Una mañana cualquiera |
Él
despierta sabiendo que, como él, despierta con los ojos clavados en el
espejo. Sabe que a pesar de la oscuridad sus pupilas se expanden
lentamente hasta lograr distinguir las siluetas de la habitación. Sabe
también que es delgado, joven, que despierta con la ayuda del reloj o de
las pesadillas -no como él que prescinde del reloj- y que a su lado nadie
comparte su noche. Tiene la certeza de saberlo abstraído durante horas en
la contemplación de las sombras dentro del mercurio detenido (de igual
forma sabe que él llama así al espejo), como si asistiera a una única
función, ininterrumpida y privada, donde, para él y sólo para él, las
luces y las sombras se disputan la vida. Sabe también que el primer acto
de aquella función comenzó una mañana cualquiera, al volver de una
pesadilla, cuando vio el ángulo recto que forman la unión del techo y la
pared con una leve inclinación, con un gris oscuro el primero, con un
blanco mortal la otra. Tan perfectos eran sus colores que parecían no ser
un reflejo, sino más bien, daban al mercurio detenido la gracia de
semejar una ventana, a través de la cual se podía observar su propia
habitación como lindante, en un espacio contiguo, en un tiempo contiguo.
Infinitas veces el cielo nocturno marchó claro y silencioso dentro de
aquella ventana, frente a los ojos insomnes de él. Él
despierta sabiendo de ese él como quien retorna espontáneamente a su
primer recuerdo, a su primer segundo o quizás a algo anterior aún. No
hubo razonamientos, no hubo esfuerzo, sólo el despertar, sólo el saber. Estira
sus brazos y luego intenta recuperar parte de las mantas que como de
costumbre yacen debajo del cuerpo de su mujer que ahora respira profunda y
pesadamente, inmersa en el sueño. Aun le restan tres horas de ese
abandonarse, de ese dejar de ser que es el sueño. Recuperadas las mantas,
se arropa hasta el cuello y deja que lentamente sus pupilas se expandan
hasta dar con lo incorruptible e inmóvil. Ahí, a los pies de la cama, el
antiguo espejo, el mercurio detenido. Intenta
con gran esfuerzo recuperar algo que se le escapa, algo que se pierde de
ese él. Sabe que no se levanta, que se queda atónito ante el espejo.
Presiente en esa inmovilidad una furtiva y violenta embestida; pero cómo,
por qué. Una y otra vez intenta desentrañar esa vaga certeza. Quiere
ordenar los hechos, recordarlos sucesivamente hasta llegar a ese cuerpo
oscuro que se presiente como un desenlace. Pero lo cierto es que aquello
no tiene un orden; aquello es una unidad, un todo. Aquello que sucede no
es un sueño, simplemente es. Intenta luego vaciarse de ideas,
concentrarse en nada; tal vez a ese todo se sume lo restante, eso que
falta, estando. Pero no es así. Su mujer
había entrado en el sueño profundo, en el sueño propiamente dicho, y
revela, con pequeños espasmos y violentos susurros ininteligibles, la
incomodidad de ciertos padeceres que seguramente no recordará salvo que
él la despierte. De hacerlo sabe que esas horas preciadas, horas que
dedicaba primero a un lento desayuno y una lectura reposada, luego a ser
testigo de todo despertar, se verán invadidas por ella que malograría su
dormir. Con suavidad estratégica intenta consolarla. Al cabo de unos
instantes ella vuelve a su pesada y profunda respiración sin haber
despertado, aunque ahora está boca arriba y de tanto en tanto escapa de
su garganta un ronquido que se convierte en insustancial silbido. La
oscuridad no se le resiste. El cuerpo de los objetos surge con levedad de
entre las sombras. Busca el filo de las sábanas. Siente, como sabe que él
lo siente, el frío que circunda el diminuto espacio de su cuerpo
amortajado. Sentado ya, con los pies descalzos sobre las gélidas
baldosas, es testigo de la respiración, de su trayectoria apenas
condensada en el aire de aquel que viniera del sueño o de alguna patria
semejante. Le pesarían los párpados, estaría lánguido y algo
entumecido. Como quien intenta colmar sus pulmones, una y otra vez, sigue
el rastro de su aliento. Las costillas lo retienen como cadenas ajustadas
con firmeza. Con un pesado movimiento rematado en bufido, su mujer invade
todo el desolado territorio de la cama. Sus rodillas, las de él y las del
otro, al unísono formulan un chasquido seco al incorporarse. Una sombra
atravesó esa laguna inmóvil de mercurio, disparando la adrenalina que lo
hace dar un paso hacia atrás mientras las pupilas se dilatan, acelerándole
el pulso. El aire viciado de la noche, las exhalaciones que desahogan el día
durante el sueño, se mecen desde el techo. Sabe que él, el otro, las
percibe como una niebla gris, palpable y desagradable al tacto pero, por
alguna extraña razón, jamás se atreve a abrir las ventanas por la
noche. Teme que lo asalte la luz de la calle, o quizás que una siniestra
ventisca transfigure la geografía de su noche y ya no fuera él quien
pudiera contemplar ese ángulo perfecto que lenta e infatigablemente se
dibuja en el espejo. Vuelve a él. Ahora se le antoja como una pirámide
observada desde abajo, desde su base y hacia la convergencia de sus cuatro
lados. Es un festín de sombras y reflejos. Sabe que alza la mano, como lo
está haciendo él, que la extiende con lenta gracia y, próximo a
desgarrar el misterio de aquella habitación contigua, se detiene,
temeroso de la propia voluntad del pretendido reflejo, temeroso de que no
sea aquella voluntad idéntica a la suya. Piensa en los hacedores de
espejos como si de brujos se tratara. Aquel también desconoce los
misterios de ese devenir. Saben ambos de fuego, hierros y manos, al menos
lo imaginan, pero detrás de todo aquello sólo pueden pensar en brujos o
en solitarios alquimistas. Su mujer
murmuró unas palabras y se contrajo, sofocando una risa infantil. Se
inclina sobre ella; el otro sobre su propia sombra. La comisura de los
labios empuja sus pómulos, rara vez sonríe con tanta y tan simple
belleza en la vigilia. Aún siente un temblor difuso, un estremecimiento
que lo recorre, ahora por la espina dorsal como un impulso eléctrico,
ahora como un tiritar débil en las piernas. Ese leve estremecimiento y el
rodar lento de su mujer que ahora le da la espalda, lo predispone a
intentar el encuentro de aquello que se le escapa, que falta, estando. Él
aún está de pié junto a la cama, cama que no alberga el sueño ni el
descanso de ningún cuerpo. Su mirada, aún somnolienta, la respiración
bosquejada en el aire. Ambos vuelven la vista hacia el espejo buscándose.
