Oliverio, el Peter Pan de la literatura argentina [1]

por Delfina Muschietti

Universidad Nacional de Buenos Aires

Oliverio Girondo

Según testimonios orales, Jorge Luis Borges habría pronunciado la frase que da el título a este trabajo, y Oliverio por eso cortésmente le habría retirado el saludo. Borges, siempre sagaz, a pesar de sus prejuicios estéticos, dispara su flecha y esta gira en el sentido contrario. Porque si la frase quiso ser un agravio, con el paso del tiempo puede leerse como un elogio. Si Oliverio continuó siendo un niño o un chico fue porque nunca cejó en su espíritu experimentador e irreverente, y produjo así objetos raros y siempre desestabilizadores: sus poemas. Y al mismo tiempo, tenaz y persistente como todo imberbe no se dejó seducir por la voz de las sirenas de la institución literaria. Sus poemas continúan siendo frescos, móviles, productivos. Por el contrario, creo que la poesía de Borges, a pesar de su deseo más intenso, fue “un fracaso dorado” -como bien dijo el poeta chileno Enrique Lihn-, un pálido reflejo de su obra en prosa[2]. Borges abandona la vanguardia martinfierrista y reproduce a Lugones, Quevedo, Calderón, Whitman, Almafuerte, Ascasubi etc.: las voces de sus poetas admirados, ya canónicos, ya estabilizados en una norma. No los cita al reescribirlos, los re-escribe como en el juego paradoja! de Pierre Menard. Su poesía se acartona, se vuelve museo. Le deja la voz al otro-doble, el fantasma: el negador del cuerpo, la memoria, la experiencia, y allí pierde. No es casual que al hacer el balance de su obra poética en 1972, comience con una cita de Stevenson que reconoce esa imposibilidad:

“Y do not set up to be a poet. Only an all-around literary man”

Allí está su maestría, en ese movimiento periférico que su reflexión despliega acerca de la literatura. “Una poesía como la de Verlaine, la simple música de las palabras está fuera de mi alcance.” Dijo. Y podría tratarse de Verlaine o Valéry o Mallarmé o Rimbaud o Girondo. Poetas que con la música de y en la palabra anticiparon o cristalizaron para sus contemporáneos primero, y luego para los que vinieron después, las experiencias que estaban allí fuera de las zonas de visibilidad que el pensamiento hegemónico focalizaba.

Resulta interesante realizar un seguimiento del comportamiento errático de Borges en su posicionamiento en el mapa de la poesía argentina, para luego confrontarlo con las posiciones de Oliverio, y junto a él, la de Alfonsina Stoni, dos de sus contemporáneos.

1. La obsesión, la sombra de la obsesión de la amenaza perpetua del Genio Maligno

Si hay algo que puede señalarse de los comentarios críticos, las antologías y las reseñas dedicadas por Jorge Luis Borges a la poesía argentina contemporánea durante 20 años (digamos desde 1921 a 1941), es la reiterada caída en contradicciones y paradojas entre sus gestos programáticos -sus indicadores de lectura, y su propia producción poética, o también su falta de visión para con los cambios de sus propios juicios valorativos: ambos hechos asentados en aquello que podríamos considerar un núcleo resistente a desanudar aún para su propia conciencia de escritor. Un núcleo indomable que retoma de una u otra forma como la obsesiva y permanente amenaza descubierta en Freud y Foucault por la atenta lectura de Derrida[3]: el retomo fuera de toda lógica y “anterior al cogito” del Genio Maligno, fuerza “demoníaca” (son palabras de los propios Freud y Foucault), que designa a la repetición y la resistencia al análisis.

Derrida nos muestra que en la solutio linguae podemos encontrar la lengua desligada que hable de ese nudo resistente, que se presenta como inanalizable en su paradoja de ómphalos, pero que precisamente es en los rastros de la retórica donde se pueden desanudar los caminos del protocolo como artefacto de prejuicios, presupuestos y condiciones de posibilidad de una escritura-lectura.

En 1921, desde la publicación española Cosmópolis, Borges firma la selección y notas de una breve antología, con el título: “La lírica argentina contemporánea”. Destaca allí la figura de Macedonio Fernández (“negador de la existencia del Yo”, dice), los clásicos sonetos de Banchs, las composiciones totalmente olvidables de otros poetas justamente olvidados (Melián Lafinur, Rojas Silveyra, Bartolomé Galíndez) y abomina de los textos (también antologizados allí por él) de Alfonsina Storni y Fernández Moreno. De la primera, se dice que sus composiciones pretendidamente eróticas son más bien “cursilitas”: “son una cosa pueril, desdibujada, amarilleja” que repite palabras “baratamente románticas-flor, ninfa, amor, luna, pasión-". Para el caso del segundo, se afirma Borges en su condición de ultraísta para rechazar en Fernández Moreno la falta de “verdaderas intuiciones, en cuyo reemplazo campea un confesionalismo anecdótico y gesticulante o una reedificación trabajosa de estados de alma pretéritos.”

Podríamos decir que paradojalmente todos estos juicios asumidos con violencia irónica para con aquellos poetas que no entran en el museo ultraísta que Borges esgrime en ese momento son los que surgen en el lector contemporáneo rápidamente cuando se enfrenta con los poemas publicados por Borges en la década del 20 en diferentes revistas literarias argentinas. En 1922 en Prometeo de Paraná, en el número de la revista que comparte con Alfonsina Storni, saludada en esa páginas como una de las más grandes poetas de Latinoamérica, Borges publica “Sábado”. El poema está dedicado a recrear un encuentro con la mujer amada: “Benjuí de tu presencia” dice el primer verso, “miradas felices/de ir orillando tu alma” más adelante, para terminar: “los anhelos/ clavados en el piano/ siempre la multitud de tu hermosura” “sobre mi alma”. Estos versos bastan para mostrar el clima y el ritmo del texto, basados en una escena sentimental amorosa junto al piano[4]: estereotipo romántico beckeriano, podríamos decir, y con abundantes muestras de sentimentalismo y de la presencia clara, definida y escolar de un Yo, cuyo borramiento se saludaba en la poesía de Macedonio. A medida que avanza la década, también los poemas de Borges avanzan hacia rasgos del “más impávido conformismo”, como diría Oliverio Girondo en 1949 de sus antiguos compañeros de la revista Martín Fierro[5], rasgos que aparecen como evidentes en la segunda colaboración en la que concurre con Alfonsina Stomi.

