La capellina nocturna
Diego Leonardo Monachelli

Clara estaba frente al televisor comiendo una tarta de chocolate cuando observó la propaganda. Inmediatamente salió corriendo hacia la habitación llevándose todo por delante, prácticamente desarmó el cajón de su escritorio buscando una lapicera y un papel. Tomó la carta de su madre que hacía unos días había recibido y corrió hacia la cocina con la carta y la lapicera en la mano. Tomó asiento o mejor dicho se derrumbó sobre la silla y suspiró aliviada, la propaganda aún continuaba. Unos segundos después salía a la calle con el mismo desenfreno con el que acudió a buscar algo para escribir. Corrió casi dos cuadras hasta llegar a la cabina telefónica y metió su mano en los bolsillos de su pantalón, exhaló un pequeño quejido lamentándose y corrió nuevamente hasta su casa. Entró, ya desbocada, sosteniendo la carta y la lapicera en su mano derecha, volvió a entrar en su habitación y se metió de cabeza en el ropero buscando su campera, revisó uno a uno los bolsillos, tomó unas monedas y salió corriendo.

Al llegar, una persona, un hombre entrado en canas, estaba hablando pero sin el menor respeto y la mayor desesperación le pidió, casi le exigió, que la dejara hablar. Este hombre de contextura fornida le dijo a su receptor que lo disculpara y que volvería a llamar en unos minutos. Clara se colgó del tubo y casi desarma los botones del teléfono marcando el número que había anotado en la carta de su madre, el hombre la observaba unos pocos metros detrás de ella. Alguien atendió su llamada, el hombre vio claramente cómo se movían sus labios entonces, intrigado por tal urgencia, se acercó disimuladamente hacia Clara.

- Sí - dijo Clara agitada - está bien, espero - y unos segundos después - Sí, exactamente. Sí esa... Clara Gomorra... Sí, Greasery 979... No, No - gritó exaltada - es 9... 7... 9 no 6... Bien, cuanto tard... mañana? Sí, efectivo... muy bien, gracias.- El hombre la miraba desentendiendo totalmente el apuro que traía esa muchacha impertinente pero Clara no dio la más mínima señal de agradecimiento y se marchó un poco más serena sin siquiera mirarlo y tratando de guardar las monedas que le quedaban.

Al llegar a su casa se detuvo viendo fijamente que había manchado con chocolate buena parte de la carta al igual que el picaporte y en ese preciso momento advirtió que había salido sin cerrar la puerta.

Parecía sentirse victoriosa, contenta. Fue al baño, se lavó las manos y luego con un trapo limpió el picaporte e intentó limpiar la carta pero lo único que logró fue mancharla más haciendo ilegibles unas cuantas líneas, dejando una mancha de tono marrón, casi negra, en medio de la hoja. Pero sin darle importancia retornó a la silla, la que tuvo que levantar, pues con la corrida la había tirado y continuó viendo televisión, no sin antes servirse la última porción que quedaba de la tarta. Esbozaba una sonrisa casi imperceptible y esperanzada.

Al otro día despertó temprano y comenzó con sus actividades diarias. Limpiaba y barría canturreando y silbando, bailaba con el escobillón una mezcla de cha-cha-chá con tango. Al mediodía salió a hacer unas compras y se la pudo ver de muy buen humor aunque con una prisa poco acostumbrada en ella. Cuando regresó a su casa investigó el buzón por si habían llegado con su pedido mientras no estaba, pero no había ninguna nota de primera visita como suelen hacer en estos casos de entrega a domicilio, lo que la dejó más tranquila. Preparó una ensalada bien condimentada para almorzar mientras miraba televisión. Ya entrada la tarde comenzaba a ponerse intranquila, eran las seis y aún no habían llegado. Fue mientras estudiaba distraídamente, unas horas más tarde, que tocaron a su puerta. Clara salió corriendo y abrió sin preguntar siquiera quién era. ¿Me traes lo de la propaganda?- preguntó impaciente - Sí - respondió el joven con el casco haciendo de extraño sombrero - y me tiene que firmar acá. Clara firmó garabateando su apellido y le devolvió la planilla pero el moderno chasqui le pidió una aclaración señalándole, con la mano en que sostenía el paquete, donde debía hacerla. ¿Ese es mi paquetito? - le preguntó casi arrebatándoselo de la mano - Sí, pero ¿me puede hacer una aclaración de su firma por favor? Molesta y apresurada escribió con letras grandes Clara Gomorra y sacó unos billetes ya contados y separados en el bolsillo trasero de su ajustado pantalón. Se los entregó junto con la planilla, la lapicera y casi le rompe la nariz de un portazo al pobre chasqui motorizado.

