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El balcón de la plaza
por Carlos Alejandro Nahas
todaslasartes.argentina@gmail.com

 
 

Para Evita, con todo mi amor.
A 19 años de aquel encuentro en el Balcón de la Plaza.
Y agradeciéndole a Dios y a los hados que todo
no ocurrió como en esta historia.

 

Era una dulce tarde, que noviembre se la presta a agosto por un rato. Se ponía el sol y los amigos de siempre se juntaban a tomar un café. Cada vez iban quedando menos solteros, se dijeron. Sólo Manolo, Leonardo, Roberto, un amigo de Roberto, Diego, Pablo y el Turco.

Ya habían desertado varios para casarse y probar las mieses del amor, y los que quedaban hacían la del colibrí, picoteando aquí y allá pero sin quedarse en ninguna flor. Orillando los treinta los amigos tenían sus mañas, sus mañanas y sus sañas. Con lo cual ya no cualquier perrita los llevaba a la cucha. Venían de interminables, tristes, alegres, dulces y amargos desencantos y querían caminar la vida con la libertad de quien se sabe tener mucho por delante, pero con la precaución de entender que no es lo mismo un lago celeste de un charco dudoso.


Se encontraron como hacían a veces en la esquina de Corrientes y Callao y Roberto les presentó al dudoso amigo. Cinco minutos después los otros se enterarían que hacía un par de días había salido de neuropsiquiátrico caro de las afueras de la provincia de Buenos Aires. La condición fue no ir a ningún piringundín, sino tan sólo a tomar algo entre amigos. Las mujeres venían solas. Fue decir esto, tomar tres taxis y seguir al “Hannibal” amigo de Roberto. Pararon frente a Shampoo, en plena Recoleta. Cómo decirle a ese dúo de psicóticos que no querían eso. Ál cabo de un rato el Turco se acercó a Roberto y con la mayor discreción del mundo le dijo al oído: “Che, salame, nosotros nos vamos, no queríamos venir de cabarulo”, se dio vuelta y con los restantes enfilaron para la puerta. Infructuosas fueron las respuestas de Roberto, que su amigo pagaba todo, que tenía mucha guita, que, que…. cuando abrió la boca los infieles estábamos ya saliendo.
 


 

Los muchachos me dieron la razón y pedimos otro taxi. Le dijimos al chofer: “A Pueyrredón y Santa Fe”, sin percatarnos que esa esquina por entonces, y hasta el día de hoy, es un reducto de gente con “opciones sexuales diferentes”. Unas pizzas, unas cervezas y agosto ya de dulce no tenía nada. Refrescaba y nosotros más aburridos que sapos en estanque. Cerca de las 10 de la noche, nos paramos todos en la esquina y no nos decidíamos donde matar la noche – que a esa altura estaba bien muerta, ya. Leo dijo: “Que elija el que la tiene más grande. Ergo elijo yo”. Ante la inanimada respuesta de los restantes, nos intimó a rajar para San Telmo. A falta de mejores opciones, cual reses rumbo al matadero enfilamos, caminando las cuatrocientas cuadras que nos separaban de un “gayducto” hacia un “nosabíamosducto”, en tanto las billeteras a esa altura de la noche juntaban tierra.

Al llegar nos decidimos por “El Balcón de la Plaza”, antro que en los noventa supo ser bien lindo, buenas minas, poco turismo, buena onda, decíamos por esa época. Pedimos una cerveza y a aguantar, a lo macho. Pasadas apenas las doce estábamos todos con caras de velorio cuando Manolo, en un rapto de lucidez poco habitual en él, tomó su porrón con la mano derecha y nos dijo: “Ya vuelvo muchachos” y enfiló para una mesa repleta de minas súper fuertes. Estuvo charlando por lo menos diez minutos, al cabo de los cuales nos hizo una seña con la mano. Fue como si nos hubieran puesto un cuete en el culo a todos. Nos paramos y enfilamos con facha ganadora y esperanzas largas.