En 1927 la sofisticada revista Aurea reúne en un mismo número poemas publicados por la poeta consagrada Alfonsina Stomi y el escritor Jorge Luis Borges, todavía en 1932 anunciado por la prensa como “joven promesa”. Y a había sucedido para entonces la publicación de las palabras injuriosas (las “chillonerías de comadrita”) que Borges le dedicara a Alfonsina en 1924 en la reseña de Telarañas, poemario de Nydia Lamarque. La confrontación de los textos que la revista Áurea reúne y que nuestros protocolos de lectura[6] reenvían a dos poéticas públicamente enfrentadas, nos muestra sorpresivamente que estas firmas han invertido su lugar. El texto de la mujer escritora parece inscribirse en una forma de vanguardia que las declaraciones de Borges siempre le negaron; y el texto del joven Borges, escritor inserto en las propuestas declaradas de vanguardia de la Revista Martín Fierro, niega resueltamente este programa desde un sentimentalismo kitsch, que siempre había sido atribuido a la chillona y demodée Alfonsina. En el aura de Aurea estas firmas, entonces, sugieren que las huellas de su escritura esconden máscaras insospechadas y desvíos que una lectura negligente ha obviado en aras de una historia oficial y su dictado hegemónico. ¿Quién osará decir que Alfonsina, a la luz de estas páginas, resulta más vanguardista y mejor poeta que Borges? Es necesario, entonces, seguir estos desvíos para releer una zona de la poesía argentina contemporánea, y reinscribirla, restaurarla a la luz de estas veladuras.

El poema “Versos con ademán de recuerdo” publicado por Borges cumple uno a uno con los elementos irónicamente detestados en los textos de Alfonsina y Fernández Moreno, así como niega el rasgo defendido en Macedonio: ya desde su primer verso “Recuerdo mío del jardín de casa” se instala en el confesionalismo, las frases cursililas (el molino amparaba como un abuelo), la afirmación de un Yo-territorio “nuestro” que fusiona el espacio del jardín-de-casa con la nostalgia de un pasado patriarcal que se defiende entre signos de exclamación y estrofas clásicas de cuatro versos cada una, frente a la horda invasora que agrede a lo “criollo”: “las italianadas de hoy”, que denuncia en su ensayo Evaristo Carriego, de 1930[7]. El poema “Luna” de Alfonsina, en cambio, en la forma de una larga e irregular tirada de versos defiende el fragmento por sobre la unidad, la mirada fotográfica que excluye al Yo, y una negación de la representación clásica que el adjetivo “inverosímil” aplicado al paisaje y su tratamiento en el poema pone de relieve.

Resulta indispensable también desanudar la retórica y los protocolos en los que descansan algunos textos críticos de Borges, publicados por la misma época en Proa. La crítica de Telarañas (1924), por supuesto, y las aparecidas en 1925, con el título de “Acotaciones”, dedicada a la lectura de Prismas, de su compañero Eduardo González Lanuza. En esta última establece un paralelo entre el ultraísmo español (versión española de las vanguardias históricas, lectores de Huidobro y Apollinaire) frente al argentino

Nosotros, mientras tanto, sopesábamos lincas de Garcilaso ....solicitando un límpido arte.... Abominamos los matices borrosos del rubenismo y nos enardeció la metáfora por la precisión que hay en ella, por su algébrica forma de correlacionar lejanías.

Más adelante insiste en su ataque a Rubén Darío: el libro de GL, dice, expresa “nuestro unánime sentir”, al reemplazar las “ palabras lujosas del rubenismo” por las de la “distancia”. La misma distancia que aparece como un valor destacado en la inscripción de los carros que se celebran por su criollismo en el Evaristo Carriego, y que el poema publicado en Aurea se empeña en negar con la insistencia sentimental en la primera persona yo-nosotros que sostiene el recuerdo y el tono elegiaco destinado al tú: el espacio protector y familiar del jardín de casa. Distancia que cumple en desmentirse con la promesa final de lealtad del grupo de pertenencia:

“ Yo pondré mi canto ahora/para seguir siempre acordándome”. Elegía y elogio de la vida a la vez campesina, que trae el tono de un clasicismo (“Garcilaso”) que no se condice con la vanguardia.

En la reseña de Telarañas de NL, 1925 hará nuevas reparticiones, algunas contradictorias con la anterior:

1. A las muchachas, como a los poemas, como a las flores que florecen en las “quintas” de zonas como Belgrano, sólo se les pide que sean “lindas” y en ellas se admira la “coquetería del sufrimiento”

2. que conmueve a “nosotros, varones, obligados al verso pensativo y a la palabra austera”

3. Nydia Lamarque usa muy poca metáfora: “ cábala que a mí me gusta de veras”

4. El sujeto es “la espera del querer, la víspera segura del corazón, las luces sabatinas encendidas para la fiesta” (casi un comentario de aquel “Sábado” que Alfonsina publicó en 1918 en El dulce daño)

5. “sus versos son mejores que los míos”

6. “rostros reflejados” en la poesía elogiada: los de “Nervo y Rubén

7. “belleza verídica y fácil” que provoca un efecto benéfico en el lector Borges, esto es, “ felicidad”

 

Ahora vamos a la frase polémica que en la misma reseña le dedica a Alfonsina Storni.

 

NL, dice, no suele incurrir

ni en las borrosidades ni en las chillonerías de comadrita que suele

inferirnos la Storni

Salta a la vista la contradicción que las opciones retóricas, indispensables guías de la deconstrucción en toda lectura- como nos advierte Derrida-hacen evidentes y develan al menos un conflicto, montan un artefacto de supuestos y prejuicios estéticos y de clase. El desprecio con que se nombra a Alfonsina, con una forma de “italianada” (la anteposición del artículo la al apellido de la mujer) contrasta con la familiaridad afectuosa con que se nombra a “Rubén”: el nombre de pila de una firma que en la reseña de González Lanuza aparece como el enemigo a derribar.

