¿Cómo definir la naturaleza de la ausencia? ¿Cuál es su principio
activo? ¿Cuándo transita ese peligroso o feliz tránsito de potencia al
acto? ¿Cómo asir y representar la historicidad humana o natural de la
ausencia? Un casual encuentro en el centro de Lima –verano del 2011- con
mi amigo Víctor Coral desvió mis ocupaciones -casi obligaciones-, que
por voluntad propia he asumido con el lumpen ilustrado de esta urbe que
amenaza, una vez más, con despejar llamaradas de indignación y de señales
ciertamente conocidas, pero que suelen ser peligrosas.
Su poemario, estratégicamente titulado: POSEÍA (2005–2010), y que
distraídamente me obsequió antes de un mediodía, me ha conducido a
reconsiderar algunas certezas de mi reciente conversión al
neoprovidencialismo. Es decir, hallar señales, signos, visiones, que el
azar y esas circunstancias misteriosas que la vida -a veces, y solo a
algunos- nos visitan de improviso.
Una aclaración más, no es una advertencia, es la precaución propia de
un sujeto que intenta reflexionar con una mínima honestidad. Lo que sigue
ha sido escrito en medio y seguramente impregnado de esta ciudad de la
impaciencia y de la dádiva espontánea. No es este un texto redactado en
la placidez de una biblioteca. Ha sido pensado, ponderado y sentido con el
bullicio de esta urbe que contiene promesas y amenazas.
Precoz madurez
El tema es vasto, inasible, avasalla aun al lector avezado; y sin
embargo, este poeta, al que conozco hace décadas y, seguramente por
efecto de la violencia del tiempo que se ha impregnado en su piel y
sensibilidad, indaga sobre un aspecto medular de la naturaleza humana.
Mejor sería decir, sobre sus carencias, sobre las pérdidas, sobre las
derrotas, en una palabra: sobre las ausencias.
Existen diversas vías para razonar o sentir las ausencias. Ciertamente,
es un texto que exige interlocutores atrevidos, parricidas, peligrosos,
audaces, aventureros. Como la actual generación de jóvenes rojos,
rebeldes y creativos. No es casual nada, absolutamente nada en el texto.
Por ello, el poeta eligió el justo título a su primer ensayo, a su
primera exploración sobre la miseria de la condición humana contemporánea.
Y eligió bien: razona, reniega, sopesa, mide, observa, y luego de cinco años
eligió una de las experiencias humanas más sobrecogedoras. Terrible y
temible. Pero también es un fiero desafío, una provocación; más aún,
es el atrevimiento estético de un artista que pone a prueba las
certidumbres éticas y morales instituidas entre nosotros. El título es
una disculpa, es la precaución de un sujeto que ha ingresado a una precoz
madurez, propia de escenarios históricos y contemporáneos que distinguen
a países que han padecido sistemas de dominio colonial y sus
consecuencias materiales y espirituales que le son inherentes.
El poeta, desde los iniciales versos de su poemario y armado de esa
olvidada estrategia cartesiana, desnuda metódicamente las carencias
espirituales contemporáneas. Las ausencias entonces cobran una autonomía
que el poeta es incapaz de administrar y sujetar. Fluyen por encima de su
voluntad, se impregnan en sus versos acumulados en un lustro que muchos
ignoran, prefieren no rememorar.
El olvido, a diferencia de la ausencia, conduce al domesticamiento, a esa
placidez espuria, a las concesiones y a la ausencia inicial de la orfandad
humana, y luego, paliada por la centralidad de la espiritualidad humana, a
la confianza en los dioses, la ética, la moral y los valores superiores.
La confianza en fuerzas superiores que sabiendo que existen –existen
porque las obras y acciones bondadosas y terribles de sus feligreses han
sido consumadas en su nombre- han sido dejadas de lado por la banalidad,
el espectáculo, el mercado y el bastardo capitalismo que aún sobrevive e
impone sus razones y veleidades sobre las mayorías sociales. Es la vieja
alcahueta: la mercancía.
El poemario se inicia con una certeza demoledora: “todo aquí se
derrumba”. El escenario es la decadencia, el hastío, la rutina. Y más
adelante: “su incapacidad de escapar los convierten en figurines
perfectos de la ausencia”. Es la referencia trágica a la resignación,
a las derrotas de la condición humana. Ni siquiera la naturaleza es capaz
de mitigar esta imagen desoladora: “y el agua que, desde muy arriba, cae
y cae sin renovar ni cambiar nada” Entre líneas se hace referencia a la
lluvia, a esa experiencia natural y que milenariamente está asociada a lo
que el poeta niega: la regeneración, la innovación, la renovación, la
creación, las estaciones. Los calendarios primarios y, por ello mismo,
sagrados y certeros.
