Alicia en el país de la fotografía Alicia, 1859: foto de Lewis Carroll |
Ésta
es la fotografía de Alicia Pleasance Liddell, la segunda hija del rector de la
Christ Church College de Oxford, donde Lewis Carroll ejerció la cátedra
de matemáticas y lógica, a poco de haber cursado estudios de teología y
ciencias exactas en una de las instituciones más prestigiosas de
Inglaterra. La fotografía, que revela a Alicia disfrazada de niña mendiga, fue tomada hacia 1860, época en la cual nuestro afamado escritor, cuyo verdadero nombre era Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), dio muestras de poseer una inteligencia capaz de romper con la lógica formal y penetrar en el mundo fantástico de la imaginación infantil, donde él mismo se sentía como un niño grande y juguetón, cargado de una cámara fotográfica que le permitía trabajar en condiciones análogas a la de los pintores, no sólo porque empleaba trípodes para fijar las imágenes, sino también porque jugaba con la luz y la sombra en procura de atrapar la imagen en su punto más preciso. De
la serie de fotografías de niñas que hizo Lewis Carroll, probablemente
ésta sea la más sugerente, la que mejor nos acerca a la protagonista
principal de sus cuentos, pues nos muestra a una Alicia modelo, posando
ante la cámara que la registra entera, con el pie izquierdo apoyado en la
tapia y enseñando un objeto esférico en el cuenco de la mano. La niña
está apoyada contra la pared ligeramente desconchada y en medio de las
trepadoras habidas en el patio de la casa donde vivía la familia Lideell.
Alicia, al igual que los niños mendigos en las novelas de Charles
Dickens, lleva un vestido precipitándose en jirones, mientras las
hilachas se le desparraman a la altura de las rodillas. No obstante, a
pesar de su aspecto de niña pobre, luce los ojos serenos y transparentes,
cuya mirada dulce irradia un aura de inocencia sobre su rostro angelical. ¿Qué
pensaría Lewis Carroll? ¿Qué Alicia era un personaje arrancado del
mundo de la ficción o la abstracción onírica de un amor platónico?
Nunca se llegará a saber, salvo el hecho de que este matemático de espíritu
infantil, que mostró el asedio tenaz de su rigurosa sobriedad
intelectual, es el autor de dos de los libros más famosos de la
literatura universal. Los
biógrafos cuentan que este pastor anglicano, solterón y retraído, tenía
una profunda sensibilidad humana y un gran interés por los niños y niñas,
quienes lo aceptaban como un compañero más en el laberinto de sus
juegos, a condición de que les encantara con sus cuentos de Nuncanunca,
mientras trazaba extrañas figuras sobre el papel, a modo de ilustrar las
ocurrencias de su fantasía; un talento de cuentista y dibujante que se
plasmó definitivamente aquella tarde “soleada y gloriosa” -según
los meteorólogos “fría y lluviosa”-, de un 4 de julio de
1862, en que salió a dar un paseo en barca por el río Támesis, desde
Oxford hasta Goldstow, en compañía de Alicia Liddell y las dos hermanas
de ésta. Fue entonces, en un Londres de aire húmedo y cielo gris, cuando
nació el cuento de “Alicia en el país de las maravillas”,
como nacen las obras maestras tras una larga meditación Recuerde
el lector que todo comienza cuando Alicia, según la representación onírica
de Lewis Carroll, está a punto de quedarse dormida bajo la copa de un árbol.
De súbito, oye una voz: “¡Oh, señor, va a llegar tarde!”.
Alicia abre los ojos y divisa a un conejo blanco llevando un reloj con
leontina en el chaleco, guantes de cabritilla en una mano y un abanico en
la otra. Alicia, quien jamás ha visto un conejo que habla y viste como la
gente, lo sigue hasta una madriguera, donde ella se hunde bruscamente
sobre un montón de ramas y hojas secas; claro está, la madriguera está
hecha de magia y fantasía, porque mientras Alicia bebe el contenido de
una botella, que lleva una etiqueta con la palabra: “bébeme”,
decrece tanto que siente apagarse como una vela. Cuando come un pastel,
cuya etiqueta dice: “cómeme”,
crece con desmesura y siente que el cuello se le alarga como el
mayor telescopio del mundo. Así
se suceden las aventuras en el país de las maravillas, sin que Alicia esté
impresionada por las relaciones extrañas que mantienen los animales, las
plantas y las cosas, hasta que por fin sale del sueño para meterse en
otro a través del espejo. Es aquí, en el país del espejo, donde Alicia
hace de reina encantada, queriendo cruzar los escaques de un gigante
tablero de ajedrez, donde aparece el caballero blanco, montado sobre un
corcel ataviado con arreos de guerra, dispuesto a defenderla de las
amenazas del caballero rojo, quien quiere hacerla prisionera. Pero como el
caballero blanco, que representa a Lewis Carroll, no está resignado a
perder a su reina, se enfrenta al caballero rojo en un feroz combate,
hasta que Alicia, en medio del relincho de los caballos y el choque
estridente de las lanzas y armaduras de hierro, celebra la victoria del
caballero blanco, quien le salva la vida y la hace su reina por el resto
de sus días. Lewis
Carroll descarga su tensión en el mundo de los sueños y juega con las
dimensiones de sus figuras, inspirado en sus conocimientos de matemáticas
y lógica formal. Otro elemento lúdico manejado con maestría es el
lenguaje, un lenguaje que relativiza hasta los aspectos más sólidos de
la realidad, que se escamotea por medio de sinónimos, homónimos, seudónimos,
curiosidades y paradojas científicas, un juego lingüístico que lo sitúa
entre los precursores del dadaísmo y el surrealismo. A pesar de todo, el
gran valor de Lewis Carroll estriba en que no escribió manuales de
historia ni zoología, sino libros que recrean la imaginación de los niños,
sobre la base de un mundo ficticio donde se confunden la realidad y la
fantasía. Lewis
Carroll fue el artista de la palabra, del dibujo y la fotografía, en
tanto Alicia, la hermosa y tierna Alicia, fue la musa que lo inspiró. Sin
ella, probablemente sin esta niña en blanco y negro, nunca hubiésemos
tenido la oportunidad de conocer esas magníficas obras tituladas: “Alicia
en el país de las maravillas” y “Alicia a través del espejo”,
dos joyas literarias que se destilaron en la mente de quien, además de
dominar las leyes abstractas de las matemáticas, el álgebra y la geometría,
sabía encandilar la fantasía de los niños con cuentos que sólo él podía
inventar a las mil maravillas. Hasta aquí todo parece estar revelado, excepto el misterio que encierra esta imagen captada en el país de la fotografía. |
por Víctor Montoya
Editado por el editor de Letras Uruguay
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