Las borrosidades son las mismas de las que se abominan como “matices borrosos del rubenismo” en la reseña dedicada a un varón, el que comparte el territorio designado por “Nosotros, los varones...”, que festejan la aparición del rostro de “Rubén” amigablemente nombrado tras los versos de la abogada Nydia Lamarque que florece en una quinta de Belgrano, pero que son las mismas que se rechazan en una mujer escritora de origen italiano, maestra y madre soltera. El apelativo despectivo la Storni está marcando una diferencia de territorio y clase. La Storni forma parte de las “italianadas de hoy”. Además, se agregan a las “borrosidades” otros dos elementos que acercan a Alfonsina a la horda invasora de los inmigrantes. Las chillonerías remiten al mal gusto chillón del candombe y el carnaval charro, nombrados en el poema de Borges como aquello que está fuera del cerco de “varas de bambú” que defiende al “jardín de casa”. Es que Alfonsina aturde como el carnaval con sus aires de comadrita y sus chillidos.

La frase Nosotros, los varones, obligados al verso pensativo constituye evidentemente un ómphalos, un nudo adesatar, un lugar ofrecido al análisis. Por un lado, porque en primera persona del plural dibújalas fronteras de un territorio que es a la vez retórico y genérico, y porque ese sujeto declarado aparece inserto en ese territorio gracias a un predicado, un participio pasado del verbo obligar. Etimológicamente, proviene del verbo latino ligare (ligar, unir), dice el Diccionario de María Moliner, “por la fuerza, o mediante amenazas //Compeler, forzar”. Con lo cual el territorio habitado se convierte en una forma de presidio o de exilio, si se quiere. Un varón obligado a exilarse de “los trebejos del sentimiento” y “del rostro de Rubén” que tan admirables se leen en el territorio retórico de las “muchachas”.

Un terreno que debe además defenderse: contra la insolencia de las murgas y el candombe, contra el chillido “que suele inferir-nos la Stomi”. Ese nos, que se demarca una vez más y se muestra en posición pasiva de defensa frente a una fuerza del exterior, la de esta mujer con voz y actitudes de varón (la comadrita) que no respeta las fronteras, los límites entre los territorios.

2. El doble desvío girondino

La poesía argentina del siglo le debe a Oliverio al menos dos zonas: la poesía urbana de los 60’ a partir de sus primeroslibros, la poesía experimental de los 70’-80’ a partir de En la masmédula: allí donde la lengua se parte y los territorios se abren. En esa hendidura radica, pienso, uno de las características más brillantes de su poesía: la voz de Oliverio nunca estaba donde se la esperaba.

2.1 El oro neobarroco

Cuando en sus “Membretes” de 1926 debió elegir un nombre para el panteón genealógico, Girondo elige al barroco Rubén Darío, y entre los discípulos de éste, prefiere el manierismo de Herrera y Reissig antes que el mármol nacionalista de Lugones o el criollismo sentimental de Carriego (los elegidos de Borges). Las consecuencias de este desvío vanguardista se hará escuchar en la escritura de los poetas de los 80', aquellos que siguieron las huellas silenciosas del libro que Oliverio nunca llegó a publicar. El Diario de un salvaje americano, delata desde el título la virulencia de su propuesta. Sigamos los trazos de esta historia.

Dice Guillermo de Torre en 1942, acerca de la larga perduración del simbolismo y su versión americana, el modernismo: “Desaparecieron ... todos sus ingredientes típicos fin de siecle', es decir, sus ribetes decadentistas y exóticos, su manierismo preciosista, su delicuescencia lunar.”[8] No es casual que en el otro fin de siglo, los últimos años del XX, estas características resulten, a despecho de Guillermo de Torre, casi una descripción de lo que perdura del modernismo en las escrituras de los poetas llamados “neobarrocos”[9] a uno y otro lado del Río de La Plata, en Montevideo y Buenos Aires. Una descripción y casi una cita: “delicuescencia lunar” bien podría hallarse como fórmula del chorreo, de las materias gomosas y la sonoridad estirada, en versos de Néstor Perlongher o Roberto Echavarren. Una estela barroca pulverizada y expandida a partir de dos poderosas máquinas de lenguaje: las escrituras de Julio Herrera y Reissig, y la de Oliverio Girondo[10]. Poderosas, excesivas, inagotables, estas máquinas han dado lugar a diversas zonas de expropiación y captura, de modo que los poetas neobarrocos han puesto a funcionar diferentes rasgos y gestos estilísticos desde la lectura de Herrera y Girondo, con ciertos tonos, aires y dicciones en común.

Marosa Di Giorgio ha leído en Herrera, por ejemplo, sobre la textura del terciopelo, entre doméstico y exótico, el rielar de un constante devenir animal, la mutación imperceptible pero indomable, entre el horror y la fascinación, propia de los cuentos infantiles, y del imaginario paisano y pueblerino.

“niños o pájaros los dos”

“tus dedos picoteaban al descuido

a fresa que asomaba entre la bata”

“y, al par, mi beso -como un silfo diestro-

fugóse por tu nuca de heliotropo”

“y florecieron bajo tus pupilas

como sonrisas muertas de tus ojos

dos diminutas mariposas lilas”[11]

En ese picotear aletean alas negras, una sombra sobre la bata y la fresa, un puntazo repetido, una torsión manierista del rostro. Un deslizamiento hacia lo gótico fuertemente presente en el último Herrera (el de PA) con su cortejo de espíritus, vampiros y ataúdes. En Marosa, el mismo vaivén entre el picotear y el gesto sutil. La misma serenidad también del texto de Marosa para señalar como evidente relaciones y mutaciones, apariciones misteriosas:

lo extraño aparece familiar y el movimiento contrario pone el artificio en la conexión natural: sonrisas-ojos, zonas del rostro reconocibles como parte de un todo. Descomposición y proliferación: el rostro desencajado, el fondo de los ojos puesto levemente en fuga en el movimiento del florecer encadenado a dos mínimas y evanescentes mariposas. La boca aquí viaja convertida en espíritu del aire, se extravía en la estructura prolífica de una nuca vuelta vegetal arborescente, flor coloreada en movimiento.