A continuación, el poeta acomete contra la memoria. Aunque, como veremos
más adelante, duda. Pero vayamos despacio por este texto que exige
lectores avezados, pensadores estratégicos que logren captar lo que se
avecina: Digo, quizás: “la casa, abandonada desde siempre –pero no
había memoria, no había palabra fijadora- permitía las no voces como la
madre ve alejarse a sus hijos, ya crecidos del trizado hogar”.
La memoria sigue siendo objeto del poeta. Se trata de expresarse con el
corazón descubierto, nombrar las cosas por su nombre: “no sublimación,
no lírica: los no demás emitían ayes, gruñidos, ruidos de casas
empolvadas”. Convocar a los no nombrados, a los invisibles, al
“otro”; a los marginados pues. ¿Suena contemporáneo? Este reclamo
será en adelante una de las vigas centrales que articulan su reflexión.
Y en un movimiento audaz, invita al lector a mirar los abismos
republicanos singularizando territorialmente su reflexión: “pero el
fantasma sureño – que escribió- miraba hacia atrás, terco, y pensaba,
en voz alta de espectro, que el tiempo del racismo, el honor, el
prejuicio, fue incluso mejor”.
Por supuesto, esta imagen da lugar a múltiples lecturas. Se trata de dos
formas complementarias y antagónicas donde se desenvuelve la memoria. Una
memoria individual, familiar, y su complemento, la memoria social y
colectiva. La historia -como registro y discurso- a diferencia de la
memoria, sujeta lo vivido, apenas registra con arbitrariedad lo
acontecido, se congela en el discurso del sujeto que lo enuncia, ensambla
los eventos humanos. Posee un registro de propiedad. Por el contrario, la
memoria está en permanente movimiento, se renueva, interviene sobre lo
acaecido y sobre el presente, moviliza voluntades propias y ajenas.
Sobrevive y, cuando arriba a una autonomía situada, se enfrenta, corrige
y derrota el registro que la oprime. Por ejemplo, el país desde donde el
poeta “piensa y siente”. ¿Remite aquella imagen a la memoria social
que el poeta posee del sur andino y lo que ello representa? Una suerte de
hipoteca andina visible en el reciente espectáculo electoral: “allá
van las negras constelaciones de mi tierra: la llama, el zorro, el quipu,
en el vacío”. Conozco al autor y no estoy autorizado para exponer sus
certidumbres políticas e ideológicas sobre este tema. La dureza se
respeta.
Lenguaje renovado
Existe en el poemario desde las iniciales imágenes el anuncio y la
advertencia sobre los hallazgos expresivos del poeta. Un lenguaje
renovado. Es el resultado de búsquedas y desgarramientos internos. Después
de “pecharse” consigo mismo y sus colegas, se revela en contra de los
cánones y lugares comunes de la poesía: “con demasiada frecuencia en
cromática superficie fugaz me hacen hablar de la anulación del
lenguaje”.
Pero el lenguaje, la impronta de la comunicación, siempre se ha valido de
múltiples estrategias y recursos. Y es esta comprobación empírica lo
que le permite dar rienda suelta a su imaginación y a nuevas
“presencias”, que es la contraparte estructural de las ausencias. He
aquí el resultado. Mejor aun, la dialéctica de la ausencia se
transfigura en el marco de las revelaciones y las epifanías: “es que no
han visto el caballo pálido casquetear justo detrás del horizonte”.
La epifanía como estrategia. Es, desde este punto de vista, el retorno a
lo clásico, antesala de la modernidad que todo lo renueva sobreviviendo y
prolongando los orígenes. Por ello, apela a la mordacidad para hacer
visible y descubrir las convenciones y alienaciones: “preferimos las anécdotas,
claro, las lecciones, el logos espermátikos; no con de pantera piel (…) y la vergüenza nos copa hasta la
acidia (…) piel para acá, piel para allá; sentido para acá, sentido
para allá”. En efecto, lo políticamente correcto se traslada a todos
los escenarios de la convivencia, domesticando el instinto creativo. La
razón instrumental oprime a la razón liberadora. La moda y el espectáculo
doblegan todo intento por recrear la vida.
En las breves y fugaces concesiones que el autor otorga a las presencias,
estas irrumpen en el texto de manera inequívoca. El mensaje es evidente:
“y ahora que hemos abandonado la claridad de una presencia, hay que oler
la estela de desastre que el viejo atoq nos ha legado en su huida, como la
propia noche que genera en nosotros formidables fantasías y más demonios
de los que el infierno puede albergar, nos hace ver…”.
