Atisbando tu barco 
Nila Mendoza de Hopkins

La tarde de aquel sábado vi tu barco anclado en el puerto donde siempre te he esperado. Mi corazón rebosante de alegría necesitaba verte, aunque fuera por un instante. Corrí, corrí como una loca con la ilusión de encontrarte.  Sabía que sólo era una esperanza, porque mi corazón que latía, como queriendo salirse de mi pecho, me gritaba al oído:

-Se ha marchado. 

Sin embargo,  nada me detuvo a abordarlo.  Entré sigilosamente, y en efecto, no estabas, pero mis sentidos percibieron tu esencia como si estuvieras allí con todo tu ser contemplándome.  Sentí tu mirada seguirme, como si ella formara parte de una gran pintura y se saliera de ésta para posarse serena y grácil en mi cuerpo en movimiento. Esa mirada penetrante y a veces hasta retadora, tan tuya, que me asustó la primera vez que te vi, pero que luego aprendí a amarla como aprendí a amar todo lo que tú eres. ¡Ay tus ojos! ¡Cómo añoro tus ojos! Negros como la misma noche, profundos como los mares navegados por ti, brillantes como luna llena, y transparentes como el cristal, donde yo puedo leer tus pensamientos sin necesidad de que pronuncies palabra.

Entré a tu camarote, como si con ello pudiera conectar tu esencia con la mía y saciar mi alma sedienta  de tu presencia.  Me senté en tu cama y me recosté en ella queriendo sentir en las sábanas tu olor donde tantas noches has dormido. Abracé tu almohada como si fuera tu cuerpo e imaginé el placer que sentirías si fuera mi cuerpo el que abrazaras. Mis dedos acariciaron una camisa  de seda tan suave como tu piel, sabía que era tuya, la olí y ésta estaba impregnada con ese aroma masculino que reconozco de tu cuerpo que he tocado, a placer, tantas veces con mis manos. 

Salí de tu camarote y fui directo hasta la proa, sentí la brisa que soplaba en mi rostro y estuve parada allí no sé cuánto.  La noche se hizo presente con su cielo cubierto de estrellas; había un lucero en el firmamento que en mi mente y en mi corazón fue formando tu alma, levanté mi mano queriendo tocarlo, pero por estar tan lejos lo que logré fue reafirmar tu ausencia. La brisa se tornó más fría a medida que oscurecía, y mi alma comenzó a enfriarse junto con la noche, ya que presentía que nunca más te volvería a ver.

Mirando a la lejanía donde lo único que existe es el infinito, quise enviarte un mensaje, para decirte que tu  recuerdo sería imborrable, que nunca fuiste una ilusión, sino un libro abierto que contenía poesía cuyos versos brotaban como el agua de los manantiales y nutrían mi esencia necesitada de ti.  Quise decirte en ese mensaje que sin importar cuántos amaneceres y ocasos se  dibujaran en el horizonte, mi corazón y mi alma estarían siempre en el puerto tratando de atisbar tu barco, y que escucharía la pieza de Vivaldi, “Il Cardellino”,  que siempre mece el compás de mis pasos, me llena de ilusión y entibia mi esperanza. Las  flautas y las cuerdas cuando suenan los Allegro del primer y el tercer movimiento me hacen sentirte en mi recuerdo, tomado de mi mano, en la proa de tu barco, mirando al horizonte, escuchando la variedad de sonoridades  y el perfecto equilibrio entre los violines, las violas, los violoncelos y las  flautas de ese concierto de incomparable belleza. La serena hermosura de esos movimientos musicales hace un juego colorístico en el intercambio que se produce entre el latir de mi corazón y los trinos de la flauta y los violines, por la emoción que me produce cuando trato de atisbar... Ahora, escucho los instrumentos, al unísono, que acompañan el dialogo apasionado que danza en mi mente, antes de nuestro encuentro.  

Nila Mendoza de Hopkins

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