Estampas: 1957. |
Son las doce de la noche, y ningún joven que se respete, o que quiera
darse a respetar, está en su casa. El miedo urbano entonces es una
sensación porfiriana, y lo propio de la edad es andar en cabarets y prostíbulos,
en cantinas y amaneceres brumosos. La variedad era notable, o eso me parecía,
mientras reflexionaba lo obvio: no asistía a la fiesta de la decadencia,
sino al adiós de la dictadura del pecado. Poco tiempo después, el
pecado, ese aliciente nocturno indispensable de las parrandas, perdía su
centralidad. Al ganar la batalla el ateísmo funcional ya casi nadie creía
estar en falta a los ojos de Dios. El hedonismo vencía a las sombras teológicas,
que se desplazaban a las Agencias del Ministerio Público. Y la variedad era infinita. Yo frecuentaba sitios con vanidad de
coleccionista y me fascinaban varios: Cero en conducta, por ejemplo, un
cabaret a modo de escuelita, con pupitres en lugar de mesas, y en donde se
le exigía a los parroquianos arremangarnos los pantalones para fingir niñez.
Al fondo del antro había un pizarrón, y allí una cómica vieja repartía
gises e invitaba a un duelo de albures, a la riña verbal. El parroquiano
escribía una frase, la cómica le contestaba recrudeciendo la procacidad,
y el combate seguía hasta la rendición del parroquiano. Otro sitio que me encandilaba: Las Tecatas, en un segundo piso de la
avenida Santa María la Redonda. A Las Tecatas le decían también La Pila
Bautismal, porque entre sus clientes frecuentísimos se hallaban un grupo
de sacerdotes en día de asueto, cuyo santo y seña (nunca mejor usada la
expresión) era decirle a los objetos de su afecto efímero: Ego te
absolvo. En El Gusano, en la Colonia Obrera, me tocó una escena digna del
más estricto cine de horror, con imitaciones logradas de Peter Lorre y
Boris Karloff. A las dos de la mañana, el grupo con el que iba, todos
estudiantes de Leyes, a iniciativa del que sería un notable líder
campesino, decidió refrendar su compromiso con la Patria. Y uno tras otro
se treparon sobre una mesa, y dijeron cuánto les importaba el rumbo firme
de la Revolución Mexicana. Al principio los otros clientes los oyeron con
morbo y chiflidos, y siguieron apretadísimos a las ficheras. Luego, un
orador, furioso por los danzones, gritó: “¡Calla gleba! Escucha el
verbo de la Revolución!” Ignoro qué entendieron los caballeros allí
presentes, pero el defensor de las trincheras de la Patria acabó en el
hospital, desde donde se declaró víctima de las fuerzas oscuras de la
reacción. Como sea, la apertura de criterio se instalaba en la ciudad entre las
dos y las seis de la mañana.“Cómpreme
este billete de lotería, para que yo me gane la vida, y usted adquiera su
mansión en San Angel”. Sin que a nadie se le ocurra, entre 1940 y 1968 se vive uno de esos períodos
de “fin de la historia”. El orden está garantizado, y prevalece el
sonido del Progreso: los obreros en los rascacielos, los cláxones que
exaltan el carácter evolucionista del ruido, las orquestas de mambo que
revelan lo estético de las trepidaciones urbanas, las máquinas que
derrumban edificios viejos como si fueran polvorones (el que no se me
ocurra otra metáfora es para revelar mi edad). Vuelve al centro del
escenario la sociedad conservadora a la que vencieron los liberales sólo
para adaptarse a sus hábitos. (Del siglo XIX mi crónica predilecta era y
sigue siendo Memorias de mis
tiempos de Guillermo Prieto). Quedan atrás la violencia y el estrépito
de los años revolucionarios, y a los caudillos los sustituyen los
caciques con títulos de abogados, los políticos de personalidad
calumniada por sus virtudes y enaltecida por la religión del
presidencialismo (“Si el
Presidente de la República es un genio, yo no puedo ser un idiota”).
En la ciudad que se extiende, el relajo parece sustituir al rencor social,
y los lectores acechan el inside story de la burguesía, con su bonanza
reciente que el mal gusto de los muebles exalta, sus casas de campo en
terrenos ejidales, sus modales recién impresos y ya, como aseguran sus
secretarios, con quince generaciones de antigüedad certificada. La moda
de árboles genealógicos es la ilusión de disponer de algo que no hayan
talado los presuntos propietarios. La reticencia y la hipocresía le ponen sitio a la crónica de la
sociedad supuestamente ahistórica, dócil, entusiasta, ingeniosa y pletórica
de celebridades a manera de signos de reconocimiento y autocelebración.
En el país de una sola ciudad, en el medio a mi disposición sólo
escapaban del triunfalismo los guetos de la izquierda comunista y los
ilusionados en las utopías del arte. Supongo, porque astutamente no me he
releído, que mis crónicas de esta etapa combinan mi adhesión al
desarrollo nacional (involuntario) y mi esperanza en la insurrección de
la clase obrera (voluntarista). Y, ahora lo sé, ni siquiera la feroz
represión anti-obrera y anti-magisterial en el gobierno de Adolfo López
Mateos, disminuyó mi fe íntima en la modernidad. Sí, el gobierno era
abominable y obedecía a los intereses más mezquinos; sí, la Buena
Sociedad era la Selección Nacional de fortunas mal habidas; sí, por
desarrollo se entendía el libre flujo de complicidades y
autocomplacencias. Pero —y esto explica en buena medida el arraigo de 71
años del Sistema político— la movilidad social y la movilidad cultural
nos resultaban más reales que la sordidez burguesa y la indefensión
proletaria, eran tan evidentes como la pertenencia al planeta, como el
rock, la pintura abstracta, los happenings, la americanización, el
disfrute del cine europeo, los viajes y la convicción secreta y pública:
¿dónde vas que más valgas? En la década de 1960 la crónica no dispone, en las jerarquías literarias, de valor alguno. Es el hecho que conforma obras excéntricas (la del guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, desde el París de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, la de Salvador Novo), es el afianzamiento social del idioma modernista (Nervo, Julián Del Casal); es el dato secundario en la bibliografía de los ilustres (Alejo Carpentier, Miguel Angel Asturias, César Vallejo, Alfonso Reyes); es la práctica periodística amable y circunstancial. No se le reconoce a la crónica la experimentación idiomática, su contribución al idioma modernista y el contemporáneo, el abordaje de temas desatendidos por la ficción. El desdén por el periodismo (justo e injusto) obstruye la evaluación crítica, y estos en detrimento de la historia literaria y del goce mismo de muchas páginas admirables. |
Carlos Monsívais |
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