Como
primera medida hizo bendecir la bandera que él mismo había
inventado, a espaldas del Triunvirato que no se decidía a
independizarse, en la mismísima catedral de Jujuy, como un
acto de valiente autoafirmación, como forma de cortar
cualquier lazo con la puta madre patria. Si esos cagatintas
de Buenos Aires no se decidían a declarar la Patria él
necesitaba imperiosamente hacerlo. Como segunda medida se
volvió casi un dictador, inflexible con sus hombres, duro y
despreciable, debía infundirles valor, pero también miedo. Y
nadie respeta a un general blando.
Mientras
el godo despreciable de Pío Tristán avanzaba con paso
arrollador, reforzadas sus numerosas fuerzas con cientos de
hombres en Suipacha, lo que elevaba sus tropas a la suma de
4.000 hombres en pie de guerra y bien alimentados, le llegó
la tercera mala: Rivadavia, ese moro hijueputa, ministro del
Triunvirato, le ordena que se retire con sus tropas a
Córdoba, para dejar desguarnecido a todo el Alto Perú,
enterito, indefenso, ¡una cagada!
El 29 de
julio, Belgrano, ya decidido a hacer los que se le cantaban
las soberanas verijas redactó un bando que decía así:
“Desde que
puse el pie en vuestro suelo para hacerme cargo de vuestra
defensa, en que se halla interesado el Excelentísimo
Gobierno de las Provincias Unidas de la República del Río de
la Plata, os he hablado con verdad. Siguiendo con ella os
manifiesto que las armas de Abascal al mando de Goyeneche se
acercan a Suipacha; y lo peor es que son llamados por los
desnaturalizados que viven entre nosotros y que no pierden
arbitrios para que nuestros sagrados derechos de libertad,
propiedad y seguridad sean ultrajados y volváis a la
esclavitud. Llegó, pues, la época en que manifestéis vuestro
heroísmo y de que vengáis a reuniros al Ejército de mi
mando, si como aseguráis queréis ser libres”.
Le
tocaba el culo a la gente. Bien tocado. Les decía: ¿quieren
ser libres? ¡¡Síganme!! ¿Quieren ser esclavos de los
españoles de mierda? ¡¡Quédense!!
Entonces llegó el momento de la verdad. Casi en el mismo mes
y año en que los Rusos le daban a Napoleón una paliza
histórica, merced a su retirada de “tierra arrasada” – cosa
que Belgrano debía desconocer por no existir medios de
comunicación tan eficientes como los que tenemos hoy -, el
General decide que todo Jujuy, y parte de Salta abandone sus
casas, su hacienda, su ganado, y queme todo, absolutamente
todo. Fue un trabajo ciclópeo, convencer casa por casa,
hablarles del valor de la libertad y del patriotismo a esos
paisanos que sólo sabían de sus 10 cabritas a las que debían
sacrificar. 11 días le tomó a Belgrano persuadir uno a uno a
esos gauchos y familias. Las más pudientes sólo pidieron
alguna que otra carreta para llevar sus pocas cosas, y se
encontraron las carretas. Improvisadas, pero se hizo. El 23
de agosto, caía sobre el campo el atardecer y se arreó el
ganado, se prendió fuego a las cosechas para desguarnecer al
enemigo y Belgrano fue el último en dejar la ciudad
deshabitada.
Emprendieron la retirada quemando tierras, ganado, trigos,
pastos, dejando todo yermo, pelado, inhabitable. Cuando
llegaron los realistas no encontraron nada. Sus líneas de
comunicaciones se hacían cada vez más largas y no tenían ni
agua que tomar. El hambre los apretaba mientras Belgrano y
sus menos de dos mil hombres huían a campo traviesa,
desesperados, con la esperanza que la estratagema les diera
resultado. Hicieron más de
50 kilómetros por día. Y les parecía poco.
Al llegar a Tucumán, con las últimas fuerzas del pueblo y
las suyas mismas por esa hidropesía que lo aquejaba desde
joven, se paró. Le llegó la primera buena: El Coronel Díaz
Vélez había vencido a las tropas realistas, muertas de
hambre y de cansancio en la batalla del Río de las Piedras,
a pocos kilómetros de donde ellos estaban. Y decidió
descansar, contra todas las órdenes, contra todos los
designios que le indicaban llegar a Córdoba. En Tucumán se
plantó.
