El arte de escribir cuentos breves por Víctor Montoya |
El
Tío*,
como todo diablo de vasta cultura y declarado defensor del cuento breve -brevísimo-,
aprovechó una de nuestras conversas para darme una lección sobre el arte
de trabajar la palabra con la precisión de un orfebre. -Escribir
un cuento breve es como grabar un verso de García Lorca en un anillo de
bodas -dijo-. Así de fácil pero a la vez difícil. Lo
miré callado, pensando en que el Tío, a pesar de sus atributos de Satanás,
jamás dice las cosas al tuntún. Es un tipo asaz inteligente, sabio en
las ciencias ocultas y en las ciencias de ciencias. ¿Qué no sabe? ¿Qué
no puede? ¿Qué no quiere? Es un modelo de constancia y rigor
intelectual. Y, lo más deslumbrante, tiene una respuesta para cada
pregunta. Así un día, mientras hablábamos de literatura y literatura,
dijo: “Los hombres escriben cuentos violentos”. ¿Y las mujeres?, le
pregunté. “Ése es otro cuento”, me contestó. -En
tu opinión, ¿cómo se distingue al buen escritor de cuentos? -le dije a
modo de tantearle sus conocimientos. -Para
empezar, al buen escritor se lo distingue incluso por la forma de andar
-replicó con la sabiduría de quien posee el don del genio y la magia de
la palabra-. El escritor de fuste no necesita tarjetas de presentación,
críticos ni reconocimientos. En él, más que en nadie, la pasión de
escribir es como estar endemoniado, una forma de levitar al borde del
delirio, de hacer añicos la realidad y contar un cuento en el cual la
mentira es tan cierta que nadie la pone en duda, aparte de que su vicio de
escribir en soledad es una enfermedad endémica y sin remedio. Nadie lo
puede librar de esa atadura voluntaria, ni siquiera Cristo en
calzoncillos... El
Tío, consciente de que la virtud del intelectual consiste en simplificar
lo complejo y no en hacer más complejo lo simple, se daba modos de
meterme los conocimientos como con cuchara, aplicando una didáctica más
eficaz que la de un profesor emérito. Por eso cuando hablaba de un tema
aparentemente difícil, como es la literatura, lo hacía con gran
desparpajo y muchos ejemplos. -¿Y
cómo se sabe que un cuento es un buen cuento? -le pregunté con la
curiosidad de quien aprovecha una charla sobre el arte de escribir. -Cuando
te atrapa desde un principio y el lenguaje fluye con fuerza propia, cuando
el lector reconoce las situaciones del cuento y empieza a identificarse
con los personajes, quienes, por su verisimilitud, dejan de ser puras
invenciones para hacerse creíbles a los ojos del lector. Un buen cuento
se parece a un caleidoscopio, donde uno encuentra nuevas figuras
literarias cada vez que lo lee y lo relee. Claro que todo esto no depende
sólo de la perfección formal del cuento, incluidos el argumento, el
lenguaje y el estilo, sino de la destreza del autor, quien debe mantener
el suspense del lector hasta el final. En el mejor de los casos, el cuento
debe tener un desenlace sorpresivo e inesperado, porque un cuento sin un
final sorpresivo es como un regalo descubierto en Navidad. -Y
si el cuento no atrapa desde un principio ni mantiene tenso el ánimo del
lector hasta el final, ¿qué hacer? -le pregunté, mientras rememoraba
los malos cuentos que escribí en mi juventud creyéndolos obras maestras.
-¡Ah!
-contestó el Tío, reacomodándose en su trono-. En ese caso lo mejor es
tirarlo como cuando se tira abajo un edificio cuyas puertas y ventanas
aparecieron construidas en el techo. A propósito, García Márquez dice:
"El esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar
una novela”. Y si el cuento, por alguna razón misteriosa, no sale bien
desde un principio, lo aconsejable es “empezarlo de nuevo por otro
camino, o tirarlo a la basura", porque escribir un cuento que no
quiere ser escrito es como forzar a una mujer que no te ama. Me
quedé pensando en que no es fácil ser albañil de la literatura, un
oficio que parece reservado sólo para quienes, desde el instante en que
conciben una historia en la imaginación, se sienten apresados en un
torbellino de imágenes y palabras. -Otra
pregunta -le dije-. A tu juicio, ¿quién es el buen escritor de cuentos? -El
ñatito que ve como en una película la obra de su creación y es capaz de
inventar ficciones sobre los tres pilares fundamentales de la condición
humana: la vida, el amor y la muerte, así algunos críticos digan que lo
más importante no es QUÉ se cuenta sino CÓMO se cuenta. Tampoco cabe
duda de que un buen escritor de cuentos breves, usando los instrumentos
simples de la palabra escrita, es capaz de crear personajes, a quienes les
concede vida propia con su aliento y su talento, los crea no de un
montoncito de tierra, como Dios creó al hombre, sino de un montoncito de
palabras, como tú me estás creando contra viento y marea, soplándome
vida en tus cuentos de la mina. El buen escritor posee la magia de sacar
las palabras hasta por los bolsillos, como el mago saca las palomas por
las mangas de la camisa. -A
propósito de ambientes y personajes, algunos de mis lectores dicen que me
repito demasiado, que patino sobre el mismo tema y sobre el mismo
personaje. -¡Bah!