Se me ocurre que lo anterior puede estar vinculado a experiencias
espirituales reveladoras y decisivas de la mitología andina. En efecto,
hay un pasaje revelador donde la ausencia es derrotada fugazmente por su
antagonismo ontológico: la presencia. La imagen ha sido construida con
demasiado cuidado. Remite a una metáfora andina, no interesa aquí si ha
sido inspirada por la obra de Arguedas, interesa más bien el
giro, el tratamiento de la imagen. Interesa la pérdida, el recuerdo, el
precedente, la posibilidad en suma de levantar nuevas presencias, nuevas
formas de existencia, y estas se remiten a la historia por intermedio de
la memoria.
A mi juicio, este párrafo remite al célebre pasaje escrito por el
extirpador de idolatrías, el dominico
Francisco
de Ávila, que hacía mediados del S. XVII, redactó, en quechua, la
declaración y el severo interrogatorio a que fue sometido un sacerdote
prehispánico de la región de Huarochirí. El poeta desliza una imagen
poderosa y perturbadora. La disputa por las almas de los colonizados.
En ese texto se narra el encuentro de un zorro de arriba y un zorro de
abajo; este encuentro se produce en Cieneguilla; territorio privilegiado
que constituye una tregua ecológica, un lugar de encuentro neutral y armónico
entre el mundo de arriba y el mundo de abajo. Entre Yungas y Quechuas. La
Costa y la Sierra. ¿Suena anacrónico? No, es la ausencia que hilvana el
poemario. Los zorros convienen en reflexionar y comentar eventos acaecidos
entre pueblos cautivados por el conflicto, la fatalidad. La lucha por el
poder, la guerra y las sucesiones de la autoridad.
Entonces, la región padecía una disputa por el poder, la guerra en suma,
la tragedia espiritual que carcomía a esos seres prehispánicos; hacia la
medianoche, los dos zorros meditan y charlan, comentan los trágicos
sucesos que agobian a la región. Hay un personaje crucial en el relato,
es Huatyacuri, el héroe dios disfrazado de mendigo que accede a la
información que fluye del diálogo entre los dos zorros, y es sobre esta
información que Huatyacuri obtiene las claves que luego le permiten
resolver el “desorden” y el caos existente. De modo que esa
“estela” que el viejo atoq ha dejado en su huida debe ser “olida”;
la poesía cobra aquí una autonomía y poder que avasalla al
“pensamiento”; oler, sentir, intuir, sospechar, insinuar, temer, amar
y odiar son pues experiencias primarias -¿ hoy ausentes?- de la condición
humana. El poeta habla desde el corazón, los afectos y sentimientos:
“ah, el corazón: ¿cómo algo puede ser el gran motor y el culpable de
todo?
Y ello, una vez más, nos remite a las ausencias, a las pérdidas, a la
confusión, a la demencia de estos tiempos.
No a la visión domesticada
Entonces el desafío es evidente, hay que imaginar nuevas situaciones,
hay que reinventar lo acontecido, hay que liquidar esos “demonios”, y
reinventar esas “formidables fantasías”. En medio de la desoladora
reflexión del poeta es posible hallar resquicios que dan lugar a la
esperanza, al deseo, al poder de la memoria y la imaginación; pero todo
ello está condicionado a la intervención sobre lo que acontece, a
abandonar esa placidez del observador domesticado y que lo conduce a la
resignación:
“Qué es ser alguien? (…)¿ Qué fue ser? Ser fue construir para no
temer, producir para no confundirse; pero esa confusión era al menos un
centro, y la construcción devino en abandono (…) ¿qué fue ser,
dije?”
La imaginación y el trabajo creativo. Un horizonte es lo que reclama el
poeta, un centro, un orden, un pensamiento situado: “para no temer”;
¿no es visible acaso en estos pasajes el reclamo por edificar una
coexistencia justa, ética y moralmente superior para la convivencia
humana? ¿No es notoria la invocación y el reclamo para edificar un tipo
de comunidad ideal? Es el reclamo a un país –¿a una clase social?-
ausente de su historia y de su memoria, carente de identidad. La crítica
a la sombra ambigua y amenazante de la nación es filuda.
El texto es un desafío, es una lúcida y sobrecogedora inquisición a la
pobreza expresiva de las diferentes estrategias discursivas. Existe un célebre
libro de un historiador francés que muchos citan y pocos han entendido.