Como en el mundo sagrado de Marosa, donde no hay jerarquías más allá del brillo erizado de la sensación, de los afectos: odio, amor, envidia puramente deleuzianos se entrelazan en las superficies mutantes de mamá y papá, la gallina, la mulita, el lobo, la mariposa o la niña: moviéndose en las orillas de los colores y las texturas del organdí y los tules invisibles sobrevenidos, en una cotidianidad del misterio.

La mulita quedó verde pálida bellísima, casi celeste, en el paroxismo del temor.

Corrió con sus menudas manos por las sendas y rosales; y se hundió, y

reapareció,

ya vuelta oro, pedrería, ya vuelta estuche, engarzado y tachonado[12].

Marosa extrema, entonces, ese movimiento mutante, doble, que se disparaba en los versos de Herrera: velocísimo el texto de Marosa no detiene nunca la posibilidad de replegar y volver otro cada uno de sus detenimientos: cuerpo, color, espacio. Si la madre empolla, la niña saca alas, el ají tiene boca, “dientecitos”, y su resplandor pasa de verde a granate, las arañas tejen sin parar, los centros se desplazan:

La ciudadela avanzó hacia el lugar de los jardines, y hubo mármol rosado

donde antes había albahaca.” {Idem)

¿Pero no era este mismo movimiento transmigrador el que aparecía en los poemas de Girondo, desde Espantapájaros hasta En la masmédula: un yo incapaz de reconocerse, siempre mutante de zapallo a zanahoria a magnolia, mirándose en el lugar por dónde ya había pasado, “camaleónico”, ausente? Un yo travestido, “yo vamp”, “poetudo”, viajando en el lenguaje su propia mutación expropiada. Es otro el tono, sin embargo, francamente burlón, displiscente, o festivo o escépticamente desgarrado. El tono Girondo se densifica, más atado a la materialidad del fluido, de los fluidos corporales: a partir de su escritura ingresa al campo de la poesía rioplatense la zona “contaminante” de las aguas del río: redes cloacales, basura, virutas de aserrín, detritus, entramado con los fluidos excedentes y excesivos del cuerpo. Desde el semen hasta el vómito y el pis que chorrean en Persuasión de los días, el fluido girondino también extrae algunas de sus vetas de la máquina que Herrera ha puesto a funcionar. Desde el “transmigrados” {Maitines de la noche, 1902) hasta los “vagos infra-rojos” de Los éxtasis de la montaña (1904 y 1910), es notable advertir la letra que sigue Girondo: desdeñoso del modernismo lugoniano se vuelve, sin embargo, hacia Herrera, para expropiar las zonas de esta poesía que se disparaban hacia su propia escritura. ¿Cómo no escuchar en “transpiración de virgen” el gusto de Girondo por el giro impactante de lenguaje que burla lo altisonante al emparejarlo con lo más prosaico y ligado a ese “detritus” corporal del que hablábamos arriba? ¿Cómo no releer en el “aridandantemente” de En la masmédula, el repliegue y el estiramiento del “espiritualizadísimamente” de Herrera? Cómo no superponer, en fin, al “conventillo de calabreses malcasados” de Espantapájaros el gusto de Herrera por el “amasijo”, la “francachela”, el “rezongo”, “el eco de una murga errante”.

El sabor de una voz popular entre urbana y paisana, que Néstor Perlongher y Roberto Echavarren convirtieron en una gestualidad sonora que cruza la voz del tango con la huyente de madres y tías barriales. Del “mantelcito” y la “roña de esta casa” a la toilette, el boudoir, el “rosicler” del “bretel”. Entre el ARREBOL y el ARRABAL, la posibilidad de establecer una continuidad con el pasaje de la O a la A, y a la vez instaurar un tajo y un tatuaje.

Dice Perlongher:

Cómo urdir un territorio

cuyas fronteras fueran tan lábiles que dejasen

[penetrar

el flujo de los suburbios y la huelga de las

[panaderías matinales

el zaguán de la estela, ese temblor

de la alpaca en el mingitorio iluminado.[13]

Urdir territorios, armar y desarmar, correr fronteras o hacerlas puro fluido, que, al igual que en Marosa, no respete jerarquías de clase ni género: destituidas esas diferencias, un “temblor” impersonal que infiltrara la voz del barrio (Avellaneda, o Quilmes) en la voz dorada del elixir lezamesco, la luz del mingitorio en el fulgor de la estela. Un devenir “barroso” como le gustaba decir a Perlongher (y que Girondo había anunciado en su “macrobarro”, EM), que confundiera las profundidades melancólicas del Plata. Esa confusión opuesta a confesión enfoca, ilumina, escenas antes vedadas (como la homosexual en los baños), y dice prosaicamente “mingitorio”, con eco girondino. La luz ilumina- flujos y zonas “bajas”, proletarias, culturas “bastardas”. Como el Negritos, de Arturo Carrera:

La brisa por su erizada presencia

aquí en el África del campo

.........................................

Negritos en el campo de la luz[14]

El lenguaje de Carrera alisa las diferencias en un desierto campo/África, un hiperespacio que se abre a los picos de la repetición: bri, eri, pre, fri, gri. Como el fru-fru de Herrera, musicaliza y estiliza el contacto de los cuerpos (ahora de los varones), hacia las sutilezas evanescentes de Juanele Ortiz. Echavarren prefiere, en cambio, resonar en el eco del tamboril un ritmo vibrante y machacón: prefiere las “espaldas enchastradas”, “un vientre pendular”, colores “fucsia fosforescente” o “verde pistacho” (en Universal ilógico, 1994) en el seguimiento de esa superficie de contacto que es el traje, el vestido: límite y frontera del cuerpo que se abre, se desgarra o se sigue ardorosamente en la luz técnica de la disco. Se sigue y se pierde, porque la disco es modelo de ese hiperespacio moderno donde todo es simultáneo, confluyente, fragmentado y mutante a la vez. Versión sintética y acelerada del carnaval, la disco es el punto más alto del derroche, la pérdida de sí y la saturación en lo efímero y veloz. Espacio signado por la “luz negra” y el “láser”, la disco conforma nuevos modos del roce, el contacto entre cuerpos y texturas, nuevas visibilidades:

Casi no la veía, las manchas de la luz

la atigraban, la unían a los amigos que

[bailaban también

a nuestro alrededor

como animales muy ágiles,

[muy leves.

