes
blanquísimos, y cada tanto y ante la ausencia de una respuesta
coherente se saltaba algún botón de su blusa, como al pasar, con
displicencia inteligentemente calculada.
Pasaron
varios días de almuerzos y cenas, de caminatas juntos tomados
del brazo y con disimulo, mientras las lentes de los servicios
se hacían las delicias.
Finalmente,
al séptimo, el General la invitó a subir a su alcoba.
A
la mañana siguiente, exánimes de placer y mientras clareaba el
alba sobre el Pacífico, él le preguntó su nombre – no el
artístico - y ella a su vez le preguntó el suyo – no su
seudónimo clave.
“Juan
Domingo, chinita”, respondió él. Y ella, se acurrucó en su pecho
y le susurró “María Estela”, aunque como sabés, me gusta que me
llamen “Isabelita”.
miércoles,
23 de mayo de 2012
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