Mientras se oían los corcoveos de la moto en la vereda, ella desarmó el envoltorio ávidamente. Una pequeña caja quedó a la vista, de un color verde y con letras grandes y azules que decían: "FATDOWN - el milagro de la ciencia". La tomó con las dos manos y la puso frente a su cara intentando descifrar unas letras pequeñísimas que formaban una mancha casi sobre uno de los costados. Pero no le fue posible dilucidar qué era lo que decían, por lo tanto sin perder más tiempo abrió la caja, sacó el pote y desenroscó la tapa. Un perfume bastante agradable aunque fuerte y penetrante invadió el aire y mientras caminaba hacia la habitación observó, sin tocarla, la crema brillante y rosa que se movía acompasadamente con su andar.

Abrió un cajón de su mesa de luz, sacó un centímetro de costurera, levantó su remera aferrándola bajo la barbilla y midió su cintura anotando donde indicaba la tapa de la caja unos números y la hora. Tomó decididamente el pote y hundió los dedos sacando una masa gelatinosa que desparramó sobre su cintura y abdomen con gran frenesí hasta que el brillo desapareció. Súbitamente pareció experimentar un calor intenso que la sorprendió, toda la zona afectada por el milagro de la ciencia parecía arder, pero pronto la sensación se esfumó y solo el penetrante perfume se sentía. Observó un instante su vientre y dejó caer la remera dirigiendo la mirada intranquila hacia el reloj sobre la mesa de luz. Caminó por toda la casa y trató de estudiar pero la ansiedad la dominaba y no podía concentrarse en nada más que en su abdomen y su crema. Encendió el televisor y se sentó frente a él junto a una taza de café, jugando con la cucharilla, pero sin tomar ni un sorbo. En ese momento pensó que lo mejor sería salir a caminar y se marchó colocando un reloj en su bolsillo.

Caminó durante media hora por el barrio, distraídamente, sin prisa pero su ansiedad la superó y retornó a su casa. En cuanto entró corrió hacia la habitación, se sacó la remera y tomó el centímetro para medir su cintura nuevamente casi sin mirar. Ella sabía que debía esperar cuarenta y cinco minutos pero no soportó más, dejó caer un extremo del centímetro y con la mano derecha marcó el punto exacto de su circunferencia, temía el haberse apresurado y la desilusión. Entonces con los ojos entrecerrados, con un gesto en su rostro como el de que no ve satisfactoriamente, observó el centímetro. Esbozó una sonrisa que se transformó casi de inmediato en un grito de alegría saltando por toda la habitación como loca. Tomó la caja de Fatdown y anotó debajo de la nota anterior la hora y los centímetros que ya diferían en varios milímetros. Luego de eso se desvistió y frotó la gelatinosa crema por sus piernas, entrepiernas, nalgas y nuevamente por su cintura y abdomen, fue al baño, lavó sus manos, su rostro y se dispuso a dormir plácidamente.

La mañana siguiente, cuando despertó, se vistió y se preparó el desayuno mientras se sostenía los pantalones con una mano, hubo un silencio de funeral y bajó lentamente la vista. Los pantalones que llevaba puestos eran los mismos de ayer y precisamente ayer le quedaban ajustados y hoy se le caían. No pudo más de alegría, saltó sobre la silla y de ahí a la mesa bailando esos pasos raros que había disputado con el escobillón, luego bajó de un salto y corrió a buscar un cinturón. Salió victoriosa hacia el trabajo, aunque obviando un pequeño dolor de cabeza. Era una buena forma de comenzar la semana.

