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Dilemas entorno a la muerte. Apuntes para una reflexión |
La
muerte fue un evento reverenciado por los antiguos que consagraron
divinidades a su culto como el Osiris de los egipcios, el Hades de los
griegos, el Plutón de los romanos. Hija de la noche y hermana del sueño,
enemiga implacable del género humano y odiosa a los mortales. La
muerte es el precio que paga la vida por el incremento de su complejidad,
pero de todos los seres que habitan la biosfera el hombre es el único en
darse cuenta de su finitud existencial, de ahí el interés marcado hacia
ella. La cavilación entorno a la muerte se basa en primer lugar en la
experiencia que poseemos, tanto cuando presenciamos el fallecimiento de
otros y a la vez cuando estamos vivenciando nuestro propio envejecimiento. La
vida en su devenir constante conduce ineludiblemente al fin, de ahí que
consideremos a la muerte como uno de los fenómenos donde con frecuencia
se tejen un sin numero de argumentaciones polémicas, reflejando lo difícil
y a su vez temible que nos
resulta saber que hemos de morir, que la muerte ya arrastró a
innumerables generaciones, de tal forma que todo ser humano podría en
cierta forma repetir el gesto de Jerjes, el emperador persa que lloró
contemplando su gigantesco ejército al pensar que ninguno estaría vivo
cien años después. La
percepción en torno a la muerte depende en gran medida de la cosmovisión
que tengamos del mundo; el argumento aporético de la muerte fue enunciado
por Epicuro como un intento
para conjurar el temor que aquella nos inspira. La muerte no existe para
nosotros, en cuanto vivientes: mientras vivimos, no estamos muertos.
Tampoco es nada para nosotros, en cuanto difunto: una vez fallecidos no
tenemos la menor experiencia de ella[1]
; en Platón[2]
la muerte es una mera apariencia, una puerta para trascender a otros
mundos, para los filósofos existencialistas como Sastre
es, sin lugar a dudas, un absurdo. Aunque
hay muchas formas de morir; (se puede perecer por enfermedad, accidente,
de manera intencionada, de vejez o decrepitud), a su vez,
existen muy variadas maneras de desentrañarla, en algunas
religiones morir es sólo el tránsito hacia una vida mejor, en otras es
considerada una pausa para la reencarnación y a través de vidas y
muertes sucesivas se alcanza el Nirvana; por tanto, la percepción que se
tenga de ella, determina, en gran medida como afrontamos los estados
comprometedores con la existencialidad humana, en algunas culturas el
sufrimiento asociado a la enfermedad, la resignación y la entereza con
que se afronte, implica trascendencia, para otros es importante mitigar el
sufrimiento y el dolor por que no son sinónimos de buena muerta. El
sentido de la muerte también pudiera considerarse incongruente. Por un
lado la muerte elimina el
sentido de la vida, por otro lado le otorga último y auténtico valor;
saber que nuestra existencia tiene límites confiere significado de
exigencia a las prioridades que nos establecemos, de modo que nuestro
estado de finitud, resulta condición de posibilidad en nuestro proyecto
de la vida. En esta línea de pensamiento, Engels
sostiene que: “Ya hoy debe
desecharse como no científica cualquier filosofía que no considere a la
muerte como elemento esencial de vida, que no incluya la negación de la
vida como elemento esencial de la vida misma, de tal modo
que la vida se piense siempre con referencia a su resultado
necesario, la muerte, contenida siempre en ella en estado germinal. Esto
es la concepción dialéctico de la vida”[3]
La
muerte es el enigma fundamental de la vida, Schopenhauer,
rememorando a Platón, dijo
que sin la muerte el hombre nunca hubiera comenzado a filosofar. La muerte
es aquello que no puede pensarse ni comprenderse por que es lo que acaba
con nuestro pensar. De esta forma al medirse la filosofía con la muerte
