Las partes que estaban a cargo de esta delicada y vital
operación fueron – por un lado - el capitán Carlos Corti, jefe
de la misión naval argentina en Europa y Alexis Ferter, veterano
jefe del MI6, por la parte inglesa. Por otro lado, además del
MI6, los británicos contaban con la valiosa colaboración de los
servicios de inteligencia franceses.
En Roma, en cambio, estaba el entonces agregado militar
argentino, que obtuvo la compra de media docena de misiles que
cuando arribaron a la argentina demostraron ser sólo unos
inocuos caños rellenos de algodón. Tal brigadier, que, dicho sea
de paso, me honró con su amistad – no sólo se retorcía de
desesperación por ir a combatir con sus muchachos de la fuerza
aérea-, sino que encima penaba porque los africanos y asiáticos
lo traicionaban haciéndole el juego a la contrainteligencia
inglesa.
A todo esto en Francia, Pierre Marion, director de la Dirección
General de Seguridad Exterior francesa (DGSE), fue quien informo
a Inglaterra que solo cinco misiles Exocet y cinco aviones Súper
Etendart habían sido enviados a la Argentina y que el capitán
Corti estaba buscando más misiles en el mercado. En consonancia
con esta información, el presidente Francois Mitterrand le había
dado su palabra personal a Margaret Thatcher de que los
argentinos no recibirían asistencia militar de Francia, y
cumplió a rajatabla su promesa. Con sus teléfonos "pinchados"
por los cuatros servicios secretos franceses, las conversaciones
de Corti eran enviadas diariamente al Ministerio del Interior
francés, que a su vez las giraba a los británicos.
De hecho, la estafa sufrida por los diplomáticos argentinos en
Italia, se repitió pero aún en forma más grosera en Francia. El
Capitán Corti había depositado 36,6 millones de dólares a un tal
Stone – falso traficante de armas norteamericano - más de tres
veces del precio real en el mercado de los misiles. Pero luego
de ello los Exocet jamás aparecieron.
Yo lo conocí a HW muchos años después. Hijo de un alto general
de la patria, de rancia estirpe, se recibió de abogado en la
Universidad Católica Argentina con honores. Al poco tiempo le
consiguieron trabajo en el Ministerio de Defensa y su vasta
cultura y hondos conocimientos - para su corta edad -, le
hicieron ganarse un lugar en la oficina de inteligencia militar.
Estuvo un tiempo prolongado “picando cables”, leyendo periódicos
y haciendo lo que se dice en la jerga “inteligencia de
escritorio”. La Guerra de Malvinas lo pescó en esos menesteres,
cuando lo mandaron a París en los estertores de la escaramuza,
como un intento desesperado por conseguir las armas benditas que
necesitaba la Argentina.
HW saltaba de alegría al poder efectuar un trabajo de campo con
sólo 25 años, y encima, en una misión tan secreta como
peligrosa. Su sueño de ser el 007 argentino se estaba
cumpliendo. Y las órdenes que había recibido eran expresas y
tajantes: “Ud. es nuestra última esperanza. Vuelva con la misión
cumplida o no vuelva”. Su contacto en París era un tal Anthony
Divall, un traficante de armas con oficinas en Hamburgo que
estaba en la capital francesa esperando a mi amigo. Lo que HW
nunca supo fue que 15 días antes de su cita, Dival fue
presentado a Tony Baynham, un hombre de acento aristocrático y
nombre falso, quien se definió como amigo de la familia real y
dijo responder "directamente al comité de las fuerzas conjuntas
en Downing St". Baynham le explico a Dival que su misión era
"que los argentinos jamás obtuvieran los misiles" y que "el
dinero no sería un problema". Una vez en París, mi amigo HW se
encontró con Dival en un elegante bistró de las afueras de
París. Dival le dijo el precio, la cantidad, la cuen
ta, todos los detalles, hasta el día y hora de entrega, a lo que
mi amigo HW accedió.
Cuando llegó el momento de cerrar el trato, la plata argentina
estaba depositada, y él se tenía que encontrar con Dival a las
diez de la noche en las escalinatas de Notre Dame para que el
americano le diera todos los detalles. Pasaron dos horas y sin
novedades del encuentro, mi amigo HW llamó a Corti, el cual le
dijo que a la caja argentina le faltaban 25 millones de libras
esterlinas, pero que los Exocet no habían aparecido. HW se dio
cuenta que había sido la tercera víctima de la inteligencia
británica. Y también que no podía volver a la Argentina. Con
tarjetas de crédito falsas se tomó un vuelo de retorno a
Hamburgo y estuvo como dos meses volando de país en país,
siempre hacia Oriente. Tres meses después de finalizada la
guerra se embarcó en un avión que hacía un vuelo charter Quito –
Punta Arenas, en Chile. Allí, en medio de una ciudad fantasma,
se encontró con un soldado argentino escapado de las balas
inglesas y perdido en tierras hostiles, sin alimento en su
estómago.
HW lo llevó a comer algo y el soldado desertor le mostró el
trofeo. La causa de su huída. El motivo de su desespero. De
entre sus ropas y en la oscuridad de un bar en las afueras del
pueblo surgió un trapo rojo, amarillo y blanco: Una bandera de
guerra que les había robado a un regimiento de los ingleses. Con
absoluta y tremenda brillantez HW le dijo que volverían juntos a
la Argentina. Con el poco dinero que le quedaba, se compró una
camioneta Ford destartalada con chapa chilena y cruzaron la
frontera, sobre la primavera, con los primeros deshielos.
Una mañana de noviembre HW se presentó en su oficina con el
soldado y la bandera. Y al ver el trofeo tan preciado los
militares argentinos – aunque brutos como pocos – supieron
distinguir un pedido de clemencia, de una bufonada o un premio
consuelo. Al soldado le dieron una pensión generosísima, y a mi
amigo le devolvieron su oficina, nunca más le asignaron una
tarea “de campo”, pero le tiraron sobre las espaldas la riesgosa
misión de custodiar ese trofeo de guerra, “de por vida”.
HW se cambió miles de veces de casa, hasta que vino la
democracia, el MI6 se olvidó del asunto, y él alternaba su
burocrática tarea con la de abogado part time, diletante y gran
lector. Yo lo conocí hace diez años. Era un placer estar horas
hablando con él. Tenía una cultura que abrumaba. Poseía un don
de gentes maravilloso. Podía hablar citando desde a Santo Tomás
hasta Einstein sin equivocarse ni una sola vez. Ferviente
católico y tipo “de derechas” como le gustaba definirse a él,
sin embargo, nuestros diálogos eran de una profundidad rayana
con la metafísica. Se casó grande, con Marcela, una muchacha
maravillosa, y hasta tuvo un hermoso niño llamado Joaquín.
Hace pocos, pero muy pocos meses falleció. Y desde la anécdota
de su espionaje en tierras francesas, hasta nuestras más banales
conversaciones extraño con horrores a HW. No tienen idea de cómo
lo extraño.
¿La bandera inglesa? No se lo digan a nadie, pero el gobierno
argentino permitió que se fuera con él, siete metros bajo
tierra. Como debe ser.