–Mucho no ayudó…

–Pero al final introduce el cuadro en el que aparece un joven, que era su hijo, a quien había abandonado de pequeño. Eso aparece en esa versión a la que llama estructura teatral. Y a partir de ahí es cuando se establece una función paralela, la búsqueda y el reconocimiento de un hijo. 

–¿Su trabajo actoral fue entonces empaparse de toda esa cultura gitana, pero pasándolo al castellano?

–Al principio me salía con los acentos que yo le conocía a él. Los textos son poéticos, tienen cadencia. Y tienen estructura de flamenco. Entonces todo el trabajo de la directora (la genial Carlota Ferrer) fue sacarme de ahí y cumplir la determinación del autor. Sin embargo sí, soy flamenco, muevo las manos como flamenco, tengo los anillos. Aquí se da una imposibilidad momentánea, ojalá algún día alguien pueda conseguirlo: no hay dios de actor que pueda ser un gran cantaor de flamenco, y no hemos encontrado un cantaor de flamenco capaz de hacer un Shakespeare. Entonces hemos tenido que hacer otro juego de espejos. Lo canta Raúl Giménez, posiblemente el cantaor desde Camarón más limpio, impresionante y con alma, que tengo la bendición de que se ha embarcado aquí unos meses. Pero incluso en los monólogos, todo mi aprendizaje, que todavía está en marcha, es moverme como ellos, como ellos mueven las manos, de una manera muy simple. Y tengo un monólogo largo, donde cuento la cárcel, el viaje, el amor, sentadito en un taburete, con una camisita, pantalón y botines. Ahí el trabajo es todo del cuerpo, de la gestualidad. 

–Usted habla de “una obra sobre el misterio del flamenco”. Sin embargo las notas de los medios españoles hacen más hincapié en la relación de un hijo con un padre... 

–Eso resurge porque quizás la parte más conmovedora son unas nanas, y los cantos de ausencia, los cantos funerarios que no son tales. Hay un monólogo: “No debía tener mi hijo un año y medio cuando lo perdí para siempre, y el culpable fui yo, que ni padre ni hijo he sabido ser, a pesar de haberlo sido de antes”. Y se mete Raulito con las nanas, es una cosa demoledora. Quizá por eso, y porque en el flamenco la tradición se pasa de padres a hijos… 

–En la obra iba a trabajar inicialmente su propio hijo, Jon Arias. ¿Qué pasó?

–El ya tenía un proyecto para una superproducción de Netflix (Instinto, con Mario Casas), y finalmente le salió. El nunca había querido ser actor, hasta entonces, se había dedicado a recorrer Europa con un grupo de rock and roll tipo Arctic Monkeys, en inglés, montando y desmontando con la furgoneta, recorriendo todos los festivales, llegando con la lengua afuera a fin de mes... Hasta que se acabaron los festivales y dejó de ser el grupo joven (risas). Pero si estuvieron como seis o siete años en eso. No llegamos a hacer La vida a palos pero estuvo una semana ensayando, y hay un monólogo que trabajo él con el adaptador. Le dijo: Mira, yo también tengo un padre artista, fijate esto, y esto, y esto. Seguramente cuando sus compromisos se lo permitan volverá a la función. De todos modos trabajar con Aitor es un lujo total, además somos los dos vascos, eso ha resultado mucho. 

–¿Cuál es su relación con el flamenco, más allá de esta obra?

–Me atrapa el flamenco como me atrapa el tango, son estas músicas de barrio y de historia. Yo había oído a Gardel, a muchos, mucho tango, y cuando oí a Goyeneche, me pareció que todo el tango le pertenecía. Lo cantaba como si lo hubiera cantado siempre, como si todos los demás hubieran hecho una aproximación. Sin ser erudito, como un simple oyente, encontraba algo en ese hombre, al que pude ver un par de veces en directo, que transfería todo el tango. También se habla de eso en la función: alguien que roba una soleá y la convierte en un mito, él mismo.   

–El tango y el flamenco, de hecho, tienen mucho en común…

–Vienen de un árbol común que es el barrio, el no mestizaje. La inmigración, en el caso del tango, y en los gitanos la vida trashumante. Ellos se crían a la intemperie, huyendo siempre de la policía en la noche, que es cuando los gitanos cambian de fogata bajo el manto de las estrellas. Y el oficio de la necesidad, les enseña las cosas. Sobre todo cantar, que es su expresión máxima. Como son herreros, hacían “alcayatas”. Mi personaje se llama “el Alcayata” porque “él nació llorando y cantando, su lloro era ya un grito flamenco.” Desde pequeño, cuando lloraba, parecía que cantaba. Y se encogía tanto, tanto, que cogía forma de alcayata, que son esos clavos que se ponen en la pared para colgar cuadros. Y por eso su padre le puso “el Alcayata”. Aunque le bautizaron de otro modo: se llama María Eudovigis Valencia Malasaña. Para no entrar en la colimba le bautizaron con nombre de mujer, como a la mayoría de los gitanos.