No... pájaros... pero sí felinos saltando, y oseznos

jugando y focas en el agua,

muy veloces, muy brillantes y oscuros.

Hasta que nos inundó la luz negra.

 

Con los ojos de fósforo, los dientes que

(restallaban,

forzando el color más diáfano,

nos volvimos más visibles;

(La banda oscura de Alejandro, 1994)

Así el paisaje de la disco, pura vibración eléctrica, conjuga la selva, el bosque, el campo y el mar en el vértigo de la percepción más aguda: como los saturados diseños kitsch que describe Abraham Moles[15] El poema de Carrera ve en la disco el veloz continuum del devenir que se apropia de los cuerpos y los devora, cortándolos, haciéndolos mutar fugazmente una y otra vez, exasperando el estremecimiento de la sensación: allí donde se derriban los límites entre lo natural y lo artificial, el día y la noche, estar despiertos o estar en el sueño. Como en la mirada oriental del Libro de las mutaciones, y en contra de Spinoza, nada persiste en su ser. Y la atención sonámbula e infantil que Carrera aprendió de Juanele Ortiz y su irisada fijación en la transparencia, aparece aquí puesta a funcionaren el espacio esencialmente frívolo de la disco revelando el artificio de su técnica. El mismo continuum que Carrera percibe en el pasaje de unas “niñas, lolitas” a un detalle de mármol “en la cantoría de Luca Della Robbia” a la siesta del campo al olor del pasto recién cortado en el parque, para concluir:

...la nariz multiplica las formas,

los secretos imprevistos,

las pesadillas de esponjosos mármoles azules

(Idem)

Multiplicidad de formas y proliferación de la materia cambiándose en el fluido del verde al azul, de lo estable y duro al mármol airificado, esponja en el mal sueño del oro, ese estigma barroco:

Las vasijas colmadas del oro

que buscamos con las sensaciones

(Idem)

Colmadas o derramadas como ese yo de los poemas de Carrera, que se pierde, se desconoce o se derrite hacia esta primera persona del plural, máscarilla de lo impersonal, en la que el lector se lee desencajado en la inminencia:

todo se despeñaría en cada división de la luz

y del instante que te anuncia

 

Ajena posesión

mismo infinito inmóvil,

alterable.

(Idem)

Desapego de la contradicción que se lee siempre como el espejo de un yo inhallable, inubicable (“¿dónde estoy?”). Ajena posesión de uno y otro, fauno y lolita, humano y animal, expandiéndose con la velocidad de lo que se altera infinitamente, en el máximo de extrañeza y de intimidad que suscita el contacto con el lenguaje, nunca propio, siempre soplado.

Con “el borde estrellado del lenguaje”, entonces, hay que jugar con placer infantil: darlo vuelta, partirlo, armarlo y rearmarlo, en el extravío de un sentido ya perdido desde siempre. Encontrar ese imprevisto que hable con la paciencia del azar, y la sagacidad de una percepción desvelada y atenta. Pero alejándose de la experiencia surrealista se trata de un monstruoso rigor en el exceso de las maneras. Si hablamos de hiperespacio, debemos agregar hipersintaxis, hipermanierismo. Tensión máxima de la superficie del lenguaje que Girondo explayara desde Espantapájaros hasta En la masmédula, articulando hasta el extremo el eco y el resonar de un significante en el otro en la secuencia horizontal del sintagma: cadena de palabras, de sílabas, produciendo un concetrado brillante e irrepetible, intraducibie, 16 de lenguaje, que a la vez que sostiene la espacialidad cronológica y vectorial del tiempo la hace estallar en irradiaciones múltiples:

yoyollando

Saturación de las posibilidades infinitas de combinación que los neobarrocos vuelven a explotar con minuciosa ironía. Si el humor de Girondo se volvía sobre el propio lenguaje ante lo imprevisible de la combinación y la connotación expandida (“el egohueco herniado”, el “fofo fondo”, el “posmascado pálido”), el humor de los neobarrocos se pliega sobre el procedimiento mismo extremándolo y agotándolo, exhibiéndolo como artificio en lo que podríamos llamar hiperkisteh. Si el texto de Girondo despliega las instancias de la selección sobre el eje de la combinación, según la vieja fórmula de Jakobson, en ese movimiento de superficie retrasa la estabilidad del sentido, suspende los acuerdos de la convención, y vuelve cada palabra un objeto desmontable e irradiador de múltiples brillos, provocando un efecto de saturación que los neobarrocos retomarán y combinarán en esc abarrotamiento veloz que viene del kitsch y el neo-kitsch.

