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Pequeña crónica de la más fea Cuento de Élmer Mendoza |
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El Cochi era el pistolero más pesado. El único cuyo nombre nadie quería oír. Colocaba su banda frente a la policía judicial, soltaba una ráfaga de ak-47 y nadie salía. Se paraba frente al cuartel, disparaba durante cinco minutos y ¿se inmutaba usted? Igual ellos. Una auténtica amenaza. Cuando los enemigos son tan desproporcionados el juego se vuelve ridículo. Así sentían los jefes de los cárteles de Algodones y de San Luis mientras analizaban la situación y decidían el siguiente paso. Imposible matarlo. Pregunten qué quedó del cártel de Ojinaga o del comandante Obregón. Apresarlo, una tontería. Planeaban controlar el tráfico de cocaína en las inmediaciones del río Colorado y lo que menos deseaban era tenerlo de enemigo. De manera que optaron por alegrarle el corazón. No pudieron traer al Piporro ni a los Cadetes de Linares: andaban de gira y no hubo cantidad de billetes verdes que los convenciera. Ese detalle no le gustó al de Algodones, que conocía los gustos del Cochi. Y su intransigencia. Nos va a tronar, comentó al de San Luis, que había contratado a una banda sinaloense, de ésas que pasan coca en los instrumentos y que al personaje le llegaban macizo. Decidieron resolver el problema con mujeres. Por esos días se realizaba el concurso Nuestra Belleza y las invitaron a todas. El Olimpo en la arena, sí señor. Era un contento verlas y oírlas reír en la alberca de la residencia ubicada a unos cuantos metros de la línea. El Cochi llegó a la hora que quiso. Vestía un temo caqui de la marca Versace y olía a lavanda. Botas de piel de avestruz, reloj de oro y esclava de diamantes. Los anfitriones salieron a recibirlo: Querido amigo, qué gusto verlo. Le anunciaron que había comida especial, whiskey y todas esas muchachas que se caían de preciosas, Algunos achichintles bailaban. El Cochi y su gente se instalaron en mesas que les permitieran estar de espaldas a la pared. Más vale prevenir. Se hallaba tranquilo, esa tarde habían matado a siete en Mexicalí y al día siguiente debían hacer lo mismo en Palm Spring. Tal parece que la gente nace pa que la maten, pensaba. Rápidamente les sirvieron carne asada, chilorio y guacamole con tortillas recién hechas. La salsa era e chiltepín con un toque de vinagre. Con una sonrisa en los labios despacharon la primera remesa tan rápido que el de San Luis ordenó a dos meseras que se quedaran al lado, atentas para lo que se les ofreciera. Con el whiskey no fueron menos rápidos. Mientras el de Algodones le presentaba a las reinas de belleza que le coqueteaban sin el menor pudor, como bien saben la belleza es poder, él paseaba sus ojillos de víbora. Por el lugar: una casa enorme con techo de tejas y caballeriza al fondo. Varios de sus hombres querían bailar; sin embargo, nadie lo haría hasta que el jefe eligiera. Unos gringos de Las Vegas le mostraron sus respetos y pidieron hablarle en privado. Un político mexicano de ojos azules le ofreció 20 millones cíe dólares por matar a un candidato. A ambos les dijo que no. Que cuando se divertía no escuchaba ofertas. Pasaba el tiempo. Como suele ocurrir, la banda tocaba cada vez mejor y la bebida sabía más rica. El de San Luis y el de Algodones decidieron jugar su última carta. Querían quedar bien con el Cochi y una ambición idiota no se los iba a impedir. Sin más optaron por cederle las muchachas que habían apartado y que coqueaban y veían El Chavo del ocho en una de las habitaciones. Mi estimado, masculló el de San Luis, si no baila con ésta me va a hacer pensar mal. El Cochi la miró, hermosa, sonrió y bebió un trago corto. ¿Qué es lo que va a pensar, compita?, refutó. El otro soltó la risa y se llevó a la muchacha. El de Algodones ni se acercó. Algunas chicas se bañaban, borrachas. La persona que las había llevado se entretenía con un joven pistolero. El Cochi se puso de pie. Sus hombres lo imitaron. Creyeron que iba al baño. Pero no, fue directamente a una de las meseras y la invitó a bailar. La chica, que era fea y estaba con un mandil lleno de lamparones, se sorprendió. Sabía quién era el individuo. El de Algodones rápidamente le ayudó a quitarse el aditamento, le soltó el pelo y la empujó a la pista. Las muchachas no lo podían creer. Qué pretendía ese hombre, ¿humillarlas? La mesera poco a poco fue tomando confianza, hasta se atrevió a emitir un pequeño gesto de superioridad que las otras captaron de inmediato. Engreída. Piruja. Conversaron de la vida como la esponja y la humedad. El Cochi se veía tan contento que esa se la llevó. Al día siguiente envío una camioneta al padre y un puñado de dólares. A la mujer le puso casa y fue la única que le dio hijos, que son un desmadre pero algo es algo. |
Cuento de Élmer Mendoza
Escritor sinaloense. Entre sus obras destacan las novelas Un asesino solitario (1999) y El amante de Janis Joplin (2002)
Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México 630-631 / creación / Diciembre de 2003
Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México
Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/e8f06d82-264f-4378-8785-2a0a6d37ef2a/pequena-cronica-de-la-mas-fea
Editado por el editor de Letras Uruguay
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