Estilo paternal

cuento de Manuel Miranda

Al comienzo, los corderos azules fueron una fiesta: disminuyeron las cachetadas de papá, se suavizó que era un encanto. En la mesa, Gerardo le quebró una oreja a la taza y él nada, ni siquiera darle con la mocha hasta que le saliera salsa da tomate. “¡Los toco a los jodidos y sueltan el chorro de salsa!” Hubo algo que le taladró el cuesco a papá, pero madre no se enteró del asunto. Siguió con su desayuno lagrimeado habitual. No se informaba fácilmente de los cambios, ahí se estaba metida en sus asuntos, y ceñida rigurosamente al menú semanal. Las dificultades surgieron cuando papá olvidaba comunicarle el paso del tiempo y ella corría por las fruterías y ultramarinos buscando inútilmente los fresones o las alcachofas, mientras el invierno se descolgaba en brumas abrumadoras. Mamá era tan obediente que sólo se enteraba del invierno cuando papá se lo señalaba. La vez en que él estuvo ausente por espacio de dos meses, dirigiendo unos trabajos de emergencia en La Serena, la casa se convirtió en un pandemónium, como dijo un poeta amigo de papá que le tenía una tremenda admiración. Se iniciaba junio y madre leyó en su minuta que los martes correspondían cerezas o duraznos pelados de postre. Como siempre, salía de compras a las seis y media y se paseaba por los mercados aguardando a que abrieran, era un buen consejo de su marido. Nos consultó. “El papá me dijo que les diera fresones, pero no encuentro’’. “A ver, dije, ciñéndome estrictamente a la exégesis del texto paterno. Aquí dice que también pueden ser duraznos pelados de postre”. “Tampoco venden esa fruta, he recorrido veintitrés verdulerías y cinco fruterías. Tienen que ayudarme”. Tú sabes, mamá, que él ha dicho que los asuntos de los niños son de los niños y los de los adultos tararán tararán. Lo bueno es que en casa nadie hace caso de las lágrimas, así es que los tres, como un solo hombre, dejamos que mamá solloce a llave abierta. Hugo, el concho de la familia, le recordó con su voz ronquilla: “Mamá, media hora de llanto es oro; cuarenta minutos se convierte en un tóxico”. Finalmente decidió lo de siempre, cogió el reloj de platino, lo llevó a la agencia y volvió de un modo misterioso e inexplicable con fresones. Estábamos a fines de junio, pero claro con dinero se llena el azucarero. No es que su marido la maltratase o le tuviera llena de cicatrices la cara, no, no, nunca vi que pusiera el pie en las costillas. “La acostumbré en la luna de miel”, sonreía papá, pero sin explicar mayormente su secreto.