podríamos decir que es un saber del no saber. Adorno afirma que la muerte
es un escándalo para el pensamiento. Según Unamuno,
los hombres vivimos juntos, pero cada uno se muere solo y la muerte es la
suprema soledad. Para Rilke,
no es la muerte la privación de la vida sino más bien el secreto de la
vida, su sentido y su culminación. ¿Puede
la muerte ser un mal? , ¿Hacia donde nos lleva?, la muerte, a pesar de
sus múltiples interpretaciones, no deja de ser el más profundo misterio
de la existencia humana. A
decir del Dr. Pérez Gallardo:
“Aunque la muerte es quizás,
junto al nacimiento, el hecho más natural del mundo, como preocupación
humana siempre se renueva: “todos los hombres son mortales” pero ni
individual ni genéricamente nos habituamos a nuestra mortalidad. El
sentimiento de la muerte domina la condición humana, el hombre es un
animal mortal- en el sentido de que se ha de morir-; toma de conciencia trágica
que define a la vez nuestro privilegio esencial y nuestra inquietud
fundamental.”[4]
Sin
embargo es un hecho indiscutible que en tiempos postmodernos
la muerte ha cambiado
su escenario espacio temporal, se muere cada vez a edades mas avanzadas,
sus escenarios son muy distintos a los de otros tiempos, y han surgido
estatus ontológicos no pensados tiempos atrás; esto nos induce a meditar
que aunque estamos aparentemente ante un mismo fenómeno, esencialmente a
cambiado su comportamiento, no por que dejemos de ser mortales, sino por
que los límites de la muerte se han extendido, la tecnología como parte
componente de nuestra vida ha contribuido a que las barreras entre la vida
y la muerte se dilaten, produciéndose entonces dilemas y conflictos
asociados a estos hechos no antes vistos, hoy día nos pronunciamos ante
la llamada muerte digna de una manera diferente a como los primeros sabios
se proyectaron, el escenario de la muerte no es el mismo, por lo que nos
obliga a estudiarla y valorarla a la luz de nuevos acontecimientos. Pero
si controversial y difícil ha sido conceptualizar la muerte como fenómeno,
mucho mas polémico ha resultado encontrar el límite, la determinación
del instante de “no retorno” que marca el momento del cese
irreversible de la vida humana. Se
cuenta que en las sociedades mas primitivas era el hedor del cadáver uno
de los signos significativos que evidenciaban la presencia de la muerte en
la persona, mas adentrada la humanidad se consideró la respiración con
el elemento determinante para diagnosticar la muerte. En la Biblia, en el
libro de Génesis, se puede leer: “Formó pues Dios Padre al hombre del polvo de la tierra y sopló en su
nariz el soplo de la vida, y fue el hombre un ánima viviente”[5] Sin
embargo, no se encuentran referencias en escrituras religiosas que
permitan inferir que las antiguas civilizaciones relacionaban los latidos
cardiacos con la vida. Esto ocurrió sobre todo a partir del
descubrimiento de la circulación sanguínea por William Harvey,
cuando se le comenzó a dar también gran importancia o no a la presencia
de signos cardiocirculatorios para delimitar la vida de la muerte. Entre
los siglos XVI y XVIII existió gran desconfianza en cuanto al diagnóstico
de la muerte, la pérdida de la confianza en el diagnóstico de la muerte
atendiendo a criterios cardiorrespiratorios perduró hasta 1819, cuando el
francés René T.H. Laennee
inventó el estetoscopio, instrumento que ya permitía evaluar
eficientemente la función cardiaca y respiratoria. Con
la entrada del siglo XX, paradigmático por lo revolucionario que resultó
al poner en duda y cuestionar todo el saber constituido y legitimado hasta
ese momento, proclamando la urgencia de nuevas formar de pensar sobre el
hombre y el mundo para poder enfrentar los nuevos dilemas que el
desarrollo social imponían, hasta el propio concepto de lo que entendíamos