Al volver del trabajo con la alegría y la satisfacción de todos los comentarios que le habían hecho llegar de una u otra manera sobre su silueta se sentía renovada, como otro ser, aunque el dolor de cabeza se agudizaba, cosa que supuso podría aliviar un buen baño y unas aspirinas. Se desvistió en su habitación y desnuda frente al espejo se observó detenidamente, acariciando su cintura, sus piernas. Ella misma observaba y sentía una gran diferencia en su cuerpo. Se observó de espaldas, de costado, de frente y caminando gatunamente fue hacia la ducha. Dejó correr el agua unos segundos y entró sonriente, aunque con un fuerte dolor de cabeza.

Mientras se lavaba el cabello y se masajeaba el cuero cabelludo sintió un extraño y casi minúsculo bulto sobre la parte superior de la nuca. Lo investigó con la yema de los dedos, cuidadosamente, pesando una y otra vez con qué se había golpeado, ya que parecía una hinchazón menor efecto de un golpe, aunque realmente no recordara haberse golpeado. Luego de media hora salió sintiéndose un poco mejor y después de secarse tomó el centímetro y midió nuevamente su cuerpo con la habilidad de un modisto francés, anotando las medidas y comprobando que realmente habían desaparecido unos cuantos centímetros y sus formas tomaban otra contundencia ante los ojos expectantes y deseosos. Sin detenerse ni perder tiempo tomó el pote de crema y repitió la operación de la noche anterior aunque con una porción más grande aún. Luego se vistió y fue a cocinar algo de cenar. Ya cenando y viendo televisión pasaron el comercial de su milagrosa crema pero de inmediato la sacaron del aire poniendo en su lugar la programación del canal. –Tendrían que dejarla, es realmente una fortuna esa crema - dijo casi indignada por la censura, pero luego arremetió contra el plato de fideos al pesto que se había preparado sin decir una sola palabra. A pesar del baño, las aspirinas y la tranquilidad que tenía, el dolor de cabeza se agudizaba aún más por lo que se fue a acostar en cuanto terminó de cenar. Cuando se acostó, cuando se metió entre las sábanas frías, sintió que la cabeza le pesaba tremendamente pero en cuanto la apoyó sobre la almohada se durmió de manera profunda olvidando incluso la luz de la cocina encendida.

Así transcurrieron seis días de insoportable migraña y rigurosa rutina de aplicar, por lo menos dos veces diarias, la milagrosa crema Fatdown.

En la mañana del séptimo día despertó temprano, el dolor de cabeza había desaparecido. No tomó sus medidas, directamente se aplicó una generosa porción de crema sobre su cuerpo que denotaba una silueta apreciablemente delgada, luego se vistió y salió a hacer algunas compras. Cuando llegó a las puertas del mercado se encontró con una amiga. ¿Cómo estás?- le preguntó ésta.

Bien... - contestó Clara con gran esfuerzo. Estaba completamente afónica, cosa que acababa de advertir.

Bien...- intentó nuevamente con un mayor esfuerzo para que su amiga la escuchara.

No muy bien que digamos – prosiguió su amiga- bueno, estás mucho más flaca en realidad pero de la voz y el pelo... ni hablar.

¿Cómo el pelo?- preguntó Clara sorprendida.

Sí, no te peinaste, tenés el pelo hecho un desastre. Mirá acá...- le tomó un mechón de pelo junto a la nuca, los que soltó inmediatamente, casi palideciendo y cambiando su semblante - ¿Qué...- se detuvo vacilante y la observó cuidadosamente - ¿Qué vas a hacer ahora?

Voy a comprar algo de comida, nada más - dijo esforzando la voz a más no poder.

Bueno, yo me voy a casa, cuando tengas tiempo pasá - le dijo su amiga alejándose con un rostro terrible y sorprendido, pero Clara no advirtió tal actitud y entró normalmente al mercado.