Su libro titulado “Las palabras y las cosas” cobran en este texto una
actualidad válida. En efecto, las palabras avanzan más rápido que las
cosas. La significación de la materialidad humana es más lenta que la
enunciación de su naturaleza. En este poemario, las palabras intentan
anticiparse y derrotar el posible desastre que se anuncia en las cosas:
“las palabras ocultan las cosas (…) son falsedades con las que armamos
un mundo regidor en fuga; y las cosas…las cosas solo están a la mano
cuando lo más a la mano es lo más lejano y solo la palabra es nuestro prójimo
(…) sí, nuestras palabras son creaciones de sombras, símbolos de la
falta que nos carcome; y sin embargo nos sirven, y peor, nos engañan”.
Los colores son otra estrategia para abundar en la crítica a la razón
convencional del lenguaje. Es la rutina y la simulación expresivas que
convienen en transitar sobre sus mismos pasos una y otra vez hasta el
extremo de cubrir cualquier otra forma de representación:
“¿colores? La convención y la luz se repelen (…) lo que pocos saben
–pero todos viven- es cómo prolifera la nada entre nosotros: expreso
algo y recibo a cambio otra expresión: miserable milagro (…) tristeza
de tener solo expresiones (o sea, simulacros) y no un rayo que supere y
conecte el soledío (…) soledad y vacío; solo vacuidades que se filtran
en expresiones presionantes, deseos desaseados de un yo que ya no pega ni
grita”
La angustia por la representación es demoledora. ¿Por qué el poeta
acomete y se subleva en contra de lo establecido y lo convencional del
oficio que practica? “Tristeza de tener solo expresiones ( o sea solo
simulacros) y no un rayo que supere y conecte el soledio”.
“Simulacros”, dice, una vez más la ironía revestida con la capa de
la denuncia, la mordacidad, hasta de la burla. “Simulacros” es la
“medianía del habla” que ya fue instalada en su memoria crítica y el
desconcierto que padece el poeta, que lo oprime y le exige hacer visible
las ausencias, los vacíos estéticos. El abandono de las viejas y vitales
tradiciones de escritura que lograron conmover mentes y corazones, que
existen, pero que han sido asimiladas a la banalidad, al espectáculo, a
la frivolidad, en suma. Por ello el texto confirma la sospecha: “soledad
y vacío”; y ese “yo que ya no pega ni grita”, es con toda seguridad
el sujeto contemporáneo, derrotado, incapaz de levantar nuevas utopías,
nuevos horizontes.
El deseo es, quizás, el último reducto de la vitalidad humana; es, después
de todo, la experiencia biológica y social de la condición humana que
logra desencadenar tragedias como también alegría, fiesta, creación; el
deseo de la mano con la imaginación ha sido, son, las fuentes infinitas
del ¿progreso, del desarrollo, de la modernidad? No lo sé, pero la forma
en que el tema se proyecta en el texto ya es suficiente. Utopía, Ucrania
y entelequia asisten como convidados de piedra a una danza peligrosa a la
que el poeta ingresa desprotegido. Una orgía crítica y creativa.
Dionisiaca.
Existe en el texto un bello pasaje que remite a la biografía de Víctor.
Si se me permite exponer esta confidencia. Es, en efecto, su niñez y
adolescencia en el viejo Barranco. En estos pasajes el poeta desborda de
optimismo y extrañeza; de añoranza. La ausencia es derrotada por la
memoria. “poseía: la noviecita que salía por su ventana marrón, con
su blusa celeste y amarillo bajo, de gasa, dejando ver, por un momento,
las tiras de su pequeño brasier (…) no salgas, quédate, no nos
encontrarán”.
El sentido de pertenencia, el anclaje ontológico, su identidad, su
filiación territorial y de linaje. Es una evocación del terruño, del
pueblo, de su pueblo urbano. Relata con instinto los juegos infantiles,
las fijaciones primarias de su posterior identidad como poeta. Los amores
puros.
“el rumor de los ficus por la tarde y encontrar cuculíes tibias o
muertas cerca de los rieles del pasmado tranvía; juegos sencillos y
hermosos: bata, canga, el perverso lingo, las canicas a tres hoyos y con
unver: los vinilos de mi hermano mayor, slade en vivo, astral weeks, whos
next, the White album, originales y sacros, que apenas podía tocar en su
ausencia; la belleza del sol de enero iluminando la cometa roja y azul
–un soberbio avión de dos metros hecho entre todos en el barrio- que veíamos
pequeñito y muy solo, tan lejos que la cuerda con que lo volábamos
desaparecía en el azul del aire; el desprecio a los cobradores, los
salseros, los aucheros, los delatores, las chicas ambiguas, las películas
sin acción, las zapatillas modestas, los peinados simétricos, las jergas
pasadas de moda (…) poseía a mi madre…”.