por ciencia comenzaba a desmoronarse ya no se podía comprender como algo
aislado, producido por científicos individuales en laboratorios distantes
y sombríos, ya formaba parte de la vida cotidiana, la vida no podía
entenderse sin la ciencia y la tecnología, y era esa propia vida la que
imponía los desafíos al conocimiento científico, por tanto, comenzaba a
ser pensada como un fenómeno social. Ese
desarrollo impetuoso de la ciencia y la tecnología, conocido como
revolución científica tecnológica resultaría uno de los íconos mas
importantes de la pasada centuria, hasta tal punto que puso en crisis no sólo
los epistemas del conocimiento sino rediseñó conceptos y valoraciones en
torno al hombre como único sujeto moral y su relación con la naturaleza,
es a partir de este momento que el medio natural comienza a ser valorado
como sujeto moral, como fin no como medio, e inicia una cultura donde se
valora al medio natural como aquello con lo que convivimos no que
utilizamos, ese sentido de utilidad y apropiación desmedida de los
recursos del medio fueron la resultante del deterioro de nuestro
ecosistema y por supuesto de la necesaria interpretación y
valoración de la relación hombre mundo bajo nuevos conceptos y
saberes. Es
así que surge la Bioética como nuevo saber para “dotar
a la cognición científica de contenido valorativo de cara a la sociedad
y al futuro”[6] Este
desarrollo científico tecnológico invadió todas las esferas del
conocimiento y por su puesto, tuvo un gran impacto en el desarrollo de las
ciencias biomédicas, la medicina contemporánea no puede valorarse al
margen de la tecnología, gracias a la fusión de la ciencia y la técnica
hoy contamos con técnicas
reproductivas, con la genética clínica, la trasplantología, surgen
nuevas especialidades médicas como la terapia intensiva a partir de la
cual es posible suplir
funciones reconocidas hasta el momento como vitales, creando una verdadera
revolución en la determinación de la muerte, cuando la atención se
desplazó hacia definiciones basadas en criterios neurológicos. En
Lyon, en el año 1959, Jouvet y Wertheimer,
descubrieron una condición que ellos llamaron: “muerte del sistema
nervioso”. Meses más tarde, Mollaret
y Goulon, descubrieron la
misma condición bajo el término de coma
depassé (coma sobrepasado)[7] Uno
de los primeros intentos en proponer un grupo de criterios para el diagnóstico
de la muerte humana sustentado sobre bases neurológicas, tuvo lugar en
Londres en 1966, en medio de una euforia generalizada acerca de las
posibilidades ilimitadas de los transplantes de órganos. En
agosto de 1968, se produjo la conocida declaración de Sydney que planteó
formulaciones que indicaban un cambio histórico y radical en el concepto
de la muerte, paralelamente se publica en la Revista de la Asociación Médica
Americana (JAMA) los criterios de Harvard para el diagnóstico de la
muerte, fundamentado en formulaciones neurológicas. El
Dr. Acosta Sariego al
respecto considera: “Desde
entonces hasta el presente se han realizado innumerables investigaciones
sobre el tema y muchos países han elaborado sus propios criterios. Se han
desarrollado tres grandes escuelas en este tema: la que se sustenta en la
pérdida de atributos que identifican la naturaleza humana; la que
prioriza la pérdida de las funciones integrativas del organismo como un
todo; y aquellas que tratan de establecer la localización del encéfalo
cuya afectación irreversible provoque la muerte de una persona, esta última
a su vez ha generado varias tendencias de acuerdo a la consideración del
papel jugado por las diferentes estructuras del sistema nervioso superior”.[8] En
Cuba desde la década del noventa se define la muerte sobre criterios
neurológicos, aproximadamente una década transcurrió, hasta que en
agosto del 2001, se rubricara la Resolución 90 en la que se contienen los
