Tomado
de
“La pasión según Georg Trakl. Poesía
y expiación”
.
Hugo
Mujica Editorial Trotta. 2009. |
5.
El grito
I.
Hay
épocas en que la realidad se abre, se abre paso, pasa rompiendo, dramática
o sutilmente, pero emergiendo, abriéndose espacio para mostrar lo que aún
no mostró.
No
expresó.
Irrumpiendo,
originando, como lo que todavía no es. Como vacío.
Nada.
Lo
primero que se resquebraja, se fractura, es la
imagen
de esa misma época, su
forma
,
las categorías a través de las que hasta entonces se interpretó
la condición humana, su estar en el mundo, y ese, su mundo.
El
escudo bruñido o el espejo sobre el que el ser humano busca reconocerse.
Reflejo
en el que busca confirmarse.
La
unilateral imagen en y con la que esa época, como toda época, intentó
detener la vida, asegurarla para sí. Contenerla.
También
dominarla.
Hay
épocas en que la realidad se abre, armónicamente, como un fruto maduro,
o violentamente.
Estalla.
Unas
se abren, otras se parten: el continuo de la historia se rompe, la ruptura
se instala.
Hay
épocas en que toda ella es ruptura.
Épocas
enteras en que se vive sobre esa quebradura, ese abismo temporal. Se vive
sin la tierra firme sobre la que apoyar la necesidad humana de sostén.
La
ilusión humana de firmeza, la necesidad de seguridad.
La
mentira de olvidar su finitud.
Son
épocas en que pareciera que sólo el arte tiene la capacidad de captar,
captar lo que pasa intuyendo, avizorando lo que llega.
Lo
que aún no tiene nombre.
De
situarse en esa delgada línea entre el miedo y la esperanza,
la
repetición o la creación.
También
de desnudar.
Mostrar
las fisuras, incluso, dilatarlas. Plasmarlas: dar sentido al vacío, crear
desde y en él.
Soportarlo.
Abrir
espacio a lo que suele llegar sólo y siempre después. Después de que se
abandonó toda seguridad.
Toda
repetición.
II.
También,
al fin de cada época, se resquiebra el estilo, el arte con el que esa época
trató de dar forma simbólica al incontenible exceso de lo real.
El
expresionismo fue la respuesta, o la abierta pregunta, a un tiempo de
rupturas, de inseguridad. De disolución y crisis.
Tiempo
de Trakl.
Las
firmes formas del día perdían su luz, la ebriedad de las noches las
confundía.
No
fue tiempo de amaneceres sino de crepúsculos. Ocasos.
Es
tiempo de noches y de marcadas sombras.
Si
su antecesor, el impresionismo -positivista y burgués, hambriento de luz
y brillo- buscaba atenerse a los objetos tal como se presentan; el
expresionismo, su contestación, busca la intimidad del objeto, su esencia
expresiva.
Su
desborde, su excedencia.
El
derroche.
El
impresionismo fue latino, como tal respondía al temple que celebra el
encuentro acogedor de la naturaleza y el hombre, de ella y las facultades
humanas que la contienen, sobre todo la intelectual.
En
el impresionismo, exagerando, la imaginación, es decir lo subjetivo,
estaba vedado.
El
impresionismo tuvo su propia hondura, pero careció de abismo. Su belleza
fue complaciente, inofensiva.
El
expresionismo fue, tuvo que ser, germánico: dijo el conflicto dramático
de los oscuros instintos arrostrando el mundo y embebiéndose, enrojeciéndose
en él.
Dijo
la vida y su trastorno, exaltado y doliente, nacido de ese choque, de esa
conmoción.
Ya
no la línea que delimita sino el color que irradia.
No
el halo de la comprensión sino el estallido de la expresión.
El
exceso del lenguaje, su fisura.
La
extrañeza y la diferencia de uno mismo para con la comprensión de uno
mismo.
La
encarnación con la anunciación.
El
expresionismo fue un exceso en el lenguaje mismo, y un exceso del lenguaje
o es silencio o es un grito.
Fue
un grito.
En
el grito no buscamos significar sino expresar: salir.
El
grito es carne, no aliento.
Porque
el grito, a diferencia del lenguaje, no está ya allí, en el registro de
la memoria, disponible para ser gritado.
Cada
grito es la primera vez. Cada vez es la voz del origen. Cada vez nos
origina.
El
grito, y en el grito, se nace.
Se
inaugura carne.
No
era el tiempo de Apolo, dios de la luz sobre las potencias tenebrosas, fue
el regreso de lo reprimido, la vuelta de Dioniso.
Anaximandro
y su
ápeiron
.
Fue
la savia vital volviendo a romper la corteza.
La
serpiente regresa al paraíso, al mundo domesticado, tranquilizado, al
mundo igual a sí mismo. Venida de la oscura entraña de la tierra, la
serpiente retoma su diálogo con la luz.
Es
lo primordial: los instintos, no los
principios
.
El contenido, no la forma.
III.
El
expresionismo fue un giro.
La
metáfora de ese viraje podría ser la de la zarza ardiente: primero el
fuego, después, en el ardor, la revelación, la voz.
Ya
no se buscará conocer a través de la distante y fría luz de la razón
sino a través de la anarquía de los sentimientos.
Es
que no se buscaba saber sino sentir.
Arder.
El
conocimiento y la razón, instrumentos de la burguesía, ya no lograrán
captar lo que acontece; la nueva percepción, la nueva vivencia, será a
través del dolor y el sufrimiento.
La
nueva percepción no será percibir sino participar. Y participar, ser
parte, será padecer.
Hacerse
pasible a la realidad.
A
la crueldad de la realidad. Participar será partirse.
El
nuevo culto será a la existencia intensa y extrema, a la emoción sentida
y vivida.
La
naturaleza, fuerza que fascinaba y aterraba a los románticos, la diosa y
madre, aparece ahora como una conjura de fuerzas amenazantes que acosan la
subjetividad.
El
paisaje ya no son los valles ni las montañas, es la ciudad,
sus
hombres y sus mujeres.
Es
la contradicción.
“La
noche es
sublime
, el día es
bello
”,
sentenció Kant. Y lo que el expresionismo plasme ya no será la belleza,
como sentimiento de armonía, sino el sentimiento fronterizo y abismático,
el placer negativo de lo sublime.
La
ruptura de las amarras de la expresión al límite de lo bello. De lo
asegurado.
El
soplo de vida que hasta entonces exhalaba la belleza aparece ahora como un
bostezo en la boca del tiempo.
Ya
no se busca plasmar lo
fascinante
del ser o los dioses, lo ya domesticado, abrazado por el límite de la
belleza, sino lo
tremendo
, su
furor y temblor.
El
soplo de la vida fluyente, el soplo desatado, el huracán que arrastra y
destecha.
Lo
monstruoso e incontrolable.
Su
abismo.
Ya
no se va a tratar de adecuación sino de ruptura.
No
se trata de distancia contemplativa sino de sumergirse, de implicarse.
A
veces, como en Trakl, hundirse.
Ahogarse.
También abismarse. |
Hugo Mujica
Tomado “La pasión según Georg Trakl. Poesía y expiación”
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