Oda del aire y de las tormentas

poema de Ricardo E. Molinari

Selección de Jorge Zunino

De "El huésped y la melancolía (1946)

 

¿Dónde andáis, años en la muerte perdidos, largas horas?
El viento de julio varea esta parte del sur, y estoy mirando mis manos

        y sintiendo
cómo los cabellos me cubren la frente y los ojos,

        en inmenso desabrigo.
Quizás ya no dude de nada o me importe poco el vivir oscuro sobre la tierra,

        en mi país.
El viento inclina unos árboles hacia otros y los grandes pájaros pasan gritando,

        sin posarse.
La braveza del aire lleva la fragancia de las violetas y las suaves hojas

        de “Los Talas”.

 

Aquí me tenéis, días, dejados espacios; sin olvido, solitario.
Tal vez nadie piense, en este instante, en mí, que permanezco igual a un ángel

               en la naturaleza.
Límpido y absoluto como un horizonte sin cuerpo ni seres. ¡Ignorante

                y melancólico!

 

Igual a Endimión quisiera estar dormido —la boca llena con la restallante lengua—,

          a la sombra de los cedros, de las perennes hojas;

el alma fresca y no turbado el sueño por la memoria.
Y entrar en las florestas donde aún hermosos pájaros despiden perfumes,
          como flores, y los árboles

levantan lustrosas coronas al cielo.
Y cazar detrás de la muerte las oscuras furias, las soberbias faces de la destrucción.
Y al fin, saciado y desprendido, volver a mirar los héroes; los ríos colorados
          y los arrancados estandartes,

y en las enceguecidas espadas, sobre la ceniza amarga,

poner mi mano abierta y el guad de mis enojosas lágrimas.

 

El sur aprieta el viento contra la llanura y el pasto huele y se inclina hasta penetrar

          el suelo.
                  (Una vez quise que su aire y el mío,

                  que mi lengua y la suya para siempre,

                  para la vida y la muerte estuvieran

                  juntos. Sin gratitud miro las nubes

                  y el vuelo de los pájaros. Quizás

                  mi dolor sea intenso o esté tan solo

                  conmigo, diferente y terminado,

                  entre mis tribus y muertas banderas.

 

                  Apartados, deshechos, asomados,

                  vuelven los días con mis impacientes

                  llamamientos, y nadie por mí, nadie,

                  suspira. Huésped y cuerpo lejano

                  me distinguen las voces y la luz

                  de estos jardines. Beata solitudo.
                  ¡Oh si pudiese, detenido y ciego,

                  atmósfera fugaz y adiós reunidos,
                  desviarme en sed o invierno, con las flores!

 

                  ¡Eternidad, inútil obediencia!
                  Quién supiera, inocente y sin espíritu,

                  llevar el dulce pecho embellecido

                  a nada, al invisible y frío aliento.
                  Una vez quise que su voz remota,

                  con la mía, en el tiempo y la memoria,

                  quedaran para siempre, y siempre

                  —en desierto rendido, en tierra o mar,
                  o infierno duro—, en rama y flor prendidas.

 

                  ¡Vivir, ay palmas! Mi triste cabeza

                  apoya entre mis largos y encerrados

                  brazos, la frente y las ligeras venas.
                  La sombra de mi voz aún, todavía,

                  humedece mi piel sola, dulcísima,

                  y las satisfechas penas de mi pecho,

                  donde ciego y desnudo, memorable,

                  se detiene su nombre del olvido.)

 

El temporal juega con las hebras de mi pelo y mis muertos trabajos.
¡Hasta dónde estoy sordo esta tarde, áspero! El viento empuja las nubes y arrastra

                  algunas ramas por el monte.
Sí; si uno pudiera, llevado, andar por encima de los árboles; apresar la infinita

                  frescura del aire entre las hojas altísimas, y

mirar más llanura y mayor abandono.

 

Todavía, aún, a pesar del ansia, vuelvo a ti por el sentimiento, la tempestad

                  y el frío del agua en el campo.
Sin virtud pienso en ti —interminable, en estos días solos— y en el perfume de tu

                  cuerpo y en tus tendidos miembros.
Habrá flores que te recuerden, palabras, cielos;
lluvias como ésta, y vivirás sin alteración
habiendo sucedido. Quae est ista quae ascendit per desertum?

 

Mi piel igual a los ríos que memoran sus piedras a orillas del mar,

se atreve en la soledad a extrañarte y abatir las ternuras más altivas con palabras

que sólo recoge la luz en estas paredes de otros siglos, y de otros seres.

 

¡Llueve! Y el viento combate dentro de la noche,

sin mirar mis abiertas y vanas banderas.

poema de Ricardo E. Molinari 1940

Selección de Jorge Zunino

 

Publicado, originalmente, en: Revista Último Reino Año III, Nº 6, julio/setiembre de 1981 - Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ultimo-reino-no-6/      

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Ver, además:

 

            Ricardo E. Molinari en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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