-refunfuñó el Tío-. No les hagas caso, sigue insistiendo sobre el mismo
tema, sigue escribiendo sobre este Tío de la mina y, como recomendaba el
viejo Tolstoi: “Describe tu aldea y serás universal”. En
efecto, me prometí para mis adentros seguir escribiendo sobre la realidad
dantesca de los mineros y sobre las ocurrencias de su dios y su diablo
protector encarnados en el Tío, el mismo que en ese instante conversaba
conmigo sobre sus autores preferidos y sobre las claves del cuento breve,
dándome la oportunidad de preguntarle una y otra vez, por ejemplo, ¿cómo
elegir un buen cuento en medio de tanta palabrería? -Eso
varía de lector a lector -aclaró el Tío-. Hay cuentos y cuentistas para
todos los gustos. Más todavía, los cuentos, al igual que sus autores,
tienen diversas formas, tamaños y contenidos. Así hay cuentos largos
como Julio Cortázar y cuentos cortos como Tito Monterroso; cuentos
livianos como Julio Ramón Ribeyro y cuentos pesados como Lezama Lima;
cuentos chuecos como Augusto Céspedes y cuentos borrachos como Edgar
Allan Poe; cuentos humorísticos como Bryce Echenique y cuentos
angustiados como Franz Kafka; cuentos eruditos como JL Borges y cuentos
dandys como Óscar Wilde; cuentos pervertidos como Marqués de Sade y
cuentos degenerados como Charles Bukovski; cuentos decentes como Antón Chéjov
y cuentos eróticos como Anaîs Nin; cuentos del realismo social como Máximo
Gorki y cuentos del realismo mágico como García Márquez; cuentos
suicidas como Horacio Quiroga y cuentos tímidos como Juan Rulfo; cuentos
naturalistas como Guy de Maupassant y cuentos de ciencia-ficción como
Isaac Asimov; cuentos psicológicos como William Faulkner y cuentos
intimistas como JC Onetti; cuentos de la tradición oral como Charles
Perrault y cuentos infantiles como HC Andersen; cuentos de la mina como
Baldomero Lillo, cuentos rurales como Ciro Alegría, cuentos urbanos como
Mario Benedetti y así, como estos ejemplos, hay un montón de cuentos
como hay de todo en la viña del Señor. El saber elegirlos no es
responsabilidad del escritor sino un oficio que le corresponde al lector. Al
escuchar el chorro de nombres, en mi condición de eterno aprendiz, me
quedé turulato por la sabiduría del Tío, quien conocía las técnicas
del arte de narrar sin haber escrito un solo cuento. Claro que tampoco tenía
por qué haberlo hecho, si en sus manos tenía a un escribano como yo,
encargado de transcribir los dictados de su ingenio y su corazón de
diablo. Mi
curiosidad por saber más sobre el arte de escribir cuentos breves fue in
crescendo, hasta que indagué el porqué de su preferencia por el
cuento breve. El
Tío se arrimó en el espaldar de su trono, irguió la cabeza, cruzó los
brazos y explicó: -Porque
es una creación literaria donde se ensamblan la brevedad, la precisión
verbal y la originalidad, pero también la sintaxis correcta y la claridad
semántica, pues no es lo mismo decir: “Dos tazas de té, que dos
tetazas”, ni es lo mismo decir: “La Virgen del Socavón, que el socavón
de la virgen”. Estaba
a punto de abrir la boca cuando él, sin importarle un bledo lo que quería
decirle, se me adelantó con la agilidad propia de un gran conversador: -El
cuento breve es tiempo concentrado, tan concentrado que, algunas veces,
puede estar compuesto sólo por un título y una frase. Ahí tenemos “El
dinosaurio”, un cuentito corto como su autor: “Cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí”, dice Monterroso, seguro de haber
cazado un animal prehistórico con siete palabras. Otro ejemplo, Antón Chéjov,
acaso sin saberlo, anotó en su cuaderno de apuntes una anécdota, que
bien podía haber sido un cuento condensado: "Un hombre, en
Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se
suicida". Lástima que el ruso dejó esta idea entre sus apuntes como
un diamante no pulido. De lo contrario, éste podía haber sido el cuento
breve más perfecto sobre la vida de un millonario suicida. ¿Qué te
parece, eh? ¿Qué te parece? -¿Y
qué me dices de los cuentos de largo aliento? -le pregunté sólo por
llevar más agua a su molino. El
Tío se dio cuenta de mi actitud de preguntón, paseó la mirada por
doquier, se alisó los bigotes con la lengua y contestó: -Los
