Confesiones de un fugitivo Cuento de Víctor Montoya |
I Al reclinar la nuca sobre la almohada, recordé aquel suceso que me marcó de por vida; era sábado al mediodía, el cielo estaba gris y la muchedumbre se agolpaba en las calles. El Presidente llegó a la plaza principal, escoltado por una caravana de jeeps y motos que abrían paso entre quienes agitaban pancartas con su retrato. Avancé hacia la tarima de oradores, sin más ilusión que acabar con la vida del dictador más abominable de la historia. Salió del coche blindado y caminó entre sus partidarios, que voceaban al unísono: ¡Viva el Presidente! ¡Viva el General! Lo seguí de cerca, burlando la vigilancia de sus guardaespaldas, quienes miraban alrededor poniendo en jaque a la multitud en estado de euforia. El Presidente subió los escalones de la tarima, donde sus admiradoras, de rostros maquillados y vestidos escotados, se abalanzaban para abrazarlo y besarlo. Me paré en el flanco, dispuesto a descargar la pistola que escondía en el abrigo. El dictador se paró frente a la hilera de micrófonos y pancartas, y levantó los brazos para responder a las ovaciones de sus seguidores. Ése fue el instante que aproveché para asesinarlo. Saqué la pistola y disparé cuatro tiros que le penetraron por el costado izquierdo, justo por donde estaba desguarnecido su chaleco antibalas. El quinto tiro lo alcanzó en la frente, de donde brotó la sangre a borbotones. La bala le destapó los sesos y lo tumbó con la sonrisa congelada, mientras sus guardaespaldas, protegiéndolo sobre las tablas, disparaban y gritaban aturdidos. Aproveché el oscuro caos y me escabullí entre la gente que huía a tropezones. Ese
mismo día se decretó estado de sitio, se tendió un cerco alrededor de
la ciudad y las fuerzas de seguridad empezaron a requisar las casas de los
opositores. Los allanamientos se prolongaron varios días, pero no se dio
con el autor del crimen, porque el autor, como ustedes ya lo saben, fui
yo, nadie más que yo; un hombre acostumbrado a convivir con la oscuridad
y el silencio, y dispuesto siempre a recobrar su libertad a cualquier
precio. II Dos meses después de aquel suceso que conmocionó al país y provocó un amotinamiento cuartelario, caí a merced de mis perseguidores, quienes, a poco de seguir mis huellas y detenerme en una casa de seguridad, me condujeron a la cárcel, donde me torturaron varios días y varias noches, hasta dejarme a un pelo de la muerte. No recuerdo todo, pero si el maltrato que recibían los presos, que berreaban como cerdos en las cámaras de tortura. En realidad, si me permiten ser más preciso, diré que en todas las cárceles se usaban los mismos métodos de suplicio: los choques eléctricos en las zonas sensibles del cuerpo, la máscara antigás para provocar la muerte por asfixia, la percha del loro y el temible submarino, donde zambullían al preso en un recipiente de agua mugrienta, colgado como una res en el matadero. Todavía recuerdo la noche que me encerraron en una celda solitaria y maloliente, desde cuya ventanilla, que daba a la celda contigua, me hice testigo de un crimen que ya no puedo callar por más tiempo. Todo comenzó con los gritos de un torturador: –¡Traigan al terrorista! Asomé los ojos por la rendija de la ventanilla y divisé a otros torturadores que, arrastrando el cuerpo de un preso, entraron en la celda iluminada por el foco pendido del techo. Uno de los tres, que sujetaba a un perro por la correa y con una cicatriz en la cara, ordenó: –¡Desvístanlo! El preso, que permanecía inmóvil y callado, quedó desnudo ante el perro que lo miraba inquieto, feroz y babeante. Dos torturadores lo sujetaron por los brazos, le inclinaron el cuerpo y le separaron las piernas, dejando que el tercero lo sodomizara con el palo de la escoba. Después acercaron el hocico del perro hacia las piernas del preso, quien, a ratos, parecía que iba a hablar, llorar, gritar; pero nada. Se mordió los labios y las lágrimas le estallaron en los ojos. El perro, azuzado por su amo, se levantó sobre las patas traseras y arrancó de un bocado los genitales del desgraciado. La sangre manó a chorros y los torturadores lo sacaron de la celda. Pasada la media noche, volvieron acompañados por una niña y una mujer embarazada, desnuda y desgreñada. –¿Qué hizo esta mierda para merecer la muerte? –preguntó uno. –Es la querida de un terrorista –contestó otro. La mujer cerró los ojos y las lágrimas le surcaron las mejillas. La niña, sujeta al brazo de su madre, permanecía callada pero asustada. Los tres torturadores se movían como sombras bajo el chorro de luz, infundiéndome una sensación de miedo. –¡A la silla! –ordenó el de la cicatriz, limpiándose el sudor de la frente. La mujer se sentó con las manos cruzadas sobre el vientre. La sujetaron contra el respaldo, apartándola de la niña. Uno de ellos, aspecto de matón