Así, la torsión manierista de Herrera (la rima sutil/acrobatil, el adjetivo “plenilunial”, el verbo “epilepsiaban”, el verso “Ursula punza la boyuna yunta”) vuelta hacia el colmo del mal gusto es repuesta con admiración irónica, y extremada en la necesidad de corroer las formas estetizantes del “buen decir”, que ocupan desde la perspectiva neobarroca el lugar del Kitsch del consumo cultural. Si Perlongher replica en “desmemoria pupilar”, Carrera en las “dentirrostras rodillas”, Echavarren en “oblongos oblicuos”, Susana Thénon se deslizará más girondinamente hacia el “porno complutense”. En todos el mismo desparpajo de Girondo para burlarse del arte oficial, el arte del “término medio”. Instalarse en este desvío significa pasar del hipermercado al hipcrkitsch17. Es decir, si el kitsch envasa al arte para volverlo un objeto más de devorador consumo, un retazo de lo inútil bienvenido en la góndola del hipermercado, que debe acatar su ley en la trama de lo estético con lo políticamente conveniente; entonces, el hipcrkitsch neobarroco desanudará este pacto de conformidad con el bien decir estético y político extrayendo el procedimiento y tensándolo hasta el límite en el que este se vuelve su contrario: sus volutas no serán moderadas sino exacerbadas hasta la irritación, el poema no se exhibirá como joya (“perla irregular” del barroco) sino como baratija, bijouterie irisada, la mirada no se dirijirá a las altas esferas del arte sino a la luz del ring o del mingitorio o del murgatorio, a las zonas bajas de la canción popular, de los fluidos corporales: “escupiendo, orinando, escribiendo, reptando” enumera Susana Thénon en Ova Completa (1989) desjerarquizando el lugar de la escritura. Desjerarquizar, cambiar de lugar, invertir. Así como Marosa termina con la mulita ya vuelta estuche y tachonado, el campo se re-nomina bajo la mirada del niño urbano que cita Carrera un “balcón” (AYY)\ o los objetos sí del consumo espejean como pequeños juguetes, abandonados de cualquiera de las formas del valor (uso, cambio), más allá de los dibujitos diseñados para el marketing: la publicidad leída como cartas o cuadros, las marcas exhibidas como marquesinas doradas: “Neck booklite/-made in china-/” {La banda...). O por el contrario, la burla del libro o del discurso académico-crítico como mercancía en la altinsonante voz del mercachifle que amontona Kafkas junto a biromes y ballenitas, en el texto de Susana Thénon. O la trama amorosa de los varones en Echavarren cruzada por el sueño del gato Garfield; o la boca devoradora de Perlonghcr que engarza “modistillas” a lo Carriego con el “chupón” brutalmente material a lo Girondo, el tono malevo y gaucho con el de tía de barrio y la cita de Darío: un caudal polimórfico y voraz confluyendo en el río de cadáveres de la dictadura: una zona iluminada desde la oscuridad.

2.2. El retorno al campo

Cuando en 1946 Oliverio escribió Campo nuestro, después de tanto desparpajo urbano y chicas de Flores: ¡por fin se volcó a lo nuestro!, dijeron las voces de Sur, la revista dirigida por Victoria Ocampo. Pero se encontraron con un nuevo chasco. Porque Oliverio había emprendido otro viaje y esta vez se trataba de una excursión al Cementerio de Indios en Quilmcs18, y la voz que escuchaba no era la de Roca “civilizando” la pampa sino la del ritmo del desierto y el tam-tam yo de la rima. Siempre a contrapelo de la lectura hegemónica, que esta vez creyó que su libro se hallaba inscripto en el retomo a la veta nacionalista y “telúrica” que se hacía fuerte en la poesía de los 40. Pero una vez más sigamos la historia del contexto desde la crítica de Borges.

Veinte años más larde de aquella antología publicada en Cosmópolis, Borges firma en 1941 junto a Silvina Ocampo y Bioy Casares una Antología Poética Argentina}[19] El Prólogo lleva la firma exclusiva de Jorge Luis Borges, quien se llama a sí mismo “el agredido compilador”, previendo las críticas del “público” y aclara “yo también soy el público”. Las críticas, dice, “inevitablemente denunciará pecados de omisión y de comisión” porque “Ningún libro es tan vulnerable como una antología de piezas contemporáneas, locales”. Dicha vulnerabilidad, ostentada, puede leerse -antes que en la elección de uno u otro poeta- en el contraste de modos de leer que surgen al poner en constelación la antología de 1921 y la de 1941. Según el prologuista, “el índice registra todos los nombres que una curiosidad razonable puede buscar”, más allá de “nuestras preferencias”. Vuelven a estar seleccionados Alfonsina Storni y Fernández Moreno.

Ahora, este último se incluye en la lista de “ciertos poetas mayores— Almafuerte, Lugones, Banchs, Capdevila, Ezequiel Martínez Estrada, Fernández Moreno”, a quienes se les dedica más espacio y de quien se seleccionan mayor cantidad de textos. Para el resto, figuran tres (o dos) composiciones de cada autor. En esta segunda línea se hallan Alfonsina Storni y Silvina Ocampo, con tres poemas cada una, aunque la segunda es destacada aparte en un párrafo, una segunda lista, esta vez sólo de poemas, de los cuales el prologuista afirma “quiero asimismo enumerar”. El final de dicha lista concluye con “Enumeración de la patria” de Silvina Ocampo.

Curiosamente, en el párrafo siguiente el agredido compilador se dedica a ironizar sobre los “literatos” que veneran “lo popular” atado a una categoría: lo argentino o nacional, “desdeñado por los fríos intelectuales”, dice, caricaturizando futuras críticas. Se refiere especialmente a “la vasta epopeya colectiva que suman las letras de tango”. Sin embargo, cuando seguidamente se propone terminar con el mito de las características supuestamente “argentinas” enumera:

Una: La categoría geográfico-sentimental argentino nada tiene que ver con lo estético. Otra: Ciertos poemas que deliberadamente rehuyen el color local -verbigracia, los lúcidos sonetos de Enrique Banchs - son, sin habérselo propuesto, muy argentinos.

Ambas características enumeradas y rechazadas con ironía, son rasgos claves en sus “Versos con ademán de recuerdo” de 1927, y vuelven a ser claves en la “Enumeración de la Patria”, de Silvina Ocampo, de 1941.[20] En largas estrofas de endecasílabos con rima final consonante, dicho poema pasa revista desde “la mano indicadora de San Martín” hasta el “dulce de leche”, “las invasiones inglesas”, “El grito del chajá y del terutero”, “nombres melancólicos de estancias”, los “palúdicos mosquitos”, la “Frescura del jazmín/.../..Magnolias, malvas rosas”, “el fervoroso olor de los zorrinos”, “Grandes patios con muchas ventolinas”, “Tus gauchos invisibles”, “Potreros alambrados y cañadas/jagüeles y tranqueras atrofiadas”, etc. Se trata de tú a la Patria con mayúsculas, y se enumera lo visto, olido y oído que circunscribe un territorio que en el recuerdo se funda como “nuestro” una vez más, con intención escultórica y elegiaca y un punto de situación de la que habla, claramente repetido: las “nostalgias” de la niña de trece años, atenta a “Tus paisanos/ esplendores, tus campos y veranos/, Sonoros de relinchos quebradizos.” A pesar de ello, alguna adjetivación rara, algunas confluencias extrañas de la enumeración delatan en algunos momentos del texto cierta composición o forma un tanto más audaz que el poema de Borges de 1927, del que nada se puede rescatar a los ojos del lector de hoy.