Ambos temerosos, detenidas las ideas, próximas a las fronteras de lo
real. Un
bostezo proveniente de la ignota región de los bostezos le alarga el
rostro, ahueca el pecho, siente la carne cediendo ante las costillas. En
ese gesto repetido quizás por siglos, insignificante e involuntario,
cierra los ojos. Blancos y azules destellos sobrevienen como un lóbrego
cielo vejado por el artificioso festejo de hombres elementales que aún
celebran la pólvora y se fascinan ante sus vulgares prodigios. Pero no
hay estruendos, sólo silencio, y desde él la vehemente certeza de estar
a punto de ser envestido por algo que proviene de las sombras. Un cuerpo sólido,
vibrantes músculos estremecidos en un arranque violento y certero que lo
arrasará, o peor aún, que lo aplastará contra la pared hasta asimilarlo
como una porción más de aquella masa informe de nervios y tendones. La
razón y el instinto se debaten en un segundo de la eternidad. Sus ojos se
abren aterrorizados e interrumpe el gesto de las manos poco antes de
llegar a su cabeza. Ojiplático, escucha una carcajada entre las sábanas.
Cubierta por completo, su mujer parece menguar, apenas un ovillo apretado
en un rincón de la cama, con leves espasmos de risa furtiva. Él, el
otro, animado por una voluntad intempestiva, rodea la cama, se aleja del
mercurio detenido. Camina por el breve espacio de la habitación. Abre
algunos cajones, saca algunas prendas que parecen relucir en la oscuridad,
leves brillos, sonidos apagados de las telas al caer. Tropieza con algunos
zapatos que producen un ruido como de pisadas torpes e indecisas. Hurga
entre unos libros, mueve algunos frascos o sombras de cristal que resuenan
y se demora en unas pequeñas cajas de madera. Tan súbitamente
como se había puesto en movimiento, se detiene. Él no sabe qué busca,
pero lo tiene ya entre sus manos. Como una tromba, el sudor arreció su
cuerpo enhiesto. La oscura silueta, delgada oscuridad recortada entre las
sombras, empuña algo que prolonga y culmina su mano en un óvalo
imperfecto. Otra vez vuelve al vacío, a eso que resta, eso que está,
faltando. No se atreve a cerrar los ojos, se cree cobarde y, por su falta
de valor, que es ya inalcanzable aquello que intuye como un desenlace,
como si detrás de los ojos, de esas puertas que se abren al cerrase,
habitara todo lo que no se sabe. La empuñadura
y lo empuñado se blanden en el aire con agilidad de prestidigitador. Oye
un silbido opaco. Pronto su nariz se contrae, y azuza el aire con las
manos. Ahora inmóvil, su mujer, es apenas una leve prominencia bajo las sábanas
y el óvalo imperfecto, la vanguardia de un andar perezoso que retorna
desde la otra orilla de la habitación y las sombras, a las cercanías del
espejo. El frío le trepa las plantas desnudas, siente una oleada de vellos estremeciéndose. Intenta mover un pie en busca de abrigo pero no le es permitido. Sus músculos se niegan al movimiento, entonces abre las palmas de las manos y comienza a descender hacia el oscuro embaldosado. Cuando llega a él, en un movimiento lento e indeciso, un destello, breve como un parpadeo, lo ciega. La tromba se bate otra vez sobre su cuerpo. No hay pensamiento que intente argumentar nada sobre los engaños del complejo nervio óptico, sólo el erguirse, un recomponer violentamente su verticalidad. El destello se sucede una vez, ahora otra, y otra más. Intermitente fulgor que no se detiene, hasta que instintivamente cruza las cortinas de las ventanas una sobre la otra. En la quietud que se abre paso, respira profundo sin reparar en la prisión de sus costillas y siente la necesidad de cerrar los ojos. No lo hace. Con las manos prendidas de las telas, apoya la barbilla sobre los brazos. El frío lo entumece. Confuso y estremecido, en medio de una oscuridad casi absoluta, se sienta al filo de la cama como si de un abismo se tratara y desde sus profundidades oye el sonido de una gota al caer sobre el agua. Entorna los ojos hacia el mercurio detenido y el destello, el haz de luz busca su rostro, y detrás del destello, otro rostro y otro espejo. Instintivamente tiende la mano hacia su mujer. Sólo halla un enredo de sábanas y almohadas. Entonces sabe qué es aquello que no alcanza, aquello que falta estando, y con la vehemencia de un condenado, presunta masa informe de sudor, nervios y tendones, arremete contra el espejo. |
Diego
Leonardo Monachelli
www.monachelli.blogspot.com
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