La memoria intenta reconstruir su identidad y sus futuras opciones de vida
y de creación. Intenta recuperar experiencias decisivas que expliquen sus
actuales carencias discursivas, la angustia que lo envuelve por no poder
expresar lo que siente y entrevé: “¡libros!, libros intonsos,
subrayados, quemados con pavesas, con manchas de vino y/o de café, libros
que no te dejan nada sino una historia que se recuerda o se olvida”.
Es, por supuesto, esa misteriosa inclinación de un sujeto que no proviene
precisamente de una estirpe adocenada por la ilustración, pero que por
efecto de su infinita curiosidad y sensibilidad, se inició desde la
infancia en la fantasía, en esas aventuras imaginarias y silenciosas que
son íntimas y que, a veces, en ellas nadie repara; remite a una biografía
singular, no ajena al grupo, a la mancha del barrio, pero íntimamente
distinta y quizás mantenida y sostenida en la penumbra: “poseía
demasiados no y unos pocos sí que se fueron quedando en el camino hacia
este acre libro que nunca hubiera leído a esa edad: poseía. Y acaso poseía
entonces aquello que intento, en ilusión, ahora recuperar”.
¿Job contemporáneo? Antiurbanismo…
Ni siquiera la divinidad escapa a la duda metódica del poeta. Ese ojo es
efectivamente la divinidad con la que el poeta discrepa, le pregunta,
reniega, pero sin llegar a la blasfemia. Es la vieja amargura del Job bíblico
que no entiende las desgracias que acontecen al ser humano. La angustiosa
búsqueda del dios escondido, del dios no conocido, va
hilvanando imágenes precarias. Bordeando los abismos:
“el ojo con que veo la ausencia, es el mismo con que la ausencia en la
que nada mi ojo, es la misma en que la nada nadea. La ausencia con que yo
veo a dios, es la misma con la que él me olvida. el ojo con el que yo veo
lo mismo, es el dios mismo que no ve nada. Solo hay ausencia y dios,
esquinados, los mismos, siempre, y una nada que quiere ser yo y decir
algo, pretencioso, al respecto”.
No interesa aquí la filiación doctrinal, confesión religiosa o la
referencia a una iglesia en particular. Interesa, más bien, la
equilibrada y audaz respuesta al ateísmo práctico convenido y
oportunista que prevalece y domina en las bravuconadas líricas de cierta
poesía que reniega de la dimensión metafísica de la existencia humana.
La ausencia cobra múltiples orientaciones, sentidos; puede confundir al
lector desprevenido. La materialidad de la existencia, de las cosas y las
edificaciones, en suma, el acondicionamiento territorial, el urbanismo y
las ciudades no escapan a la demoledora crítica del poeta:
“ausencia de noche. ¿Quién puede oír la sirena de guerra, el silbo de
los cohetes, estruendo bronco de las calles que se desbrozan y los muros
cayendo o desgranándose, cuando uno se ocupa de la ausencia? (…) la
ciudad apenas entre en la oquedad, nada se mueve (…) para volver a nacer
en la imagen, muros millones de muros tasajeados con nombres, fechas,
apodos, refranes, amores, sexogradaciones…al final, columnas de sombra
rodean la palpitante ausencia con el sol dorando con rayos de cerveza el
escenario nadal”.
La urbe, las ciudades, lo citadino, la condición cosmopolita de la
intervención territorial del capitalismo es develada y desenmascarada con
método. Por cierto, no existe aquí una referencia o añoranza a la
memoria urbana del bien perdido. Más bien es el reconocimiento de la dialéctica
urbana de la ausencia. De las fundaciones y refundaciones citadinas. De lo
mudable y la sustitución que la modernización exige. La idea del
progreso es cuestionada: “¿Cuantas ciudades hay que imaginarse antes de
aceptar el vacío?”
Pero la ciudad también es escenario de la aventura, del amor, de las
superiores realizaciones ontológicas. De la fraternidad y el heroísmo
laico, anónimo y, por ello, universal, comunal. La ciudad como promesa y
posibilidad:
“ciudades de la noche tirado en la penumbra, alucinado, donde una
callejuela nos entrega a quien amamos , o donde uno se imagina salvando a
un niño de un atropello, o siniestros enrevesados y arduos de donde se
sale héroe y confortado”.
