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Jamás pasaran esos caballos tristes por tus ojos,
ese frío, lo verde del camino,
aquellas cosas tan simples como ver grutas a la orilla de una mariposa,
aquellas aves tan olvidadas por los surcos del ciprés,
teléfonos, baldíos, arcángeles moribundos en los caños.
Te otorgué esta noche al sueño,
las cicatrices que cuelgan desde el sepulcro de mis manos,
las lágrimas que guardaste en los pulcros tranvías,
manos cortando cabezas huesudas,
mis dolores consumiendo al dolor universal,
cada noche como un abismo paralelo, la flor de vinagre,
los buses oxidados donde la cicatriz te saludó con miedo,
la Virgen María que guardaste bajo tu manto,
mientras tanto la sombrilla gemía, y yo, me mojaba bajo el sol,
bajo el suelo de tus manos, en la ortiga del aguacero,
bajo el amor o la semblanza del orgullo,
los ciegos atados de tardes con el alba.
Jamás pasaran esos caballos tristes por tus ojos,
pasará el viento como pasó por los poemas de tantos poetas,
pasará la noche como una moneda de oro,
mi rostro decrepitándose al hurto de la muerte,
una mujer que no serás, que nunca fuiste, que nunca pensó,
pasarán cien o doscientos cigarrillos mientras leo o blasfemo,
pero no pasarás esta noche, ni las subsiguientes al beso,
ni los perros que no ladran,
ni los escalones que aún no trepo para llegar a Dios.
Jamás pasaran esos caballos tristes por tus ojos,
dormida soñaras que duermes,
o si existo en los callejones de la música que desafiné,
o si te vi alguna vez llorando por teléfono,
otorgándome otra noche como un soplo de sal,
como la flor de luto que vibra cuando ya es muy de noche,
y juro ante la corte de un libro que olvidé:
qué jamás pasaran esos caballos tristes por tus ojos,
mientras dormitas y olvidas el mundo como olvidar un elemento,
que no sea el fuego, ni el aire, ni mis ojos más tristes que el sepulcro
donde quizá duerma y termine el poema,
para que de una sola vez empiecen a pasar esos caballos tristes
por mi cuerpo, por mis ojos. |