El Turco – o sea yo – se sienta al lado de una rubia de infarto. Bucles, cara de nena, ojitos mar, y de allí para abajo todo se adivinaba delicioso. Al momento me dice “Ya vuelvo” y se para. Con desesperación le digo si la estoy importunando, a lo cual me responde con una risa de circo, “No, bobo, voy al baño y vuelvo”.

Ni Leo, ni Diego, ni Pablo, ni Manolo mojaron nada. Las chicas estaban despidiendo a una de ellas que se iba becada a España. Nosotros festejábamos que aún estábamos vivos, que teníamos tiempo de sobra, que buscábamos minitas para garcharnos, qué se yo qué festejábamos, pero algo inventamos.

Yo me pasé la noche entera hablando con la rubia de los ojos de laguna. Fue un flechazo increíble. A los cinco minutos de estar hablando la olí y con perspicacia le pregunté “¿Tenés puesto Fleur d’Orléans?” a lo que asombrada y regalándome el paisaje increíble de sus ojos eternos me dijo sí. Sobre el pucho la escupida me dije y ahí nomás le repregunté: “¿Viste Perfume de Mujer?”. También asintió alelada.

Fue una noche mágica para la rubia y para mí. Pasaron Cortázar y Antonioni, Walsh y Scorsese. Estuvimos hasta las seis de la mañana hablando sin parar, bebiéndonos las palabras el uno del otro. Los otros, tirados y arrumbados sobre la mesa dormían el sueño de los justos, o de los borrachos, que es lo mismo. Alguna que otra amiga le practicaba una traqueotomía al mozo del bar con su lengua y los demás con cara de aburridos nos miraban hablar sin parar. Los mozos fueron poniendo las sillas sobre las mesas y nos aguantaron un rato más, sabiendo que ahí se estaba gestando un romance, tal vez de consecuencias imprevisibles.

Al bajar ya clareaba el 21 de agosto. Eva – tal el nombre de la mina deslumbrante – y yo seguimos por un rato en la plaza, hasta que Leo me tocó la manga y como un nene me preguntó “¿Falta mucho?”. Le dí mi tarjeta, me dio su teléfono. Nos despedimos con un beso en la mejilla sabiendo que el próximo beso no iba a ser igual a ése.

Mis amigos con cara de embole y yo con las monedas que me quedaban los invité a desayunar a todos. Les dije – impresionado – que con esa mina me casaba. Todos rieron y con desparpajo me dijeron la sarta más grande de boludeces que escuché en mi vida. Yo estaba exhultante y ese día – noche, me dormí como al mediodía, luego de torturar toda la mañana a la vieja con la mina que había conocido.

Avatares del destino, teléfono de Eva en pantalón sucio y al lavarropas. No lo encontré nunca más y lloré días enteros. Eva pensó que todo había sido un gran engaño y tiró mi tarjeta entre improperios y también llantos, al fuego de un asado que un domingo hacía su papá.

Estuve como tres meses pasando por el Balcón de la Plaza, sin resultado. Nunca supe que ella hizo lo mismo durante un tiempo parecido.

Me casé con morocha insulsa, el matrimonio duró lo que duran los sueños efímeros. Con los años me asenté, renuncié a tener una mina como ella o como cualquier otra al lado. Fui el único de mis amigos que permaneció soltero.
 


 

Hace seis meses me encontré en uno de mis viajes a Roma con alguien de espaldas. Cuando la escuché hablar era ella. Le toqué el hombro y le dije “Evita”. Se dio vuelta y como si no hubieran pasado 20 años me miró y me dijo “Carlos, que alegría verte de vuelta”.

Hace cinco meses nos fuimos a vivir juntos y mi vida es lo más parecida a un paraíso que jamás conocí. Ambos orillamos los cincuenta, así que nos limitamos a amarnos pero sin proyectos de progenie. Sin embargo hay noches en las que sueño con tres hermosos niños. Y los tres me llaman papá.

Carlos Alejandro Nahas
Gentileza de "Todas las artes Argentina"
http://todaslasartes-argentina.blogspot.com.ar
todaslasartes.argentina@gmail.com

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