“Principios para la Determinación
y Certificación de la Muerte en Cuba” fue el Dr. Calixto Machado, quien se erigió en el
principal propulsor de la citada norma. La
definición dada por el Dr. Machado entrelaza las tres tendencias anteriormente citadas,
centrándose en el atributo esencial que distingue al hombre del resto de
los seres vivos: la conciencia. Por
tanto, la definición de la muerte humana que se propone toma como
elementos fundamentales ambos componentes de la conciencia, los cuales, en
primer lugar, proveen los atributos esencialmente humanos y también integran el funcionamiento
del organismo como un todo.[9] Considera
la muerte humana como la pérdida irreversible de la capacidad (activación
o vigilia) y contenido (conocimientos, sentimientos, voluntad, etc) de la
conciencia, cuyas bases neuronales se encuentran en la unidad “formación
reticular/corteza”, que provee los atributos esenciales humanos y a la
vez integra al organismo como un todo. Es
precisamente en las formas de diagnosticar la muerte hoy día donde tiene
sus orígenes uno de los principales dilemas bioéticos de la actualidad. La
práctica clínica diaria ha obligado a legisladores, filósofos,
bioeticistas, políticos, médicos, a enfrentar una nueva situación de la
muerte en la persona, como declarar muerto a seres humanos en los que
persisten funciones homeostáticas básicas. Comenta
el Dr. Acosta: “La
definición adoptada y el diagnóstico certero de la muerte son esenciales
no solo para la transplantología sino a su vez para la consideración de
si se está cometiendo eutanasia al desacoplar a un paciente en estas
condiciones de los mecanismos de sostén artificial de sus funciones biológicas”.[10] Todo
lo antes expuesto nos lleva a plantear que si el diagnóstico certero de
la muerte hoy día es uno de los dilemas apremiantes que existen en la práctica
médica asistencial, igual resulta controversial en los conflictos que se
tejen alrededor de la muerte la definición de persona. Severino
Boecio (480-525), influenciado por Aristóteles enunció una definición bastante precisa sobre
persona, que se hizo después clásica, y dice que “persona est naturae rationalis individua substancia”, la
persona es una sustancia individual de naturaleza racional. Sustancia en
el sentido aristotélico significa un ser-en-sí, es decir, que no está
inherente a otro. De ahí que consideremos que la esencia de la persona se
encuentra en su ser, en su existencia, diríamos que es su elemento
constitutivo, por eso el
concepto de persona ha sido considerado como un nomen
dignitatis, es decir, con una clara connotación axiológica. En
los tiempos modernos este concepto pasó a ocupar un papel hegemónico a
la hora de fundamentar los derechos inherentes a la personalidad (vida,
integridad corporal, nombre, entre otros), sin embargo, el escenario
moderno daba paso al surgimiento de un nuevo enfoque cognoscitivo y
valorativo de la realidad y el hombre, surgía un nuevo método de
conocimiento, una nueva concepción del mundo, que tenía por centro y por
eje el pensamiento racional, Descartes
en su Discurso del Método declaraba cogito
ergo sum, la persona
comenzó a identificarse no con su existencia sino con su razón, por
tanto, a partir de ese momento y mucho mas adentrada la modernidad
comienzan a delinearse interpretaciones que solo consideran como persona
los seres humanos que tiene conciencia de si y de su entorno, o sea, que
presentan la capacidad de racionalidad, de reflexión, de socialización,
y de lenguaje. La idea de que los humanos, por el mero hecho de serlo,
poseerían algo así como derechos frente
a sus iguales comienza a
desmoronarse. Hasta
antes de la década de los setenta los pacientes que presentaban daños
encefálicos agudos graves, rara vez prolongaban su vida por más de dos o
tres semanas, permanecían hasta su muerte en estado de coma,
