Estampas. 2 de julio de 1954. 
Frida Kahlo se manifiesta.
Carlos Monsívais

Al contemplarla, sentí el pasmo más tarde clasificado como uno de los “trances místicos” del laicismo. Nunca antes encontré una figura tan martirizada y altiva. No me la esperaba así, no con el rostro lívido donde parecía extinguirse un rito cristiano, no con ese distanciamiento ante el dolor ofrecido como hastío sublime. La escena era teatral al afectar a símbolos, y a símbolos muy conscientes de serlo, tanto por su rol de celebridades en la ciudad relativamente pequeña (“Si lo reconozco ya sé que debe ser muy importante”) como por su condición de emblema de la diferencia en medios de la intolerancia. A su alrededor, las miradas los jerarquizaban, y con el aire del habituado a extraer de su fama la autoridad que va necesitando, Diego Rivera dirigía las maniobras: bajen la silla del auto, háganse a un lado, acomoden a Frida, Juan O'Gorman y yo la llevaremos, vamos a la cabeza de la manifestación. A su lado, unas mujeres repartían volantes y vociferaban contra el golpe de Estado de la CIA en Guatemala, el militarote Carlos Castillo Armas contra el gobierno legítimo de Jacobo Arbenz.

Seguí a Frida y Diego (imposible llamarlos de otro modo) a lo largo de la manifestación, no muy nutrida en los términos actuales. De la marcha sólo recuerdo a la pareja. ¿Cómo apartar los ojos del coloso y de la Dolorosa que él conducía? Desde mi culto adolescente por los héroes —del que me aparté críticamente debido a mi culto adolescente por los iconos perdurables— la pareja me alucinó. Frida, el retablo actuado; Diego, la síntesis progresista de la fuerza de la Naturaleza. Entonces aún no los cortejaban las biografías, los precios cósmicos de sus obras, los acercamientos fílmicos y teatrales, las retrospectivas, el aura que en cada época envuelve a las luminarias y tiende a olvidar el sentido específico de sus acciones. Apenas sabía de ellos (noticias vagas, escándalos, círculos de la admiración), pero ya entonces, de verbalizar mi pasmo, me habría declarado en presencia de lo irrepetible.

Esa noche, deslumbrado por la experiencia única, escribí una reseña de la marcha, publicada en un periódico sorpresivamente llamado El Preparatoriano, de donde espero que jamás resucite. Así ingresé a la crónica, oh dioses.“Dichosa Revolución, tú sí fuiste a las batallas”

Por un tiempo prolongado, hice numerosas crónicas que yo suponía de “agitación política” (a lo mejor lo hubiesen sido de disponer de lectores). En la década de 1950 era tan desmedido el control de la prensa, llamado Cuarto Poder por puro amor a la mitomanía, que si uno quería enterarse de la realidad leía entre líneas, una técnica también engañosa. Del espacio de encuentro entre la literatura y el testimonio, me entusiasmaban Diez días que conmovieron al mundo, de John Reed, El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán, y los textos militantes de Mario Gill, relatos del heroísmo de los huelguistas mineros de Nueva Rosita y Cloete (1952-1953), que me asomaban a los modos operativos del capitalismo.

En la prensa nacional (así se llamaba en México a la frecuentada por los lectores cautivos de la capital), el reportero solía ser, según yo creía, el tipo prepotente y obsequioso, que al burlarse en privado de sus escritos le confiaba al cinismo la absolución de su conciencia. (No era así, más bien el cinismo era el instrumento de la preservación de la salud mental). Esto me imaginaba, el reportero irrumpe en la oficina del funcionario, le pide un whisky, se sienta muy confianzudo o se queda de pie, y —si se sentó— perpetra un monólogo desbordante en agudezas y peticiones de dinero (no así, no con esa vulgaridad; sí así, si con esa desfachatez). Al no gustarme el whisky, decidí no ser reportero.

El universo cronicable por excelencia, la Revolución Mexicana, ya quedaba lejos, con su repertorio de personajes que lanzaban frases ante los paredones, y a los que sólo empequeñecía la ingratitud. Felices John Reed y Martín Luis Guzmán, relatores de los estados de ánimo de caudillos, oficiales y tropa, y de las anécdotas que reverberaban al sol como guiones de película: el soldado que en México Insurgente quiere matar al gringo Jack y fraterniza con él en la borrachera; el lugarteniente de Villa Rodolfo Fierro, que asesina a trescientos prisioneros sin que esa noche se perturbe la placidez de su sueño, y también en El águila y la serpiente, el militar pundonoroso tan disciplinado que ni ante la vista del pelotón de ejecución derrama la ceniza de su puro.

En la década de 1950 la crónica periodística servía a tres causas: la nostalgia (costumbrista), la nota de color y el sistema político, es decir, el México destruido y reinventado por el Progreso; el país del orgullo por lo poco que se tiene y lo mucho que se idealiza; la nación impulsada por la voluntad unipersonal que salva a la sociedad. El cronista de la entrega a los poderosos presentada como orgullo, Carlos Denegri de Excélsior, actuaba tan convencido del candor ante la letra impresa que usaba sus columnas como patíbulo o pedestal. En sus colaboraciones, muy abundantes, Denegri convertía los actos políticos que reseñaba en incursiones ultraterrenas, y consignaba la sonrisa alelada, como de pastorcillos de Lourdes, de los afortunados al estrechar la mano del Primer Mandatario. En el clima narrativo de los cronistas a lo Denegri, el séquito presidencial va de prisa y de pronto se pasma ante el ingenio superior (“¿Qué no me va a regalar unos tacos, don Eufemio?”, dijo el Señor Presidente ante la risa espontánea del Gabinete y del taquero, orgullosísimo"). En cada crónica, el milagro: la nueva presa, la gira donde las adhesiones florecen, las dotaciones de tierras inexistentes o ya repartida cinco veces, la multiplicación de las cervezas y las tortillas en la fiesta que el pueblo le ofrece a su gobernante.

Por las obligaciones del contraste, la crónica de la nostalgia certificaba el avance nacional. Así fuimos, así nos vestíamos, así nos enamorábamos, y lástima que se desvanezcan tan hermosas tradiciones, pero el confort y la modernidad exigen pagos en especie sentimental, y además, hay que aceptarlo: si nuestros ancestros no vivieron totalmente en vano, sí se vieron lentos en merecer el recuerdo.

Además, unos cuantos escritores mantenían la razón de ser del género de la crónica.

Carlos Monsívais

 

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