La guerra, el niño y la noche |
La razón a oscuras Un niño
intenta entender y entrar en la lógica de los adultos al tiempo que el
padre le muestra la elegancia de un avión de guerra. El narrador -en
retrospectiva a su niñez- recuerda las vísperas de la navidad del '78; días
en recrudece el conflicto del Beagle y nuestro país queda al borde del
enfrentamiento bélico con Chile. El niño
escucha en su ámbito familiar la palabra "oscurecimiento" y lo
invade el temor; entiende lógicamente que las noches serán aún más
oscuras. "La
guerra, el niño y la noche" reflexiona acerca de la acción bélica
como uno de los productos más sombríos de la razón humana. "La
racionalidad no nos salvará". Robert S. McNamara
(1916-2009) Cuando mi
padre consideró que ya era lo suficientemente racional como para
comprender su mundo me dijo lo siguiente: "El supermarine spitfire MK
V fue, sin duda alguna, el avión de líneas más elegantes de La Segunda
Guerra Mundial". Esa afirmación fue sólo el introito de una larga
conversación en la que por primera vez fui considerado como un adulto a
pesar de mis escasos cinco años de edad. No puedo afirmar que a mi viejo
le gustara la guerra, ya que más bien lo recuerdo, entre otras cosas,
como un apasionado de la música, de la geopolítica y del aeromodelismo;
pero esa charla fue de lo más animada, al menos para mí, porque por primera
vez en mi vida tuve la certeza de estar descubriendo lo que supuestamente
charlaban los adultos cuando se apasionaban con un asunto específico,
aunque debo admitir que sólo recuerdo las elegantes líneas del spitfire
desplegadas en alguna lámina de una enciclopedia temática colosal de
seis volúmenes sobre la segunda guerra mundial que mi padre atesoraba
prolijamente en un armario metálico junto a otros libros y enciclopedias
de electrónica, historia universal, música y aeromodelismo. Un mes después
de la charla del spitfire y unos días antes de la noche de navidad de
1978 mi viejo volvió del trabajo con la serenidad de siempre aunque esa
tarde pude notar que algo le preocupaba profundamente, ya que no se reclinó
con su habitualidad de siempre en el sillón del living cómodamente con
algún disco en la mano listo para tocar. Anduvo de un lado a otro sin
saber muy bien qué hacer y esa fue la primera de las pocas tardes en que
la música no se oyó en la casa. Mi madre lo interrogó con la mirada
unos minutos después, sin siquiera sospechar la respuesta que oiría
luego. "Guerra
total con Chile, hay órdenes de oscurecer la ciudad durante la noche, el
Área Material Río Cuarto es un blanco prioritario para la Fuerza Aérea
Chilena, pueden caer bombas", alcancé a oír que le dijo a mi madre
con su vozarrón grave mientras ella conservaba la calma porque él, y su
omnipresente figura, era todo para nosotros: nuestra fuente de seguridad,
de sabiduría y autoridad. Aún me resulta extraño el comportamiento de
todos nosotros durante esa noche. Mi madre parecía no decidirse entre sus
propios impulsos y la calma que le había manifestado mi padre cuando le
aseguró que era poco probable que cayeran bombas cerca de la casa. Mi
hermana y yo seguíamos en nuestros juegos y berrinches ya que la palabra
guerra era muy difícil de entender para ambos, incluso para mí que ya
sabía los secretos del spitfire, al tiempo que mi padre manifestaba una
calma inusitada a pesar de la posibilidad de una guerra total. Como
a las nueve de la noche mi tía Any y mi tío Negro rompieron la tensión
bélica que se había apoderado de la casa con la alegría de los recién
casados, unas tiras de carne para asar y un par de bolsas de carbón.