Oliverio Girondo hará alusión polémicamente a estos mismos rasgos, cuando asuma en 1949 la defensa del periódico Martín Fierro. Defensa que, a medida que se lee, se vuelve cada vez más evidente y a pesar de sí, como defensa de la escritura propia. Desde nuestra perspectiva de lectores de fines del siglo XX y comienzos del XXI, resulta claro que la poesía de Oliverio Girondo es la única escritura de experimentación vanguardista de la lista que incluye la Revista Martín Fierro. Así, Girondo se defiende de las críticas que señalan en Martín Fierro una literatura anti-nacional:

Y no ha faltado tampoco -dentro de los escritores de la más nueva promoción- quien le endilgue un nacionalismo sin contacto con la autenticidad nacional que al ir, en busca de lo pretérito, se regodea en los temas históricos y el folklore.

Más adelante intenta explicar “el desapego de casi todos los colaboradores hacia los oropeles de la historia y el infantil encanto de lo folklórico”. Despego que desmienten los poemas de Borges, ocupados de cantar a Facundo Quiroga y al almacén rosado que funda Buenos Aires, junto al truco.

No es inocente tampoco que el poema de Silvina Ocampo se halle casi en el centro de una arco temporal que va desde 1938 hasta 1946, fechas en las que se publicaron sendos poemas largos dedicados al campo (en realidad única Patria sostenida como vivida en la larga Enumeración), firmados por dos de los poetas que Borges se encargó de denostar a lo largo de su carrera como critico y lector. Alfonsina Storni publica en 1938 el Kodak pampeano[21], que pasa totalmente inadvertido para sus contemporáneos, y en 1946 Oliverio Girondo su vapuleado Campo nuestro. En ambos casos, lejos de resultar textos que intenten fundación y apropiación de un territorio “nacional”, se trata de lugares de experimentación de la mirada y la lengua, en ese cruce en el que percepción y subjetividad se encuentran en una voz que respira. En el caso de Alfonsina, el yo se coloca detrás del aparato fotográfico, el poema se sucede en breves frascos en prosa, separados por el silencio en blanco de la página, en los que se trata de enfocar el detalle de color o sonido que desanuda la representación clásica y hace volar vacas o pájaros en el mismo nivel que un coro de grises en el cielo. Ni nostalgia elegiaca ni exaltación mística frente a la pampa: sólo una mirada desapegada pero atenta a la mínima vibración instantánea del aire o la luz en el infinito desierto, descompone la idea de totalidad en fragmentos, y la del yo ausente en mirada maquínica. Ni rima ni verso, frases con el ritmo de una voz respirando, experimentación de una forma, el poema en prosa, que desde 1919 Alfonsina trabaja de manera subterránea, junto a sus libros en verso.

En 1946 Oliverio Girondo, cuya poesía había sido hasta entonces escandalosamente urbana, publica inesperadamente Campo nuestro. Desde la revista Sur, el crítico César Rosales saluda el “regreso” del poeta a las fuentes telúricas, y espera que el tiempo le conceda “la gracia de encontrarse definitivamente con nuestro campo” en una “poesía honda, vertebral, bien enraizada en la tierra y en el corazón”. Pero, lamentablemente, dice Rosales, aún no ha llegado ese momento. Girondo, por ahora, ejerce violencia sobre este nuevo objeto de su poesía porque no lo conoce[22]: “apenas si ha reclinado la sombra de su cuerpo sobre los pastos, apenas si ha dejado reposar su espíritu errabundo debajo de un alero”. Por eso, en realidad -dice- “Girondo canta aquí a la orilla del campo”... “donde ahora ha instalado su tienda de nómade improvisador”. Aguda observación la de Rosales, que a pesar de sí y de su tono moralizante, lee en este retomo de Girondo a las fuentes los rasgos de una escritura experimental, que trabaja violentamente en el límite y no se detiene, porque su casa es una tienda, siempre precaria porque nómade, y su voz suena extranjera allí donde resuena. Porque su campo no es el del espacio elegiaco de Lugones ni el de los poetas neorrománticos de los 40’, atravesado por el ideal nacionalista-civilizador-burgués del General Roca: frente a la Roca, Girondo elige la arena y el viento del desierto. El de Girondo es un campo experimental, y allí en ese laboratorio del campo-cielo del lenguaje se prepara el despliegue de la obra mayor. En la masmédula (de 1956). Y vuelve a acertar Rosales, a pesar de sí, cuando dice: “y tiende... a descubrir el cuerpo ingente de una realidad que sobrepasa confusamente los límites de su percepción”. Campo experimental y campo de batalla en el que se jugará el porvenir de nuevas maneras de pensar la relación entre cuerpo propio y otro, subjetividad y percepción, lenguaje. El campo de Girondo es campo-macho-padre y a la vez campo-madre-vaca, y también campo-niño o campo santo: ese lugar donde el infinito no da lugar a las fronteras, y el movimiento es el devenir o la mutación, contra toda ortodoxia. El campo de Girondo es silencio, puro cielo, campo nada: sacro canto llano. Es la búsqueda declarada de un nuevo ritmo, la apropiación de “un eco entre las ruinas”. El fin de una forma sobre la página-campo y el comienzo de otra que escucha ahora el tam-tam indígena de la rima y el juego sonoro que descompone la unidad de la lengua.[23]

Cumpliendo así con las premisas de su condición de cterno-niño-experimentador, Oliverio se acercó a los aires del campo-cielo y lejos de atrincherarse en la seguridad de los alambrados o en las fronteras de una lengua “nacional”, dejó abierto el camino para que poetas posteriores, como Arturo Carrera, siguieran su huella en la re-lectura del campo para la poesía argentina contemporánea. Dar vuelta una tradición fundante, persiguiendo el desierto infinito de Mansilla y su oído atento al murmullo letánico de los oradores indios, antes que asentarse en el territorio escolar de Echeverría. Y sin detenerse, Oliverio siguió un paso más allá y escribió En la masmédula. un colmo del nomadismo.

NOTAS

[1] Este trabajo forma parle de un libro en preparación: Más de una lengua; un nuevo mapa de la poesía argentina contemporánea.