La urbe es una jaula de hierro acompasada por la rutina cotidiana que
obliga a la trasgresión, la traición, la bohemia y el hedonismo:
“ciudades del hombre serio que va, sin desviarse, de la oficina al
motel, del motel –mierda- a la casa; ciudad invertida, esa contraciudad
que se desmaraña sin maña bajo el asfalto, con sus millones de
ojillos”.
Es la ciudad sumergida, la que todos ven y de la que nadie habla, más
bien la gozan, a hurtadillas, sigilosamente. La culpa se instala: “como
quien se entrega solitarísimo, solipsísimo a una puta que se desvanece
con ella”.
La ausencia no es la simple prolongación y negación dialéctica de la
memoria, de una memoria que extraña lo perdido. La ausencia tampoco puede
ser nombrada como el sinónimo de lo que se sabe que existe pero que no se
posee. El poeta sabe que el “deseo” es más poderoso que las
ausencias: “pero escribir…esperando el milagro…magro. Vivir el
espacio entre posesión y deseo”. Quizás por ello se niega a nombrarlo,
salvo en una brevísima concesión –que el lector interesado habrá de
hallarlo- , e instalarlo en esta sinfonía trágica, pensada al detalle
para criticar con método las carencias éticas y morales de sus contemporáneos.
“Testigo irreverente de esta pérfida
época”
Ciertamente, este poemario nos es el texto de un filósofo que ha
meditado académicamente las dimensiones de las ausencias. Es más bien el
texto de un ser humano singular, excesivamente sensible cuando escribe, es
el texto de un testigo irreverente de esta pérfida época; como todos,
como algunos, seguramente el poeta ha hecho concesiones al poder, al que
niega y denuncia en su texto; a ese tipo de existencia que carcome el
viejo hábito de pensar, de reflexionar, de ver pasar la vida e intervenir
sobre ella, de ser padre, ser ciudadano, ser soldado, existir, ser y
cumplir en suma los imperativos que la comunidad a la que uno pertenece no
le exige, sino que estas obligaciones fluyen espontáneamente. Es, pues,
la angustiosa búsqueda del individuo soberano.
El descomunal propósito del poeta invita a interpretar su propuesta, como
lo que suele ocurrir entre pensadores que arriban a una esquina peligrosa,
a un abrevadero. Pero también puede ser esa atracción por los abismos
que interrumpió a múltiples trovadores y juglares –de los tiempos
heroicos- que tenían el delicado encargo de comunicar lo acontecido en
una época y lograr una suerte de diálogo edificante entre comunidades a
veces en conflicto. Por ello no es casual ni retórico el punto de vista
de un poeta fino y erudito como José Pancorvo, para quién este poemario
es un anticipo: “previo a un Big Bang social”.
“y están las ciudades de la muerte, de la pena, del dolor (…)…y
raro: sí, la alegría se instala (como siempre, efímera), no lo hace
como una ciudad –más bien es su negación instantánea, efervescente
presencia de lo iluso, olvido de todo en la precaria constitución de un
flujo vivífico, perentorio. la ciudad desaparece cuando llega ella (…)
mas no, no es de esta desaparición de la que se habla, ni siquiera un
cataclismo, apocatástasis local: cubículos intactos donde al ocaso
brillan tristes sus huellas, edificios que expelen abandono y deshumor,
calles irreconocibles porque nunca se vieron sin el espejo deformante de
ellos; metros, tranvías, coches, buses, bicis, todos aún tibios, algunos
desfallecientes todavía (…) pero todos, todos enloquecida y
fulminantemente solos bajo la noche iniciática…”
Como ya ha sido señalado, conozco al autor hace décadas; pertenecemos,
en efecto, a la generación de la guerra civil, el conflicto armado
interno, el terrorismo; y bla, bla, bla. Por cierto, debo aclarar que aquí
se aborda al texto como a su autor, no como individuos, sino como una
tendencia. En muchos sentidos, somos hijos de la ira. Nuestra memoria
social está impregnada por el conflicto, la transgresión, la
intolerancia étnica y el delirio ideológico entre clases sociales antagónicas.
¿Es la premonición del posible fascismo social que se avecina; o al que
ya hemos ingresado?
Una época que explica muchas de las ausencias y miserias -espirituales y
materiales– contemporáneas: “¿debo decir algo más sobre nuestro
tiempo, ¿debo hacer otra pregunta aquí? (…) ¿entre suicidio, ciudad y
ausencia hay algo más que una sibilante coincidencia, el cauce que líe,
acaso, las broznas hebras de este libro?
Sospecho que el poeta ha tomado conciencia del tiempo histórico en el que
existe. Siente eventos, sospecha de acontecimientos que se avecinan. Y su
instrumento, la palabra, es acaso incapaz de mostrar lo que siente.
