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Atisbando tu barco |
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La
tarde de aquel sábado vi tu barco anclado en el puerto donde siempre te
he esperado. Mi corazón rebosante de alegría necesitaba verte, aunque
fuera por un instante. Corrí, corrí como una loca con la ilusión de
encontrarte. Sabía que sólo era una esperanza, porque mi corazón
que latía, como queriendo salirse de mi pecho, me gritaba al oído: -Se
ha marchado. Sin
embargo, nada me detuvo a abordarlo. Entré sigilosamente, y
en efecto, no estabas, pero mis sentidos percibieron tu esencia como si
estuvieras allí con todo tu ser contemplándome. Sentí tu mirada
seguirme, como si ella formara parte de una gran pintura y se saliera de
ésta para posarse serena y grácil en mi cuerpo en movimiento. Esa mirada
penetrante y a veces hasta retadora, tan tuya, que me asustó la primera
vez que te vi, pero que luego aprendí a amarla como aprendí a amar todo
lo que tú eres. ¡Ay tus ojos! ¡Cómo añoro tus ojos! Negros como la
misma noche, profundos como los mares navegados por ti, brillantes como
luna llena, y transparentes como el cristal, donde yo puedo leer tus
pensamientos sin necesidad de que pronuncies palabra. Entré
a tu camarote, como si con ello pudiera conectar tu esencia con la mía y
saciar mi alma sedienta de tu presencia. Me senté en tu
cama y me recosté en ella queriendo sentir en las sábanas tu olor donde
tantas noches has dormido. Abracé tu almohada como si fuera tu cuerpo e
imaginé el placer que sentirías si fuera mi cuerpo el que abrazaras. Mis
dedos acariciaron una camisa de seda tan suave como tu piel, sabía
que era tuya, la olí y ésta estaba impregnada con ese aroma masculino
que reconozco de tu cuerpo que he tocado, a placer, tantas veces con mis
manos. Salí
de tu camarote y fui directo hasta la proa, sentí la brisa que soplaba en
mi rostro y estuve parada allí no sé cuánto. La noche se hizo
presente con su cielo cubierto de estrellas; había un lucero en el
firmamento que en mi mente y en mi corazón fue formando tu alma, levanté
mi mano queriendo tocarlo, pero por estar tan lejos lo que logré fue
reafirmar tu ausencia. La brisa se tornó más fría a medida que oscurecía,
y mi alma comenzó a enfriarse junto con la noche, ya que presentía
que nunca más te volvería a ver. Mirando a la lejanía donde lo único que existe es el infinito, quise enviarte un mensaje, para decirte que tu recuerdo sería imborrable, que nunca fuiste una ilusión, sino un libro abierto que contenía poesía cuyos versos brotaban como el agua de los manantiales y nutrían mi esencia necesitada de ti. Quise decirte en ese mensaje que sin importar cuántos amaneceres y ocasos se dibujaran en el horizonte, mi corazón y mi alma estarían siempre en el puerto tratando de atisbar tu barco, y que escucharía la pieza de Vivaldi, “Il Cardellino”, que siempre mece el compás de mis pasos, me llena de ilusión y entibia mi esperanza. Las flautas y las cuerdas cuando suenan los Allegro del primer y el tercer movimiento me hacen sentirte en mi recuerdo, tomado de mi mano, en la proa de tu barco, mirando al horizonte, escuchando la variedad de sonoridades y el perfecto equilibrio entre los violines, las violas, los violoncelos y las flautas de ese concierto de incomparable belleza. La serena hermosura de esos movimientos musicales hace un juego colorístico en el intercambio que se produce entre el latir de mi corazón y los trinos de la flauta y los violines, por la emoción que me produce cuando trato de atisbar... Ahora, escucho los instrumentos, al unísono, que acompañan el dialogo apasionado que danza en mi mente, antes de nuestro encuentro. |
Nila Mendoza de Hopkins
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