Se encontraron como hacían a veces en la esquina de Corrientes y
Callao y Roberto les presentó al dudoso amigo. Cinco minutos
después los otros se enterarían que hacía un par de días había
salido de neuropsiquiátrico caro de las afueras de la provincia
de Buenos Aires. La condición fue no ir a ningún piringundín,
sino tan sólo a tomar algo entre amigos. Las mujeres venían
solas. Fue decir esto, tomar tres taxis y seguir al “Hannibal”
amigo de Roberto. Pararon frente a Shampoo, en plena Recoleta.
Cómo decirle a ese dúo de psicóticos que no querían eso. Ál cabo
de un rato el Turco se acercó a Roberto y con la mayor
discreción del mundo le dijo al oído: “Che, salame, nosotros nos
vamos, no queríamos venir de cabarulo”, se dio vuelta y con los
restantes enfilaron para la puerta. Infructuosas fueron las
respuestas de Roberto, que su amigo pagaba todo, que tenía mucha
guita, que, que…. cuando abrió la boca los infieles estábamos ya
saliendo.
Los muchachos me dieron la razón y
pedimos otro taxi. Le dijimos al chofer: “A Pueyrredón y Santa
Fe”, sin percatarnos que esa esquina por entonces, y hasta el
día de hoy, es un reducto de gente con “opciones sexuales
diferentes”. Unas pizzas, unas cervezas y agosto ya de dulce no
tenía nada. Refrescaba y nosotros más aburridos que sapos en
estanque. Cerca de las 10 de la noche, nos paramos todos en la
esquina y no nos decidíamos donde matar la noche – que a esa
altura estaba bien muerta, ya. Leo dijo: “Que elija el que la
tiene más grande. Ergo elijo yo”. Ante la inanimada respuesta de
los restantes, nos intimó a rajar para San Telmo. A falta de
mejores opciones, cual reses rumbo al matadero enfilamos,
caminando las cuatrocientas cuadras que nos separaban de un
“gayducto” hacia un “nosabíamosducto”, en tanto las billeteras a
esa altura de la noche juntaban tierra.
Al llegar nos decidimos por “El Balcón de la Plaza”, antro que
en los noventa supo ser bien lindo, buenas minas, poco turismo,
buena onda, decíamos por esa época. Pedimos una cerveza y a
aguantar, a lo macho. Pasadas apenas las doce estábamos todos
con caras de velorio cuando Manolo, en un rapto de lucidez poco
habitual en él, tomó su porrón con la mano derecha y nos dijo:
“Ya vuelvo muchachos” y enfiló para una mesa repleta de minas
súper fuertes. Estuvo charlando por lo menos diez minutos, al
cabo de los cuales nos hizo una seña con la mano. Fue como si
nos hubieran puesto un cuete en el culo a todos. Nos paramos y
enfilamos con facha ganadora y esperanzas largas.
El Turco – o sea yo – se sienta al lado de una rubia de infarto.
Bucles, cara de nena, ojitos mar, y de allí para abajo todo se
adivinaba delicioso. Al momento me dice “Ya vuelvo” y se para.
Con desesperación le digo si la estoy importunando, a lo cual me
responde con una risa de circo, “No, bobo, voy al baño y
vuelvo”.
Ni Leo, ni Diego, ni Pablo, ni Manolo mojaron nada. Las chicas
estaban despidiendo a una de ellas que se iba becada a España.
Nosotros festejábamos que aún estábamos vivos, que teníamos
tiempo de sobra, que buscábamos minitas para garcharnos, qué se
yo qué festejábamos, pero algo inventamos.
Yo me pasé la noche entera hablando con la rubia de los ojos de
laguna. Fue un flechazo increíble. A los cinco minutos de estar
hablando la olí y con perspicacia le pregunté “¿Tenés puesto
Fleur d’Orléans?” a lo que asombrada y regalándome el paisaje
increíble de sus ojos eternos me dijo sí. Sobre el pucho la
escupida me dije y ahí nomás le repregunté: “¿Viste Perfume de
Mujer?”. También asintió alelada.
Fue una noche mágica para la rubia y para mí. Pasaron Cortázar y
Antonioni, Walsh y Scorsese. Estuvimos hasta las seis de la
mañana hablando sin parar, bebiéndonos las palabras el uno del
otro. Los otros, tirados y arrumbados sobre la mesa dormían el
sueño de los justos, o de los borrachos, que es lo mismo. Alguna
que otra amiga le practicaba una traqueotomía al mozo del bar
con su lengua y los demás con cara de aburridos nos miraban
hablar sin parar. Los mozos fueron poniendo las sillas sobre las
mesas y nos aguantaron un rato más, sabiendo que ahí se estaba
gestando un romance, tal vez de consecuencias imprevisibles.
Al bajar ya clareaba el 21 de agosto. Eva – tal el nombre de la
mina deslumbrante – y yo seguimos por un rato en la plaza, hasta
que Leo me tocó la manga y como un nene me preguntó “¿Falta
mucho?”. Le dí mi tarjeta, me dio su teléfono. Nos despedimos
con un beso en la mejilla sabiendo que el próximo beso no iba a
ser igual a ése.
Mis amigos con cara de embole y yo con las monedas que me
quedaban los invité a desayunar a todos. Les dije – impresionado
– que con esa mina me casaba. Todos rieron y con desparpajo me
dijeron la sarta más grande de boludeces que escuché en mi vida.
Yo estaba exhultante y ese día – noche, me dormí como al
mediodía, luego de torturar toda la mañana a la vieja con la
mina que había conocido.
Avatares del destino, teléfono de Eva en pantalón sucio y al
lavarropas. No lo encontré nunca más y lloré días enteros. Eva
pensó que todo había sido un gran engaño y tiró mi tarjeta entre
improperios y también llantos, al fuego de un asado que un
domingo hacía su papá.
Estuve como tres meses pasando por el Balcón de la Plaza, sin
resultado. Nunca supe que ella hizo lo mismo durante un tiempo
parecido.
Me casé con morocha insulsa, el matrimonio duró lo que duran los
sueños efímeros. Con los años me asenté, renuncié a tener una
mina como ella o como cualquier otra al lado. Fui el único de
mis amigos que permaneció soltero.
Hace seis meses me encontré en uno
de mis viajes a Roma con alguien de espaldas. Cuando la escuché
hablar era ella. Le toqué el hombro y le dije “Evita”. Se dio
vuelta y como si no hubieran pasado 20 años me miró y me dijo
“Carlos, que alegría verte de vuelta”.
Hace cinco meses nos fuimos a vivir juntos y mi vida es lo más
parecida a un paraíso que jamás conocí. Ambos orillamos los
cincuenta, así que nos limitamos a amarnos pero sin proyectos de
progenie. Sin embargo hay noches en las que sueño con tres
hermosos niños. Y los tres me llaman papá.