“las palabras ocultan las cosas (…) sí, nuestras palabras son
creaciones de sombras, símbolos de la falta que nos carcome; y sin
embargo nos sirven, y peor, nos engañan”.
Porello el epígrafe, intentar conciliar “pensamiento y poesía”:
“giran desmesurados poemas invisibles (…) al lado de este poema hay
otro poema” es una advertencia, se expresa con el corazón descubierto,
sabe que otorga un flanco débil, y sin embargo, lo expresa: “dentro
mismo de este poema, de cada palabra de cada línea, de toda imagen, se
puede disparar un nuevo mundo, una tiara de ideas, un pámpano de imágenes
(…) giran desmesurados poemas invisibles; y como fondo maravillante y
turgente, la ausencia, la nada venidera y su canción áfona, átona, ágrafa,
veraz..” .
Son estas imágenes que el poeta transmite, lo que a mi juicio convierte a
su poemario en un texto destinado a eso que se nombra como “masa crítica”;
está destinado a una minoría de lectores, de pensadores estratégicos
que ojalá logren hallar las claves de un programa ideológico y político.
Sí, ideológico y político, ausente entre los publicistas de las
diversas corrientes y cenáculos de especialistas que se ocupan de la
“cosa pública”, apenas interesados en las coyunturas electorales.
Precisamente sobre esta realidad, el poeta despacha con un aforismo lo que
intento hacer visible: “lo contrario de la presencia no es la ausencia,
sino la medianía del habla”. Desde mi pensamiento situado, lo que el
poeta expresa con belleza es la hipocresía estructural que envuelve, nos
envuelve a los que fungimos de pensadores e intelectuales.
Es la derrota de las estrategias convencionales de la poesía y que el
poeta se atreve a exponer para insinuar, para invitar, para trazar las
huellas de una posible solución de continuidad entre historia y poesía:
La conocida metáfora aristotélica. Entre lo mudable y lo permanente, la
humanidad y las clases sociales cambian, permanentemente, es la esencia de
la historia como reflexión y como experiencia: “más cuidado con las
palabras –advierte el poeta-, sí, más cuidado en el pensar, ¡pero
cuidado, la poesía no está en las palabras, ni siquiera debajo o detrás
de las palabras; la poesía tampoco en la calle o en las cosas (…) la
poesía en el vórtice de la desaparición y la presencia: ese espumoso
presente que mengua la brisa continua de la duración”.
Poesía y pensamiento
La ausencia intenta ser exorcizada desde la poesía; ¿pero qué es la
poesía para el poeta? Su respuesta ocasional se halla en la combinación
entre poesía y pensamiento. Sin embargo, las abundantes reflexiones sobre
la poesía sugieren una búsqueda, remiten a una angustiosa reflexión
sobre la poesía, como si el poeta quisiera fundar nuevas estrategias. Y
en sus búsquedas, se reencuentra con la naturaleza que le provee
respuestas precarias, a veces provocadoras, pero siempre teniendo como
fondo irreductible la ausencia que cobra un nuevo sentido: “avisiones.
Porque entonces las piedras serán nuestros poetas, y aún las ciegas
rocas verán los signos tardíos de nuestra desaparición”.
Las piedras y las rocas simbolizan la permanencia que el poeta elige como
el sustituto de la poesía, del testigo mejor; su confianza en la
naturaleza es visible. ¿Por qué? Pues la humanidad, las relaciones
sociales entre clases en conflicto lo conducen a dirigir su mirada a la
naturaleza.
La inquisidora búsqueda es desoladora. Sabemos que cuando ello acontece
en un contexto histórico específico, en un territorio, significa el
anuncio de nuevas propuestas de expresión, de nuevas estrategias de
intervenir sobre el presente, y desde ese punto de vista, es la lúcida y
acusadora rebeldía de un creador que no se siente satisfecho con su
tiempo. Por supuesto, ello es común a los creadores, pero cuando este
gesto es acompañado por una obra, por un vestigio de esas búsquedas y
que quiebra los lugares comunes del género, entonces debo admitir las
dificultad que tuve para asir uno de los múltiples hilos de este texto y
expresarme con el corazón dogmático.
La memoria, de la mano del deseo, agobia al poeta. Quisiera recuperar las
ausencias que le han dado sentido y organizado este poemario. Por ello,
cuando intenta definir la naturaleza de la ausencia, el fracaso es la seña
que impone al lector, hallar en el contenido del texto lo que inútilmente
intenta definir:
“detrás de la ausencia no hay sangre de pato, detrás de la ausencia,
ni deseos ni distancias, solo palabras rellenas de ti orbitando una piedra
que no eres tú (…) detrás de la ausencia no llueve en los corazones ni
en las ciudades (...) la rueda descentrada de la vida, y un poco más allá,
un ojo que mira, detrás de la ausencia”.