posteriormente y debido a los avances tecnológicos se observó que
pacientes que lograban sobrevivir por más tiempo pasaban del coma a
nuevos estados clínicos. Es
a partir de entonces que comienzan a suscitarse grandes conflictos
alrededor de estados que ponen en situaciones límites y comprometedoras
la vida humana, se necesitaba de una ética médica diferente a la que
existía hasta el momento, las relaciones sanitarias cambiaban, el
espectro era otro, la contradicción entre el poder de la ciencia y el
deber ser, ocupaba un lugar determinante, la práctica médica se tornaba
cada vez mas resolutiva pero al mismo tiempo invasiva de la vida de las
personas, el hombre no podía ser considerado como un animal de
experimentación y ser tratado exclusivamente por lo que puede aportar a
la vida y al progreso y no por su condición de persona. Con
la introducción de las técnicas de reanimación y soporte vital, las
fronteras entre la vida y la muerte se tornan movedizas,
surgen estados ontológicos jamás imaginados en la práctica médica,
¿cual será el proceder ante ellos? ¿Qué tenemos ante nosotros vivos o
muertos? Surgen
entidades gnoseológicas como los Estados de Mínima Conciencia, el Síndrome
de Bloqueo, que son por ejemplo aquellas personas que después de un
trauma o daño cerebral no puede comunicarse con el medio, presentando un
cuadro de total aislamiento, están otros, aquellos que no muestran
conciencia de sí ni de su entorno, pero presentaban apertura ocular que
se organizaba en ciclos de sueño-vigilia, síndrome que en 1972 Jennetty
y Plum proponen llamarlo
Estados Vegetativos Persistentes. En
la literatura consultada se puede apreciar que no existe un total consenso
en relación a dicho estado ontológico, hay quienes diferencian los
Estados Vegetativos Permanentes de los Persistentes, para otros es una
misma entidad, esto resulta de singular importancia
por las consecuencias médicas que se pueden derivar, de ahí que
definir los atributos esenciales que distinguen este estado ontológico es
primordial. En
ocasiones se ha traducido del inglés persisten
como “permanente”, según nos comenta el profesor Hodelín,
es bueno tener presente que la búsqueda de la precisión sintáctica
puede llevarnos a la imprecisión semántica.[11] Diego
Gracia suscribe que el estado
vegetativo comienza siendo persistente, pero, o es reversible, o acaba
haciéndose permanente.[12],
al estado vegetativo permanente le es consustancial la irreversibilidad,
cosa que no sucede en la fase de estado vegetativo persistente. El
grupo de trabajo de la Multisociety Task Force on PVS ha tratado de definir el uso de los términos
persistentes y permanentes, para ellos persistentes se refiere a una
condición de trastorno funcional y no tiene un pronóstico definido,
mientras que permanente denota irreversibilidad, esclarecen que un estado
vegetativo persistente se convierte en permanente cuando el diagnóstico
de irreversibilidad se puede establecer con un alto grado de certeza clínica. El
tiempo de observación en el estado vegetativo para declarar el
denominador de persistente ha cambiado, para algunos es necesario esperar
12 meses después de haber acontecido un trauma, así como manifiestan los
3 meses después de un daño hipóxico como el tiempo indicado para
declaración del término. Otros defienden la tesis de 1 a 3 meses después
de un daño hipóxico y de 3 a 6 meses después de un trauma. Sin
embargo, no todos los neurocientíficos hacen distinción entre
persistentes y permanentes, prefieren calificarlos como persistentes, ya
que aceptan la posibilidad de una recuperación neurológica total o
parcial, emplear el término de permanente implica aceptar la
irreversibilidad del proceso hecho que a ciencia cierta no siempre sucede
y además conlleva a que los declaren como muertos por el mero hecho de no
tener racionalidad. En el estado de muerte esto
