Estampas: 1972. |
El personaje tiene dos horas queriendo entrar al Salón Chicago, hoyo
fonqui. Los encargados lo rechazan con rudeza y él vuelve a la carga,
indiferente a insultos y empellones y ávido de explicarse. “Miren cabrones, yo bauticé estos pinches lugares. Yo les puse hoyos
fonquis, para dar idea del agujero a que nos han reducido y lo grasoso, lo
fonqui de esta mierda. Yo escribí sobre los hoyos y los puse de moda. Soy
Parménides García Saldaña, cabrones, el mismísimo Parme, una leyenda
en vida”. Los encargados no se inmutan ante el vitae legendario, y
lo hacen a un lado de nuevo. En un descuido de los guardianes el Parme
sube corriendo las escaleras. Lo atrapan y lo devuelven en vilo a la
entrada. Allí se repone lentamente, se sienta en cuclillas y como en un
rezo hipnótico improvisa poemas, maldice a los políticos del PRI,
recuerda letras de rolas clásicas, habla a la distancia mental con algún
amigo suyo que escapó del nacionalismo tocando con un grupo anglo en
Denver, se propone recitar Howl
de Allen Ginsberg pero le falla la memoria y no se acuerda qué chingado
les pasó a las mejores mentes de su generación y, de pronto, canta “El
Rey”, una canción que si bien se oye parece un blues de B. B. King, nomás
que a otra velocidad. Los chavos lo observan de pasada, y se meten al hoyo fonqui.Darle voz a
los que no la tienen, inventarle la voz a quienes ya la poseen. ¿Qué elementos intervienen en la formación de los nuevos cronistas?
Entre otros: la vigorosa tradición nacional, la fascinación por el New
Journalism de Estados Unidos, la relativa abundancia de publicaciones, el
derrumbe de la mayoría de los prejuicios moralistas, y la explosión
demográfica de la carrera de Ciencias de la Comunicación, que resulta de
la fe, explicable o inexplicable, de decenas de miles de jóvenes en la
comunicología, ciencia o técnica a la cual se atribuyen los rasgos de la
modernidad desafiante, de la posmodernidad que aguarda y del empleo que lo
deposita a uno en la pantalla pequeña, en el instante de hechizar a
millones. Las jerarquías temáticas se disipan y los nuevos cronistas buscan
documentar (e inventar radicalmente) otros métodos de aproximarse a la
sociedad que suelen detestar y a las ciudades de las que más bien se
envanecen. Estos cronistas han leído a Capote, Mailer, Tom Wolfe, John
Reed, Novo y Elena Poniatowska; les interesa la historia narrativa, y
eligen sus temas sin jerarquía alguna. A los mejores los distingue su
desenfado, su lenguaje libérrimo y su recurrencia al yo que anuncia una
relación más democrática con el lector, bajo una premisa: “Soy
en todo igual a ti, nomás que estoy en el uso de la palabra”. A disposición de estos cronistas, las ciudades (México, Monterrey,
Guadalajara, Tijuana, Neza), cuyo desorden a la intemperie prodiga
personajes inesperados, situaciones inconcebibles, cadáveres, prófugos
de la justicia, o de la sobremesa respetable. La ciudad capital es el
protagonista de la mayoría de las novelas y las crónicas, que mezclan el
optimismo literario y el pesimismo urbano. En el caos se perfilan y se
dibujan las tragedias colectivas, las marchas que colman el Zócalo y
apenas se advierten en la ciudad, los oficios urdidos por la crisis económica,
el habla “obscena” que absorbe y retrata la violencia urbana, las
pequeñas transas que no dejan ver el bosque de la corrupción. La moraleja implícita o explícita del común de los personajes de
estas crónicas, condenados a vivir en la distopía o utopía negativa, en
el tránsito de la Ciudad de los Palacios o la provincia ideal al mundo
del cyberespacio, es elemental y compleja: en la vida diaria valgo madre,
y descubro de paso que éste es un método de evaluación como cualquier
otro, porque valer madre, carecer de la mayoría de los derechos
elementales, entre ellos el de un porvenir y el de un pasado, no impide
que me divierta. ¡Carajo! Que ni me lloren porque esto encarece el
entierro. ¿Quién lee una publicación, ya no digamos un libro, y quienes atienden a un programa televisivo? A esta pregunta la gran mayoría de los escritores latinoamericanos responde al tanto del auge y la caída de los lectores mientras la sociedad se desintegra para mejor integrarse los ritmos de la sobrevivencia. El cronista quiere escribir lo que no ha leído y el público posible y real lo desatiende, devorado por la política, ávido de la crítica a las instituciones, y a la búsqueda de las creencias que comentará con sus compañeros de oficina (el esoterismo, complemento directo del catolicismo). El espacio típico es el de los vagones del Metro (“Se me pegó tanto esa chava, que le metí mano a la señora a tres cuerpos de distancia”); el hallazgo inevitable de las sensaciones de lo contemporáneo, lo da la música; el relativismo de la moral se advierte por ejemplo en la programación de Cable, el territorio relativamente libre de la censura. |
Carlos Monsívais |
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