¿Desde qué lugar puedo uno explicar todas estas demoledoras y desoladas
imágenes que el poeta irreverentemente publica? El lugar común es
ciertamente su tiempo. ¿Pero quienes se atreven a desnudar las miserias
contemporáneas con el método estético que el poeta practica? Estamos,
pues, ante un memorándum a quienes fungen de creadores, de publicistas,
de políticos, a esa franja, a esa costra vergonzosa que se ha hecho piel
en nuestro país. Sí, en nuestro país, por efecto de eventos traumáticos
y militares que ha costado demasiadas vidas inocentes; esa es mi lectura
del poemario. La lúcida y acusadora denuncia en la que ha devenido la
masa crítica contemporánea.
El intento de abolir y refundar la escritura, las figuras, las palabras y
los signos conducen al autor por terrenos sombríos, precarios y frágiles.
Una suerte de entropía expresiva. ¿Cuál es el anclaje epistemológico
de estas “avisiones”? En realidad es uno de los múltiples intentos
por definir el sentido de la poesía:
“escribir es el intento de que el sentido no se desate; hallar un
sentido es errar en la búsqueda. escribir: delinear el contorno de lo
impensable con figuras que pueden ser alcanzadas por el pensamiento. el
lenguaje ordinario es un agujero negro; se traga las cosas quitándole su
fuerza; aquello aún más misterioso que se resiste alegre a la gravedad y
profundiza sin pensar, aquello es la poesía, y no hay quien diga lo
contrario”.
Todos estos “pensamientos y poemas” remiten a un problema crucial de
la epistemología contemporánea. Hacen visible y de manera descarnada el
agotamiento de la escritura para representar de un lado las
“novedades”, y también lo que ya pertenece al basurero de la
historia. La búsqueda de expresión es dramática, inquisidora, el poeta
deja pocos márgenes para ser refutado; cubre los posibles ángulos desde
donde uno podría recusar su reclamo, la ausencia que padece porque no
posee ni encuentra los signos, las palabras y las imágenes que desearía
representar. Por ello las expresiones son “simulaciones”. Pero
entonces: “solo queda la revuelta contra la rebeldía de los signos que
no quieren plasmarse”. Sobreponiéndose al “antiguo miedo”, lucha,
busca, se cae para volver a levantarse: “y sin embargo hay un
preguntar”.
Apertura, iniciación, reto
El poeta ingresa a las entrañas de la escritura, a los usos que se le
ha asignado por el canon, intenta abrir una ventana, he ahí la respuesta
a los neologismos estratégicos que abundan en su poemario; sopesa, mide,
calcula, tantea. Los que conocen la biografía de Víctor saben de sus
densas experiencias, lecturas y búsquedas; saben que posee un tipo de
erudición inédita, precisamente por su trayectoria. Y es seguramente
desde esa experiencia, desde esa comprobación empírica, una suerte de
idealismo objetivo –es una categoría pasada de moda, lo sé– que
anuncia su derrota. Porque POSEÍA (2005 – 2010) es el intento,
destinado de antemano a fracasar, por conciliar la poesía con el
pensamiento; pero las declaraciones, sus confesiones escritas con
violencia, con tino, con sutileza, son quizás, a mi juicio, la apertura,
la iniciación, mejor aún, la invitación a crear novedosas estrategias
de comunicación y representación, es un reto para poner a prueba las
capacidades infinitas de la imaginación:
“no es que todo desaparezca; peor: los seres y las cosas vuelven a su
estado natural (…) nada existe más que cuando se ha ido; nada pesa en
la vida como lo que se ha perdido”.
La abundancia de neologismos, concurren a fijar la naturaleza del texto y
los propósitos del autor. Las “avisiones” se repiten en algunos de
los versos capitales. ¿Pero qué significan las avisiones? ¿Son
anuncios? ¿Advertencias? ¿Premoniciones? ¿Sospechas? ¿Alarmas? ¿Paranoias?
La respuesta puede estar en este pasaje:
“¿no se oye el sonido y la furia de un cuento demasiado contado por el
poeta, que solo no significa nada, sino que se refugia en el rumor de
aliteraciones y neólogos que sostienen una intrincada construcción a la
nada, una estatua de ausencia para un pedestal jamás erigido?
Notas
La metáfora pertenece a Héctor Flores. Texto inédito.
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