Y desde Tucumán juntó pertrechos, se hizo fuerte, descansó,
comió, bebió hasta el hartazgo, le dio rienda suelta a esos
pobres descastados a los que había llevado más de
500 kilómetros
a campo traviesa para que disfrutaran un poco. Luego mando
lavar a la soldadesca, peinar a las yeguas, abrevar los
caballos, comer y dormir bien. Al día siguiente: Tristán y
él, cara a cara. Fueron dos victorias resonantes: Tucumán
primero, Salta después. Se invirtió la ecuación. Ahora ellos
corrían a los realistas que saltaban desnudos por los montes
para salvar el pellejo. Fueron dos batallas magníficas,
maravillosas. Las fuerzas de la Patria recuperaron lo que de
otro modo - y si le hubiesen hecho caso al Triunvirato -
hubiese quedado definitivamente en manos de los godos
infames.
Hubo grandes fiestas en los palacios quemados de Salta, el
vino corrió a raudales, las mujeres se ponían lo más hermoso
que tenían a mano. Las fiestas duraron tres días y tres
noches. Los realistas con el rabo entre las patas. ¡Cagones
de mierda! habrá pensado Belgrano en su momento de gloria.
Una mañana, la cuarta de aquellos días, el alba clareaba y
aún no se había disipado el peligro. Existía la posibilidad
que los españoles recibieran refuerzos del Litoral y
contraatacaran. Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús
Belgrano, abogado de profesión, General por obligación, se
levantó bien temprano.
Se calzó su entorchado, su impecable pantalón blanco, un
chaquet con botones dorados, sus botas negras relucientes, y
su sable corvo que lo acompañaba desde que tenía memoria.
Desde allí se puso a otear el horizonte, sobre una pequeña
lomada que daba al nacimiento de Bolivia, en el límite con
Jujuy. Poco a poco los colores fueron pintando la mañana y
se le iban agregando algunos coroneles y tenientes, su plana
mayor. Nadie lo quería despertar de su ensimismamiento, de
tanto respeto que le tenían.
Primero fueron unas pequeñas gotas perladas de sudor. La
cara se le tornó blanca como un papel. El pelo se le puso
pringoso. Se calzó mejor el birrete de general y entrecerró
los ojos, con apremio, con preocupación, con dificultad.
Nadie le preguntaba nada, pero todos presagiaban lo peor, el
desastre. Todos los soldados estaban borrachos y enredados
entre las piernas del hembraje. Un ataque godo en ese
momento podría ser fatal.
Belgrano oteaba y su cara lo decía todo. Cada vez peor, cada
vez más preocupación, los ojos – a pesar de achinarlos cada
vez más – veían mejor y mejor. Ni un solo músculo de su cara
se le movía. El sudor ya le corría francamente a mares y la
oficialidad estaba desesperada.
Finalmente, en un acto de verdadero arrojo, Díaz Vélez se
animó. Despacio, por detrás. Como con miedo. Temía lo peor.
Nadie de todos los soldados de aquél confín de la Patria
tenía mejor vista que el General. Era una vista de águila.
Si él veía algo, si tenía esa cara, por algo sería. Así,
casi sin respirar, le preguntó:
-
¿Algo malo mi General, qué le anda pasando? -
A lo que el General, quedo, solemne, casi con vergüenza pero
sin hesitar, sin dudar, sin pestañear – tanto era el respeto
que sentía por su lugarteniente – le respondió:
-
Y si, Díaz Vélez, pasa algo malo. Muy malo -
Díaz Vélez temiendo lo peor, pero sin dejar trasuntar su
franco pánico repreguntó:
- ¿Son los realistas, no mi General? ¿Vuelven, no? -
Y Belgrano le dijo, sin mover un músculo de la cara, con
toda la dignidad que ameritaba la situación, sin premura,
pero con desasosiego:
- No, Díaz Vélez, me salió un pelo encarnado y me está meta
sangrar el culo. Vaya sin que nadie lo note y me trae papel
de las letrinas, vaya amigo. ¡Ah! Y gracias por preguntar -
Es que a veces la Patria se escribe con fuego, pero las más
de las veces, con sangre.
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