Mamá era la última en enterarse de los cambios que ocurrían en casa. Su esposo debía advertírselo siempre en forma muy rotunda, con un grito más o menos paralizante, algo que podría equivaler a la orden de un sargento que desea que sus soldados pasen a bayoneta a todas las mujeres embarazadas del pueblo. El tenía una voz gruesa, que se hacía cortante a medida que se iba indignando, algo como un motor que no parte y raspa asquerosamente las latas. Cuando estábamos en la calle jugando a colgarnos y descolgarnos de los tranvías 36, y él nos sorprendía, venían gritos que acallaban el sonar ferroso de los carros, era un buen sonar de sacabuche ronco, luego filoso. Y ya el trabajo estaba hecho sobre nuestra cobardía, igual que si un perro nos hubiera mordido las piernas. Llegábamos a casa como cojeando, para que la patada de papá no nos lanzara contra la muralla de ladrillos o bien no nos levantara por una oreja. Se dan cuenta ustedes, quedaban en el aire mis treinta y cinco kilos de huesos y el zangoloteo día la oreja acercándome a sus ojos azules, y yo juramentando que jamás volvería a meterme con los tranvías 36, abiertos en la segunda, como el verdadero paraíso, con esos cobradores que iban persiguiéndonos a todo lo largo de las pisaderas y cuando nos sorprendían se contentaban con gritarnos bajito, como para avergonzarnos, “palomillas de mierda, la próxima vez los mando presos”, ni un bofetón ni estrellarnos la cabeza contra las manillas de metal ni siquiera empujarnos carro abajo a ver si con suerte nos cortamos una pierna y entonces, claro, ya molestaríamos menos, aunque quizás, porque el cojo Aurelio sigue las mismas travesuras. El, colgándome de mi oreja izquierda porque de seguro pensaba, siempre previsor, que en caso de cortarse, más valía que me viese bien del lado derecho. “Si uno quiere conseguir trabajo —lo decía siempre— hay que ir bien presentado, tener todas sus piernas, sus brazos, pocos tajos en la cara”. Y yo memorizaba siempre sus consejos. La taza desmochada y Gerardo esperando que lo tirasen contra el muro, si daba en el clavo o en el adobe, era cuestión de suerte, ya mamá llegaría con sus agujas, sus vendas, su agua de árnica, que para eso estudió. El la hizo estudiar primeros auxilios. Gerardo como que tenía los huesos y la carne jaleosa, de tanto como lo tiraban contra los clavos de la muralla. Hugo se atrevió a coger la oreja libertaria, se la colgó en el labio, nos cagamos de la risa, excepto Gerardo, al aguaite, sabiendo que tendría que caerle algo, un cucharonazo sobre los nudillos, que repetido era bastante doloroso, o pescarlo del cuello y azotarlo varias veces contra el borde de la mesa de nogal, recuerdo del abuelo, que fue buen mueblista aquí muy cerca, en la calle Tocornal, y que se acostumbró a pelear con formón hasta que lo destriparon y entonces se calmó, y la abuelita tenía que darle una mamadera, y así fue enflaqueciendo hasta que no tuvo fuerza para el serrucho ni siquiera para levantar la lima. Nada, papá siguió mojando el pan con mantequilla en la taza dorada, estudiando las redondelitas amarillas que sobrenadaban. A Gerardo se le ocurrió que si hubiera podido mirar por el lado profundo del té con leche, hubiese visto que se trataba de bolas amarillas y no de círculos y yo había ocasiones en que me parecía bien su idea, pero otras lo cogía del cuello y lo estrellaba contra los adobes, como quien tiene una azada para cavar y esa cabeza, que tenía ideas tan nítidas, según irán viendo, apenas hacía unos hoyos de dos centímetros de profundidad y todavía lo peor, que dejaba untado el adobe de esa fácil’ salsa de tomate que brotaba de cualquier nada. Hugo continuaba con la oreja libertaria colgando del labio y Gerardo alerta, mientras el chico con desenfaldo ya obsceno lanzaba su frase que tendría que haberle valido una tanda, claro que sí, que tendría que haberse cambiado por diez correazos al estilo paternal y casi adivinamos los movimientos de la boca de papá, casi como por telepatía, por hábito, sentimos el aire enrarecido, su pulso, el nuevo color die sus ojos. Pero, ahora que estoy metido hasta los tuétanos en el trabajo, he ido perdiendo las capacidades imaginativas, veo a padre morado, gritando desvístete y luego las patadas de sus calamorros, porque Hugo no era bastante rápido y se le doblaban los dedos sin acertar con los ojales, porque los zapatones administraban patadas cortantes y ya estaba por el suelo y cuando veía que los calamorros no se fatigaban, entonces sí se desnudaba velozmente. Cuando los calzoncillos de crea estaban fuera, llegaba el primer latigazo, así lo llamaba la vecina, aficionada a las comedias de Doroteo Martí, y cambiaba todas las palabras, la verdad es que simplemente cambiaba todas las palabras, y comenzaban los correazos, como una serpiente que no fallaba y lo tiraba al suelo una y otra vez, dejando su marca ancha sobre el caparazón huesudo de Hugo. Uno piensa que estaría bien que el hermano creciera para que su huesería dorsal recibiera en plenitud el chicotazo automático que iba y venía, sin desviarse, sin cuenta, porque duraba hasta que la mano de padre se fatigaba. Seguía cayendo, profundizando en su ancha huella, como con afán de dejar la espalda llena de padrastros, de telitas rojas, finas y sueltas. Desnudo y con correazos era como el primer consejo para empezar a portarse bien. Pero entonces no sucedió nada, la frase de Hugo siguió colgando en el aire, mientras papá, con su desayuno lleno de bolitas amarillas, con calma, como ido, como si hubiese dormido mal, y luego largamos la risa, porque la talla del chico estaba buena, del uno: “¿Por qué no tendremos orejas en la boca?”. Y siguió con su adorno en el labio inferior, como si nada, pero empecé a preocuparme, porque me parecía que algo .no andaba bien con papá. Gruñó algo como hasta la tarde. Recibió de manos de su mujer una vianda plateada, la besó con ganas, en la boca, y se marchó. Te libraste id¡e una patada en el hocico, cabro.