cuentos largos son como los largometrajes, si no terminas dormido,
terminas bostezando como cuando te metes en una sopa de letras. En el
cuento breve, que se diferencia de la novela por su extensión, deben
figurar sólo las palabras necesarias. No en vano Cortázar decía que el
cuento es instantáneo como una fotografía y la novela es larga como una
película. -O
sea que la clave de un cuento breve radica en sintetizar el lenguaje -dije
sin estar muy seguro de lo que decía. -Más
que sintetizar -precisó el Tío-, es necesario economizar el lenguaje,
evitando la “inflación palabraria”, como dice Eduardo Galeano, quien
recorrió un largo trecho hacia el desnudamiento de la palabra. El
lenguaje tiene que ser llano y sencillo, lo más sencillo y claro
posibles. No hay porqué escribir una prosa florida ni abigarrada, ni usar
un lenguaje rimbombante ni hacer del cuento un árbol de abundante follaje
y pocos frutos. Por el contrario, se trata de hacer un striptease
del lenguaje, hasta dejarlo con su pura sencillez y encanto, porque en la
sencillez del lenguaje se esconde la belleza del arte literario... -Cómo
es eso de desnudar la palabra -irrumpí, sin haber comprendido el meollo
del asunto. -Fácil
-dijo el Tío-. ¿Recuerdas el ejemplito sobre el letrero del pescadero? -No
-contesté, rascándome la cabeza. -Ay,
ay, ay. ¡Qué cabezota, eh! -enfatizó-. Según el ejemplo de Galeano, el
pescadero rotuló sobre la entrada de su tienda: "AQUÍ SE VENDE
PESCADO FRESCO". Pasó un vecino y le dijo: "Es obvio que es
'aquí', no hace falta escribirlo". Y borró el AQUÍ. Pasó otro
vecino y le dijo: "Es innecesario escribir 'se vende', ¿o acaso
regala usted el pescado?". Y borró el SE VENDE. Y sólo quedó
PESCADO FRESCO. Sí. Y pasó otro vecino y dijo: "¿Acaso cree que
alguien piensa que vende pescado podrido, que escribe 'fresco'...?".
Y borró FRESCO. Ya sólo figuraba PESCADO. Así es... hasta que otro
vecino pasó y le dijo al pescadero: "¿Por qué escribe 'pescado'?
¿Acaso alguien dudaría de que se vende otra cosa que pescado, con el
olor que sale de aquí?". Así que el pescadero quitó las palabras
que escribió sobre la entrada de su tienda... El
Tío parecía levitar mientras hablaba, como haciendo gala de su memoria
retentiva. Hizo una breve pausa y luego continuó: -Qué
te parece la ocurrencia del pelado Galeano, ese trotamundos que, además
de hacer striptease del lenguaje, logró escribir la historia de América
Latina en pedacitos y con las venas abiertas. -Muy
bueno el ejemplo, muy bueno -contesté-. Pero, ¿hacía falta quitar todas
las palabras del letrero? -Está
más claro que el agua. Hay cosas que no pueden ser
"palabreadas" así nomás. Por eso Galeano, siguiendo las enseñazas
del maestro Juan Carlos Onetti, se hizo consciente de que “las únicas
palabras que merecen existir son las palabras mejores que el
silencio". -En
eso estoy plenamente de acuerdo -le dije de golpe y porrazo-. Es como
cuando se habla, si las palabras que se van a decir no son más bellas que
el silencio, lo mejor es callar. -Así
es, pues -aseveró el Tío-. A veces, “la única manera de decir es
callando” o como dice el verso de Pablo Neruda: “Me gustas cuando
callas porque estás como ausente...”. Ahí
se plantó nuestra conversa y se abrió un largo silencio. Antes
de cerrar la noche, me despedí del Tío, no sin antes agradecerle por su
magistral enseñanza que, de seguir machacando mi oficio de artesano en la
palabra, me ayudará a mejorar mis cuentos mal escritos, aunque sé por
experiencia propia que “del dicho al hecho, hay mucho trecho”, tal
cual reza el refrán popular. Iba
a franquear la puerta, cuando de pronto, a mis espaldas, escuché la voz
del Tío: -No
dejes de escribir cuentos breves, como esos que a mí me gustan. Me
di la vuelta, le eché una veloz ojeada y pregunté: -¿Como
cuáles? -Como
los cuentos mineros donde cobro vida propia gracias a las aventuras de tu
imaginación. Me
volví otra vez y salí de prisa, sin dejar más palabras que el silencio
a mis espaldas. --- * Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinde pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente. |
por Víctor Montoya
Editado por el editor de Letras Uruguay
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