Primera carta de Helmut Brodovsky a Ulises |
12 de Marzo |
Nunca,
nadie, nada. Así la vida. Nunca, nadie, nada. Así toda ella, con sus años,
sus meses y días. Quizás sea la cercanía de la muerte (no la mía) la
que sustenta estas palabras, este buscarte corriente abajo en la tinta. Mi
muerte siempre parece rondar indiferente el lánguido pulso del tiempo y
los insomnios. Lo difícil es saber lo que realmente provoca este detener
el mundo, y dónde comienza. Hace
unas horas abrí la puerta para encerrarme en la ciudad, ahí, donde todos
estos mamíferos, bípedos y parlantes, que me rodean ahora dicen vivir.
¡Parecen todos tan inocentes, inofensivos! Entregados dócilmente a esta
tarde agobiante que nos despeina con suave gracia y cada tanto. Ahí,
por ejemplo, esa mujer: las gafas oscuras le ensanchan el rostro más allá
de las sienes. Sostiene cerca de sus labios el humo de un cigarro que
lleva un beso muerto como colgando, y apunta hacia el cielo. Detrás de
esa máscara pálida, sonríe ausente. Sus senos descansan abatidos cerca
del vientre, lánguidas prominencias apresadas por un vestido que
representa en sus flores, y en los colores de de esas flores, todo lo que
no lleva dentro este fantasma de mujer. Hay también la perla que parece
treparle a la oreja; ahora se mece en el sí frío que apenas dibujó su
cabeza. Un pie desnudo pero inmóvil, y a él parece hablarle la otra
mujer que se sienta frente a ella apresurando los sorbos de té. Ahora,
arrastrando unas sandalias ruinosas, un hombre se acerca, vaso en mano,
como ofreciendo de beber. Pero el agua no tintinea, nadie bebe de ese vaso
apretado con dedos sucios y largos. Con voz gangosa, apenas asomada a la
garganta, dice hambre, por favor, ayuda, dios y repite la agonía
enseñando un vientre partido en dos por una violenta cicatriz y un
vendaje dudoso que escondía bajo una camisa azul, raída. La ceniza se suicida en el gesto de asco con que la mano fantasmal agita el aire caliente de la tarde. El vaso empuña al hombre, y el hombre la repulsión que despierta en la humanidad dormida o ausente de la mujer que ahora muerde un nuevo beso nervioso y tenso al tabaco que aspira y devuelve al mundo por la nariz. Al principio duele ese asco, te ensucia, te hace crecer rincones oscuros, donde no se ve más que sombras, aunque se intuye algo duro y violento. Pero la repetición hace de ese encogimiento un lánguido malestar, un sentir apenas el dolor que se esconde, y luego todo es ausencia, vacío, y el gesto se repite, pero ya no importa… y entonces nunca, nadie, nada. |
Diego
Leonardo Monachelli
Helmut Brodovsky - Cartas a Ulises (Novela)
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