Por la tarde fui al fondo del sitio a ensayarme en la rayuela. Competía con los del barrio tres, pero seguí dándole vuelta al asunto, no podía concentrarme. Yo pienso como en chorizo siempre, tengo que verlo todo desde el comienzo. Era la segunda vez que el papá contaba de los corderos azules. Estaba durmiendo en la bodega del cemento y cuatro corderos, varía el número según la versión, se abalanzaron sobre él, querían morderlo, tenían una agilidad estupenda, capaces de saltar desde los sacos de cemento a su cabeza, o bien empujar rumas que caían sobre él, atrapándolo, corderos azules que intentaron meterle sus grandes colmillos de perros, pero que cuando estaban a punto de llegar a la carne cambiaron mordiscos por insultos. Pasó insomne esa noche, hasta que al amanecer lo atacaron die nuevo, cuatro o cinco azules y feroces, quebrándole los nervios, pateándolo entre las piernas, despellejándolo para arrebatarle la sangre.

Mamá dejó caer, pero sin comprometerse, como hablándole al fuego, que por fin la Virgen la había escuchado y su marido había cambiado de carácter. Mi opinión era que todo había sido para peor, que estábamos bien con sus correazos y la salsa de tomate, como papá decía. Mejor son los golpes que la indiferencia.

Papá empezó a caminar como un sonámbulo y a perder toda su poderosa vitalidad. En menos de una semana los malditos lo tenían lánguido. Se comía su pan remojado en leche, como mirando a un barco en la lejanía.

Como se dormía en la faena, lo echaron. Le dieron una semana de desahucio. Le dijeron que se tomara un descanso, así no podía trabajar, no era capaz de mandar a nadie. Mamá nos informaba que los sueños eran cada vez más frecuentes. Ahora los corderos permanecían también durante el día, vigilando, insultándolo. Nos asomábamos al dormitorio y ahí estaban canturreando su tumturún, tururún, turu-rún, que correspondía a la marcha de los corderos girando en torno a su cama, cercándolo en su dormitorio. Lo oíamos gritar. Fue la última vez. Yo no puedo dejar de preguntarme ahora: ¿por qué no lo ayudamos? Era grande ya, tenía doce años. Cierto que él era tan poderoso, en ninguno de sus reglamentos figuraba que debiéramos defenderlo. Los asuntos de los adultos tararán, tararán.

Ninguno lloró cuando mamá anunció que nunca más soñaría. A mamá le gustaba demasiado el estilo truculento. El cajón casi no tenía peso. Lo regalaron los obreros de la construcción, esos a los cuales había dado de golpes por más de veinte años. “Es una pena que don Juan, tan lleno de energía.

Mamá siguió las viejas órdenes todavía con más fervor, como si la negligencia en el menú hubiese sido la causante de esa desgracia. Nunca había sido muy inteligente, pero ahora se comportaba peor que una perra ciega. Vendió toda su ropa, los muebles, para poder seguir estrictamente las órdenes de papá. Volvía de la feria llorando, porque todos se burlaban de sus pretensiones. Pero nosotros éramos felices, saltábamos sobre las pasarelas de los tranvías 36, apedreábamos a los ricachones de Portugal, asaltábamos a doña Baucha, enmascarados, y le robábamos el frasco de los alfeñiques, queríamos vivir, antes que cayeran sobre nosotros los corderos azules.

Cuando todo se vendió, mamá descubrió que no se podía comer. Entendí que debía trabajar, y fue ahí donde empecé a perder esa feroz alegría de antes, esa agilidad para darme cuenta de los olores, sobre todo esa forma de levantarme, como que no tuviera peso, dispuesto a salir corriendo de la cama. Cuando me levanto a las seis, ahora, es como si moviera a un lerdo animal envejecido, las patas gruesas, la mirada turbia. Por la tarde veo con envidia los juegos de Hugo y Gerardo, como si su capacidad! de insulto fueran sus piernas infatigables. Entonces descubro como los ecos de los corderos azules, como si muy al fondo los tuviera yo, con las palabras de papá que decía que era imposible seguir construyendo allá en el noveno piso sin sentir una náusea atroz. Y yo cuando me veo con la vieja correa entre las manos, por una razón cualquiera entiendo que la vida, en forma definitiva, no puede ser así, no se puede aceptar así.

 

cuento de Manuel Miranda

 

Publicado, originalmente, en: El lagrimal trifurca Número 10, mayo de 1974

Link: https://ahira.com.ar/ejemplares/el-lagrimal-trifurca-no-10/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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