Ellos y nosotros nos abrazamos olvidando por completo que ya había tropas
movilizadas en ambos lados de la frontera haciendo caso omiso al audio de
una radio portátil que sonaba chillonamente arengando gestas y
sacrificios patrióticos. Mi viejo salió al patio con una lámpara eléctrica
de cable extendido para iluminar el asador, mi tío Negro lo siguió con
una bandeja de carne cruda y un paquete de sal, y yo los seguí a los dos
para no perderme los detalles del encendido del fuego, hecho que me
fascinaba, ni las eventuales charlas sobre la guerra que pudieran
establecerse entre ellos. Alcancé a oír que mi padre le decía a mi tío
Negro que se iba a producir un oscurecimiento. Recuerdo que esa palabra me
asustó mucho ya que la última vez que la sentí nombrar fue un año
antes durante un eclipse parcial de sol que, si bien fue apenas
perceptible, me provocó muchísimo miedo puesto que por ese entonces yo
andaba bastante aterrorizado con una versión libre del Apocalipsis de San
Juan que mi hermana me había contado luego de una clase de catequesis. A
la edad de cinco años me era imposible saber qué ocurría más allá de
mi casa y de mi barrio, y mucho menos de noche; fue por eso que no tuve
muchas posibilidades de saber qué efectos debía estar provocando el tan
mentado oscurecimiento sobre el pálido neón nocturno del alumbrado de la
ciudad. Tampoco estaba seguro de lo que era, aunque, por las
conversaciones previas que había tenido con mi padre más las que oí sin
entender entre él y mi tío, supuse que se relacionaba con la palabra
guerra, palabra que apenas asociaba con la elegante aerodinámica de un
spitfire. La algarabía de jóvenes recién casados de mis tíos más la cercanía de la noche buena y la perspectiva de los regalos de Papá Noel habían hecho que nuestra casa derrochara luz hasta pasadas las diez de la noche. Fue más o menos a esa hora que un chicharrazo del timbre nos devolvió al estado de vigilia bélica que habíamos respirado a partir de las 6 de la tarde. Cuando mi
padre abrió la puerta vi un colimba armado hasta los dientes, un soldado
con su casco y su fusil, un hombre de unos intimidantes 18 o 19 años que
con una cortesía poco marcial y una voz entre temblorosa y rápida
nos recordaba que estábamos enfrentado la posibilidad cierta de una
guerra total y que la ciudad debía permanecer a oscuras y que debíamos
apagar o disimular las luces, en especial la que salía despedida del portón
vidriado del garaje y las que se fugaban despreocupadamente por las
ventanas del living a través de las persianas totalmente levantadas,
puesto que de esta manera podría evitarse que Río Cuarto sirviera como
un radiofaro nocturno que permitiese a la fuerza aérea chilena
bombardear el área material. Se apagaron las luces y se bajaron las
persianas al tiempo que los restos de las brasas del asador iban perdiendo
brillo bajo el vapor del agua que mi viejo vertiera con una botella de
gaseosa vaciada. Comimos el asado medio crudo en la pequeña cocina en
penumbras. Las mujeres levantaron la mesa y mi viejo sacó un par de
revistas
Aeroespacio con las que le ilustró a mi tío las diferencias
estratégicas
entra la FFAA y la FACH. Previendo el miedo que le tenía a la oscuridad
le pregunté a mi madre si el soldado le había dado permiso para dejar
encendida la pequeña luz de un angelito de porcelana que colgaba del
cuarto que compartía con mi hermana. Ella me dijo que sí, siempre y
cuando las persianas estuviesen cerradas. Eso me tranquilizó, pero
ahora enfrentaba un miedo aún más fuerte: cómo preguntarle a mi padre
en qué consistía un oscurecimiento sin temor a defraudarlo, ya que no
hacía mucho me había revelado los secretos del spifire, de la guerra y
de un mundo adulto del cual supuse debía estar en posición de
conocerlo totalmente. Cuando los recién casados se fueron a oscurecer
su casa intenté disimular mi miedo a la oscuridad y mi falta de
conocimiento haciéndole preguntas que supuse interesantes para él: - ¿El
spitfire despega de áreas materiales? - No, me
respondió, despegaban desde aeródromos. - Y el área
material vendría a ser... ¿qué cosa? - Un taller
de reparación de aeronaves, dijo sonriendo. Se me había
agotado el tiempo. Era muy tarde y me llevó a la cama. Mi hermana estaba
recostada rezando como le habían enseñado en las clases de catequesis
y con la lamparita del angelito de porcelana como única fuente de luz.
Yo seguía aterrado, le tenía miedo a la oscuridad y no tenía muy claro
el concepto de oscurecimiento. Entonces no tuve más remedio que
confesarle mis miedos y mis dudas a mi hermana, después de todo ella era
mucho más grande que yo y luego del verano iría al segundo grado de la
escuela primaria. "El oscurecimiento, me dijo, es cuando apagan las
luces de noche para que desfilen los soldados". Fue raro, pero esa
explicación de mi hermana de siete años me dejó conforme, tranquilo y
plácidamente dormido. Ahora, a más
de 30 años del conflicto del Beagle, la explicación de mi hermana me
sigue pareciendo la más racional de todas las que escuché durante y
después del conflicto, ya que desde el 22 al 26 de diciembre de 1978
miles de soldados desfilaron, de uno y otro lado de la frontera, desde
los cuarteles hasta los pasos fronterizos de ambos países llegando en
algunos casos a toparse sin saber qué hacer y sin mucha certeza de cuándo
se debía disparar, al tiempo que miles de trenes desfilaban hacia los
mismos lugares con su carga de soldados, pertrechos y ataúdes macabros.
Fue el desfile militar más tenso que organizara el gobierno de facto
hasta la fallida guerra de Malvinas. Por lo que a mí respecta, todos los días de mi vida y hasta el fin de mis días, recordaré la noche del 22 de diciembre de 1978 como la noche del oscurecimiento, de la guerra, el niño y la noche. |
Jorge Esteban Mussolini
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
13 de septiembre de 2009
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