y mirada fría, le dio un revés de mano que le reventó los labios. Luego, levantándole el mentón con el dedo, dijo: –¡Ya que te negaste a hablar por las buenas, ahora hablarás por las malas! La niña, adosada contra la pared, rompió a llorar con las manos en la cara. –¿Dónde está tu marido? La mujer no dijo nada. Tenía los ojos fijos pero aguados. –¡Te he preguntado, gran puta! –prorrumpió con un bramido que lo sacudió de pies a cabeza. Los torturadores la tiraron contra el piso sanguinolento. La volvieron a levantar por los brazos. La sujetaron contra la silla y la golpearon delante de su hija, una niña de unos cinco años, quien, aterrada por la bestialidad humana, fue obligada a mirar cómo un torturador tiraba con pinzas de los pezones de su madre, mientras otro le introducía el cañón del fusil entre las piernas. La niña lloraba a gritos, a medida que su madre era insultada y agredida con objetos contundentes. La golpiza fue tan violenta que, de sólo escuchar las voces y los quejidos, me dio la impresión de que su criatura se le metía entre las costillas. Al final de la sesión, uno de ellos, el más sádico y corpulento, tomó a la niña por los pies, la puso ante los ojos de su madre y advirtió: –¡Si no hablas, la vamos a matar!... ¡La vamos a matar, carajo! –¡No!... A ella no... –suplicó la madre, la cabellera cubriéndole la cara y la voz quebrada por el llanto. –Entonces, ¡habla pues, gran puta! ¡Habla...! La mujer, empapada en sangre y sudor, seguía implorando que no tocaran a la niña. Pero ellos, movidos por sus instintos salvajes, decidieron hacerle el submarino delante de su madre, quien, atada al respaldo de la silla, no cesó de gritar ni de implorar, hasta que le sobrevino un ataque repentino que la tumbó contra el piso. Dos torturadores, al constatar el fallecimiento de la mujer, la arrastraron de los cabellos y la sacaron de la celda. El tercero, respirando como una bestia excitada, sujetó a la niña por los pies y la batió en el aire, golpeándole la cabeza contra la pared que sonó seca y hueca. La niña cayó al suelo, y yo, conmocionado por la escena, retiré los ojos de la rendija y volví a sentarme en un rincón, temblando de miedo y de frío. III Al día siguiente entraron dos torturadores en mi celda. Me pusieron una capucha, me condujeron por un pasillo, me subieron por unas gradas y me introdujeron en una celda del segundo piso, donde me arrojaron como un costal de papas. Después me quitaron la capucha mirándome con infinito desprecio. Uno de ellos, que lucía un anillo de oro macizo, me dio un revés de mano que me hizo arder la cara. –¡De aquí no se escapará ni tu sombra, carajo! –dijo frotándose las manos. Lo miré taciturno y luego ojeé en derredor, pensando que su amenaza no era suficiente para que dejara de soñar con la libertad. Los torturadores abandonaron la celda y trancaron la puerta a sus espaldas, dejándome sumido en la oscuridad. Desde ese día, y por el transcurso de varias semanas, planeé cómo fugarme de la cárcel, hasta que se me ocurrió la idea de cavar un túnel a través de la pared que daba a un callejón sin salida. Esa misma noche quité los mosaicos y me dediqué a horadar la pared con la ayuda de un clavo que, envuelto en una pequeña bolsa de plástico, había escondido detrás del marco de la puerta. Al concluir la faena, tapaba el agujero con los mismos mosaicos, que unía con precisión y cuidado; en tanto los puñados de tierra que extraía del orificio, los echaba en el desagüe que servía de baño; un proceso minucioso que empezaba a la media noche y concluía poco antes de que llegara el carcelero a inspeccionar la celda. Cuando todo estuvo acabado, sólo me quedó aguardar el momento preciso de la fuga. Esperé pacientemente hasta las vísperas de los festejos del Año Nuevo. Esa noche, minutos antes del toque de campana que anunciaba el nacimiento del nuevo año, el carcelero cruzó por la celda, asomó su rostro por la mirilla. Al verme tendido en la cama, la nuca reclinada contra la pared y los brazos sobre el pecho, se retiró haciendo tintinear su llavero contra las hebillas de su cinto. Se apagó la luz de la celda y me alisté como estaba previsto. Quité los mosaicos de la pared, atravesé el boquete de unos treinta centímetros de diámetro y me fugué con la agilidad de un gato. Salté hacia el callejón sin salida, trepé hasta el tejado de las viviendas aledañas por una pared de adobes y bajé a un jardín exterior con la ayuda de una sábana retorcida como cuerda. Estando en medio de la calle vacía y fría, apenas iluminada por la luz de la luna, me pegué a la pared y corrí pensando en que el sueño de la libertad no puede estar encerrado entre los gruesos muros de una cárcel. |
Cuento de Víctor Montoya
De "Cuentos violentos"
Editado por el editor de Letras Uruguay
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