cobra gran relevancia ya que
las obligaciones derivadas del principio de no maleficencia son muy
distintas a las que existen en otras situaciones. No
obstante considerar a los estados vegetativos permanentes como muertos
resulta irreverente, ya que no cumplen los criterios de muerte al mantener
la capacidad de activar la conciencia, con períodos de sueños y vigilia
realizando sus funciones biológicas de manera autónoma. Si entendemos
que la vida es el estado de actividad de los seres organizados, y la máxima
representatividad de este estado es el sistema nervioso, no hay vida
cuando no existe actividad nerviosa superior registrada, en los estados
vegetativos permanentes si hay registros de actividad nerviosa, el tallo
encefálico y el hipotálamo mantienen sus funciones. Sin
embargo, estos nuevos
acontecimientos han conllevado a que resurjan conceptos como los de
“muerte digna” o eutanasia, y que determinados sectores sociales
respalden y apoyen iniciativas legislativas y ordenamientos jurídicos
donde se ampara y legitima el llamado derecho a morir. El tema de la
eutanasia, sin lugar a dudas, vuelve a invadir el discurso ético, y en
muchos espacios y contextos realmente
existe una aceptación, que a priori no podemos declarar como mayoritaria,
pero alarma el saber que va teniendo más adeptos, por lo merita ser
estudiada y valorada. La
eutanasia es un fenómeno cristalizado en el mundo antiguo, asociado a un
pensamiento naturalista donde se rinde culto a un ideal que a decir de
Diego Gracia es juvenil,
aristocrático y saludable,[13]
por tanto, todo aquello que significara sufrimiento y dolor debía ser
superado. En
la civilización judeo – cristiana estos ideales cambian, según Javier Gafo,
reconoce que en las Sagradas Escrituras no existen referencias directas de
esta cuestión aunque es evidente que la cultura judeo – cristiana
confiere alto valor al sufrimiento y la solidaridad con los enfermos,
discapacitados y menesterosos. A diferencia de los antiguos griegos y
romanos, para judíos y cristianos el anciano es una figura socialmente
reconocida, y la muerte un proceso que debe vivirse cuando la divina
providencia lo disponga.[14] Bien
entrada la modernidad con la llegada del pensamiento liberal y autonomista
burgués, comienzan a trascender nuevos ideales con respecto al hombre a
su sentido de la libertad, a su compromiso existencial, la vida empieza a
dibujarse a través del prisma de la utilidad, por lo que renace el
concepto de la eutanasia y el derecho que tiene todo hombre a decidir su
muerte. Sin
embargo en el caso de personas que se encuentran en estados límites de la
vida humana, que no tiene conciencia de si ni de su entorno, ni siquiera
pueden decir sobre sus vidas, ni siquiera pueden ejerceré el derecho a
morir dignamente. Por
tanto, volvemos al dilema central ¿Cual
será nuestro deber hacia ellos? ¿Su cuidado y alimentación es un deber
a cumplir a partir del principio de beneficencia o se debe considerar como
un tratamiento? Hay
quienes piensan que en estos estados ontológicos comprometedores y límites
de la vida, las personas que se encuentran en ellos son dignas de cuidado,
de respeto, de una adecuada alimentación, estos son los que identifican a
la persona en tanto ser, en tanto existencia, donde la vida cobra un valor
sagrado y alcanza un matiz de absoluto
respeto, el hombre es digno por antonomasia, por tanto debe ser
tratado por igual a su semejante, al contrario a quienes sustentan que no
son seres humanos o que aún siéndolo se encuentran en un estado tal que
la vida para ellos no merece ser vivida, pues la vida tiene un sentido
positivo, de utilidad, considerando que no es obligatorio brindarles una
asistencia sanitaria, estiman que se les pueden suspender de todo
tratamiento e hidratación, dado que todo tratamiento supone la intención