Mientras caminaba entre las góndolas, detrás del carro, sintió un murmullo incesante que la hizo voltear y cuando lo hizo vio un grupo de mujeres, tres precisamente, que la observaban. Pero cuando ella las avistó disimularon su mirada inquisidora y giraron hacia otro lado, aunque una de ellas, de rabillo, no dejaba de mirarla. Clara se sintió contenta, su silueta llamaba la atención, incluso varios empleados se distraían y la miraban terriblemente. Clara ya era el centro de atención por lo cual caminó una y otra vez pasando quizás delante de los artículos que llevaría pero sin tomarlos a la primera pasada, se sentía halagada y eso le gustaba. Súbitamente el dolor de cabeza surgió de la nada y casi la desmaya, se tornó inmediatamente insoportable. Tratando de no prestarle atención, cosa que era realmente imposible, siguió caminando. El dolor se hacía más intenso y comenzó a doblegarla. En uno de los pasillos menos transitados del mercado cayó sobre el carro, golpeándose fuertemente la frente. No podía moverse, el dolor parecía haberla invadido por todos lados, no sólo se había instalado en su cabeza sino también sobre su espalda, sus hombros y hasta su pecho. No podía reincorporarse, sintió un gran murmullo detrás de ella pero tampoco pudo voltear, estaba inmovilizada por el dolor. Sus piernas no le respondían y su voz era inexistente. Luego de unos minutos así se acercó una señora delgada y muy elegante que tenía puesta una gran capellina violeta. Parecía una señora mayor pero de edad incierta. Esta la tomó por debajo de las axilas, la ayudó a incorporarse y le dijo serenamente - No te preocupes, yo te llevo a tu casa...- Ambas salieron del mercado escoltadas por las miradas, el murmullo constante y los comentarios pertinentes, pero nadie, absolutamente nadie se acercó a ella y la señora de la capellina. Luego de salir, la señora, abrió la puerta de un auto y la ayudó a subir. El rostro de Clara denotaba un gran dolor, insoportable, de haber tenido voz suficiente hubiera gritado, pero sólo gimoteaba levemente, con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia delante.

La señora no dijo absolutamente nada, ni una palabra en las pocas cuadras de viaje y Clara seguía sumergida en sus terribles dolores y su silencio.

Llegaron a la casa y la capellina violeta rodeó el auto velozmente y sacó a Clara casi arrastrándola. Justo frente a la puerta de la casa unas vecinas pasaban y se detuvieron susurrando entre ellas y observando el triste espectáculo que estaba transcurriendo en sus narices, protagonizado por su delgada vecina. La señora tomó del bolso de Clara las llaves y la hizo entrar a empujones cayendo, casi desmayada, dentro de la casa. Luego de dejarla sobre la cama volvió a su auto y tomó una caja que segundos después dejó sobre la mesa para, ahora sí, marcharse. En la caja se hacían visibles las siglas C. G. debajo de una tela violácea. Clara dormía profundamente con un gesto horrible.

Dificultosamente, al despertar luego de unas horas, se levantó y caminó lentamente hacia el baño. Cuando lo hizo alzó la vista y se vio en el espejo, abrió la boca gigantescamente pero ningún sonido salió de ella a excepción de ciertos gemidos estridentes y guturales. Corrió torpemente por toda la habitación, tropezando y cayendo exhausta sobre la cama, tomándose la cabeza. Pataleaba y se revolcaba sobre las sábanas abiertas y un gran bulto amorfo se movía de aquí para allá gelatinosamente, colgando desde su coronilla hasta la nuca y de una a otra sien, dando un aspecto terrorífico a la cabellera que subsistía penosamente y de a mechones sobre la gran masa que no dejaba de moverse en un sentido pendular. Los dedos de Clara parecían hundirse y volver a salir de aquella cosa horrible que colgaba tomando un color rosado y brillante entre los cada vez más escasos cabellos que le caían ligeramente sobre la espalda y la cama.

Desde hace tres meses que no se la ha visto por el barrio, aunque día por medio la señora delgada de edad incierta acude a su casa con algunas bolsas verdes y azules. Hay muchos que dicen que por las noches han visto caminar a una hermosa silueta con una gran capellina, incluso están aquellos que sostienen que han estado cerca, pero que a medida que se acercan, y el perfume se vuelve fuerte y penetrante, son descubiertos por la famélica sombra que lanza unos gimoteos infernales contra ellos y en la desagradable carrera en que se embarca huyendo se puede observar la gran deformidad debajo de la capellina, colgando hacia la cintura, bamboleándose pendular y pesadamente de la delgada y monstruosa Clara Gomorra.

Los gorriones suicidantes
Diego Leonardo Monachelli
Ilustraciones: Lucía Lemmi

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