Estampas. 1991. |
El concierto en el Palacio de Bellas
Artes fue o debió ser maravilloso, aunque por los políticos y los
empresarios allí reunidos no atendieron al repertorio. La música de
vanguardia española debe estar bien, pero cada cosa en su lugar, y las
experimentaciones auditivas no van con una ceremonia solemne agraciada con
la presencia del rey Juan Carlos y el presidente Carlos Salinas de
Gortari. Los “¡Viva el rey!” se repiten y todos sonríen con
parsimonia, suponiendo que si está el Rey, las fotos de la concurrencia
se imprimirán en el Walhalla de la realeza, la revista Hola. Mientras busco salir o entrar (¿quién
se entera de sus propósitos personales atrapado en la multitud?), se me
informa: dentro de un rato Salinas acudirá a Chalco, en el Estado de México,
uno de los municipios más pobres, a inaugurar el servicio de luz eléctrica.
Los comentarios son efusivos: el Presidente se da tiempo de promover el
capitalismo, privatizar al Estado y atender a los sin recursos. “Es
un monstruo de energía y lucidez”, comentan, no en balde Newsweek
lo llama The Giant Killer, y en Europa se le aclama como ejemplo de
triunfo del neoliberalismo sobre el populismo. Los intelectuales
salinistas usan su cuerpo como ariete y dejan atrás a los baldados, los
lentos, los pobres de espíritu, los ausentes de los récords olímpicos,
los paralíticos de la voluntad. Algunos se angustian al ver que la cerrazón
de las masas impide la entrada al reino de los autobuses, y hacen de su
desesperación el instrumento de penetración. O eso o se les va la
Historia. “Vente con nosotros, cabrón, a ver el Gran Salinas. Lo de Chalco será
histórico, aquí comienza algo distinto”. Los siglos de los
encarcelados por la multitud transcurren como si fueran un minuto (o al
revés), y Chalco es la tierra de Oz. Los comentarios se dejan oír como
rezos: “El Presidente, comenta un historiador, se ha dado cuenta de la gran
necesidad del pueblo, algo que los políticos anteriores no habían
percibido. ¿Sabes qué? El pueblo quiere ser tomado en cuenta pero de una
manera moderna”. ¡Seguro!, reflexiono a pedido. ¿Cómo
no se me había ocurrido? El pueblo, sin que lo sepa, pero intuyéndolo en
cada control remoto, ya no quiere ser calificado de pueblo sino de
celebridad anónima. Si no firma autógrafos, ni revisa las cláusulas de
los contratos, ni sabe cuál es su mejor ángulo, sí percibe las nuevas
reglas del juego: sólo si se le trata como a celebridad, abandona el
Tercer Mundo. Allí va, en búsqueda del pueblo, la tribu con cámaras y
micrófonos, y los reflectores desvanecen las sombras donde se escondía
la nación de la pobreza. Al día siguiente, una llamada me informa
de lo ocurrido en Chalco. “Fue
emocionante. Sí, ya veo venir el sarcasmo, pero fue un shock
extraordinario oír al Secretario decirle: Ahora o siempre, Señor
‘Presidenté’”, instándolo a poner en marcha el servicio eléctrico.
No sabes. Las señoras lloraban a gritos, los hombres nos abrazaban, los
niños gritaban. ¡Salinas, Salinas! Los mismos tipos encargados de la
seguridad se veían radiantes. Y Salinas dijo Hágase la luz, y se hizo mi
hermano, como en la Biblia o en donde se haya hecho antes”.¿A quién
le interesa leer algo que requirió tanto tiempo en escribirse? ¿Qué pasa y qué se espera que pase? ¡Ya
nos globalizaron, no nos volverán a globalizar! En unos cuantos años se
hace trizas el localismo y se obstruye la internacionalización genuina;
se pasa de una sociedad cerrada a una sociedad parcial y jubilosamente
abierta; se corroe la idea y la práctica del Centro y se proscribe la
obsesión del compromiso literario... Son demasiadas las contradicciones. La siempre renovada Ciudad de México produce sin cesar nuevos escenarios y personajes. Los cronistas se enfrentan al todo inabarcable de la capital, pero a cambio del panorama integral que ya no será de nadie, cuentan con los estímulos de una sociedad, viva, en crisis permanente y con una vitalidad que niega sus declaraciones de angustia. A la crónica le esperan los temas, los impulsos y, si la preocupación es autocrítica, los lectores. |
Carlos Monsívais |
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