de un beneficio y la prolongación de una vida que de esa forma no puede
ser considerada como tal, cayendo en posiciones reduccionistas al
identificar la vida con la presencia de la voluntad y la inteligencia. En
la época en que se proclaman los derechos humanos y se afirma públicamente
el valor a la vida como el primer derecho subjetivo, el derecho mismo a la
vida queda prácticamente negado por quienes identifican la vida con lo
pensando, por los que la consideran un absurdo en estos eventos
comprometedores y límites de la existencia humana. ¿Qué
hacer como sociedad antes tales conductas? ¿Cómo ajustar los derechos
humanos con el rechazo del más débil, del más necesitado, del más
desvalido? ¿Es que acaso solo los que nos socializamos tenemos derecho a
existir? ¿Es que quizá negamos la máxima kantiana "Obra de tal manera que trates al hombre, en tu
propia persona como en la de los demás, como un fin, y nunca como un
medio".[15] En
la Evangelium Vitae el papa Juan
Pablo II afirmaba: “El valor de la
vida puede sufrir hoy una especie de “eclipse”, aún cuando la
conciencia no deje de señalarlo como valor sagrado e intangible”.[16]
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y Lucrecio
frente al
problema. Estamos vivos, y esa es la única certeza cuando pensamos en
la muerte. La certeza de la autoconciencia (cogito
sum) no está absolutamente en relación comprensible con el
no-ser de esa misma autoconciencia. Cit
pos. Pérez Gallardo,
Leonardo B. Un
enfoque filosófico y jurídico en torno a los criterios para la
determinación y certificación de la muerte, con especial referencia
al criterio neurológico. Universidad
de La Habana, 2001. [2]
En la concepción filosófica cuyo origen se la atribuye a Platón,
quien en el diálogo “El Fedón” lo plantea así; al separarse,
con la muerte, irreversiblemente el cuerpo del alma, estando libre ésta
para navegar por otros mundos: ¿Creemos que es algo la muerte? -Sin dudas alguna le replicó Simmias. -¿Y que no es otra cosa que la separación
del alma del cuerpo? ¿Y qué el estar muerto consiste en que el
cuerpo, una vez separado del alma, queda a un lado sólo de sí mismo,
y el alma a otro, separada del cuerpo, y sóla en sí misma? ¿Es
acaso la muerte otra cosa que eso? -No respondió-; es eso. Platón, Obras
Completas, Aguilar, Madrid, 1974, p 615. Cit. pos. Ídem [3]
Engels, F., Dialéctica
de la naturaleza en Selección
de textos, Ciencias Sociales, La Habana, 1973, p. 256. [4]
Pérez Gallardo, L. B. op.
cit [5]
Gén. 2: 7. La Biblia Latinoamericana. Editorial Verbo Divino,
Navarra. 2004 [6] Delgado Díaz, Carlos Jesús. Revolución Científica y Bioética, Editorial Félix Varela, La Habana 2008 p. 3 [7]
Machado Curbelo,
Calixto. “Muerte encefálica”, en Criterios
diagnósticos del Instituto de Neurología y Neurocirugía (1994) 8: 1-24. [8]
Acosta Sariego, José Ramón.
“¿Es la vida un valor absoluto?”, en Avances Médicos de Cuba. 1996; 7: 53 [9]
Vid. Machado, C. “Una nueva definición de la muerte”, en Sariego
Acosta et al. Bioética desde una
perspectiva cubana. Editorial Félix Varela. 3ra Edición p. 669 [10]
Ídem.
p. 56 [11]
Hodelín Tablada, Ricardo.
“Muerte encefálica y estado vegetativo persistente. Controversias
actuales”, en Sariego Acosta
et al. Bioética desde una perspectiva cubana. Editorial Félix Varela. 3ra
Edición p. 685 [12]
Gracia, Diego.
“El estado vegetativo persistente y la ética”, en Jano, 1994;47 (1106): p. 29-31 [13] Gracia, D. Fundamentos de Bioética, p 26 [14]
Gafo, Javier.
“La Eutanasia y la Iglesia Católica”, en La
Eutanasia y el arte de morir. Dilemas éticos de la Medicina Actual Nº
4. Publicaciones de la Universidad Pontificia Comillas. Madrid,
1991: 114 [15]
Kant, Crítica a la Razón Práctica, Instituto del Libro, Pág. 107 [16] Juan Pablo II. Carta Encíclica Evangelium Vitae |
Lic. Ana Méndez Mariño
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