 

[2] He desarrollado un análisis de la poesía de Borges en La poesía de Borges: un fracaso dorado, Buenos Aires, Espacios n. 6, 1986.

 

[3] Cfr. Jaques Derrida (1996). Resistencias del psicoanálisis. Buenos Aires. Paidós, 1997.

 

[4] Uno de los signos más conservadores de aquello que la clase media alta naciente pretendía de la “cultura” de una mujer de la época.

 

[5] Oliverio Girondo, El periódico Martín Fierro, 1924-1949, Buenos Aires, Imprenta A. Colombo, 1949.

 

[6]

 

[7] Hemos dedicado un análisis exhaustivo a este poema y al de Alfonsina en “Borges y Alfonsina en aura de Aurea

 

[8] “Estudio preliminar” a Poesías completas, de Julio Herrera y Reissig, Buenos Aires, Losada, 1969 (4ta. edición).

 

[9]  Los poetas neobarrocos no funcionan como grupo ni tienen un programa común a la manera de las vanguardias tradicionales, valga el oxímoron. Se trata de un conjunto de producciones poéticas que retrospectivamente pueden leerse como un conjunto con algunos rasgos en común. Cfr. “Caribe trasplatino”, el Prólogo de Néstor Perlongher a la antología Caribe trasplatino. Poesía neobarroca cubana e rioplatense, Sao Paulo, Iluminarias, 1991. Perlongher incluye, además de los poetas cubanos José Lezama Lima, José Kozer y Severo Sarduy, a los rioplatenses Osvaldo Lamborghini, Arturo Carrera, Tamara Kamenzsain, Roberto Echavarren, Eduardo Milán y su propia producción. Menciona a Reynaldo Jiménez, Eduardo Spina y Marosa Di Giorgio. Se podría ampliar la nómina con la última obra de Alejandra Pizarnik y la de Susana Thénon, y muchos otros ya y velozmente epigonales.

 

[10] Basta leer uno de los pocos epígrafes de Herrera y encontrar la firma de Góngora., o leer algunos de los Membretes girondinos en los que se delata una aguda observación sobre el barroco americano, y su admiración por Darío, para comprobar la fuerte conexión de estas escrituras de gran experimentación y el artificio barroco. Basta también rearmar las genealogías que los mismos neobarrocos establecen con Herrera y Girondo (especialmente con el Girondo de En la masmédula) en el Prólogo ya citado de Perlongher, en el de Arturo Carrera a Universal ilógico de Echavarren, en “Barroco y neobarroco” del propio Echavarren (en A Palavra Poética na América Latina, Sao Paulo, Fundacao Memorial da América Latina, 1992), en numerosos reportajes e intervenciones públicas de todos ellos (cfr. la colección de Diario de poesía, que incluye notas y reportajes a los arriba mencionados, y a Susana Thénon y Marosa di Giorgio). Para las relaciones entre Girondo y el barroco, cfr. también Aldo Pellegrini “La poesía de Oliverio Girondo” en Antología de OG, Buenos Aires, Barcelona/Argonauta, 1986; y el ensayo de Jorge Schwartz “A trajétoria maismedualr de Oliverio Giorndo” en la traducción de En la masmédula publicada por Régis Bonvicino (ver nota infra).

 

[11] Estos versos y los anteriores citados de Herrera y Reissig pertenecen a Los parques abandonados, 1910.

 

[12] Marosa Di Giorgio, La falena, 1987.

 

[13] de Parque Lezama, Buenos Aires, Sudamericana, 1990.

 

[14] de Negritos, Buenos Aires, Mickey Mickeranno, 1993.

 

[15] Cfr. Moles, Abraham (1971) El kitsch, Buenos Aires, Paidós, 1973.

 

[16] A contrapelo de este desafío, ver la excelente propuesta de traducción al portugués de EM realizada por Régis Bonvicino con el título A pupila do Zero, Sao Paulo, Iluminarias, 1986.

 

[17] De acuerdo con la definición del poeta que da Pier Paolo Pasolini: “¡El no es un comprador! ¡El es un productor que no gana! ¡El es alguien que produce una mercancía que puede y no puede comprarse! ¡Y, si por casualidad se compra, no puede consumirse! ¡Peor que el plástico o el alquitrán o los detersivos!” en (1975), La divina mimesis, Barcelona, Icaria, 1976.

 

[18] Acerca de esta aventura de Girondo, ver el estudio preliminar de Raúl Aniclo a Obras completas de Oliverio Girondo, Colección Archives, Paris, Unesco, 1999.

 

[19] Buenos Aires, Sudamericana, 1941.

 

[20] Este poema aparecerá junto a otros, en una compilación de poemas de Silvina Ocampo editado por Sur.

 

[21] Este texto se halla recopilado en las nuevas Obras completas, de Alfonsina Storni, cuya edición ha estado a mi cargo, y que fue publicada por Losada de Buenos Aires a principios de este año 2000.

 

[22] Este desconocimiento del objeto que Rosales reprocha a Girondo, es el mismo desconocimiento que Prieto (Op. cit.) demuestra como fundante en Sarmiento o Echeverría; cfr. también el trabajo de Graciel Montaldo (1996), “Nacionalismo, regionalismo: identidades” en Actas del V Congreso Internacional del CELCIRP (en prensa).

 

[23] He trabajado este aspecto de la obra de Girondo en el tomo de sus Obras Completas, Paris, Archives, 2000.

Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, de Oliverio Girondo

Publicado el 6 sept. 2016
En este capítulo el protagonista se cruza casualmente con Tom Lupo con quien comparte sus desvelos y perplejidades. Con la dirección de Gabriel Reches.

Cuidado con el Perro | Temporada 4 | Capítulo 016: Oliverio Girondo

Cultura Señal U / Publicado el 20 DE MARZO 2018

 

por Delfina Muschietti

Universidad Nacional de Buenos Aires
Revista de Literatura Hispánica INTI N° 52-53 OTOÑO 2000 - PRIMAVERA 2001

Providence College

Link del texto: https://digitalcommons.providence.edu/inti/vol1/iss52/7/

 

Oliverio Girondo en Letras Uruguay

 

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