El concepto de justicia en la novela "Los miserables", de Víctor Hugo
Humberto R. Méndez B.
salmos408@hotmail.com

 

Como si fuera una introducción

El concepto de justicia en la novela: Los Miserables, de Víctor Hugo

Conclusión

Como si fuera una introducción 

Cuando leí por primera vez la novela: Los Miserables, quedé impresionado con la figura del inspector Javert, cuya figura parece haber sido forjada con el mismo acero con que se hacen las espadas toledanas. Frío, inflexible, sin doblez, puro y rectilíneo. Javert es el modelo a seguir por todo aquel que procure servir a la justicia; por esa razón, su conducta estuvo en mi mente, por lo cual me decía: un día voy a escribir sobre la justicia en esta novela, para darle a Javert el lugar que le corresponde. ¡A llegado la hora de Javert! Es justo que le demos a este servidor público el lugar que le corresponde.

Cuando escribí mis Apuntes para la vida de Sócrates, lo inicié con estas palabras:

“Los antiguos griegos llamaban Díkê, a la diosa de la justicia, y  es a ella a la que los latinos llamaban Ivstitia. Según Hesíodo, era hija de Zeus y de Temis, y tenía como función, vigilar los actos de los hombres; y eran grandes sus lamentos, cuando un juez cometía una injusticia al momento de tomar una decisión. Se le representaba con una balanza en la mano; fue luego que se le vendó los ojos, y se le colocó una balanza en la mano izquierda, y una espada en la derecha.”

Por eso, cuando el amable lector se encuentre en un periódico, revista o libro la palabra justicia, piense en Javert, y le hará un tributo al personaje que antepuso a sus propios intereses, a su propia vida, el servicio a la Ley. El sol tiene sus sombras, los planetas se alinean en formas distintas según el curso de los mismos; el viento cambia de dirección; y hasta las ondas del mar tienen sus flujos y reflujos, pero este personaje, Javert, solo tiene un pensar: hacer cumplir la Ley.

En el libro del Éxodo, segundo libro de la Biblia, encontramos que el Eterno le da estos mandatos a su pueblo por intermediación de Moisés, en el capítulo 23: 1-3 y 8:

“No admitirás falso rumor. No te concertarás con el impío para ser testigo falso. No seguirás a los muchos para hacer mal, ni responderás en litigio inclinándote a los más para hacer agravios; ni al pobre distinguirás en su causa… No recibirás presente; porque el presente ciega a los que ven, y pervierte las palabras de los justos.”

Como el Deuteronomio es la repetición de la Ley, es por eso que encontramos el mismo concepto, repetido otra vez en Deuteronomio 16: 18-20:

“Jueces y oficiales pondrás en todas tus ciudades que Jehová tu Dios te dará en tus tribus, los cuales juzgarán al pueblo con justo juicio. No tuerzas el derecho; no hagas acepción de personas, ni tomes soborno; porque el soborno ciega los ojos de los sabios, y pervierte las palabras de los justos. La justicia, la justicia seguirás, para que vivas y heredes la tierra que Jehová tu Dios te da.”

En el canto XX1V de la Ilíada, canto en el cual se narra la patética petición de Príamo ante Aquiles, y en el cual el anciano troyano suplica al héroe griego que le devuelva el cadáver de su hijo Héctor.  Ya para cuando tiene lugar el encuentro, los dioses en el Olimpo han hecho los arreglos, para que el encuentro tenga un final feliz. Hermes, es el dios elegido para que conduzca al padre suplicante y a su lacayo, ante la presencia del hombre de agiles pies y de rubia cabellera.

Como a los dioses no le he permitido mostrar interés en las cosas de los mortales, Hermes se presenta en forma de hombre, y esto es lo que leemos en los versos que van del 405 hasta el 433 del último canto de la Ilíada:

“Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:

-Si eres servidor del Pelida Aquiles, ea, dime toda la verdad: ¿mi hijo yace aún cerca de las naves, o Aquiles lo ha desmembrado y entregado a sus perros?

 Contestóle el mensajero Argicida:

 -¡Oh anciano! Ni los perros ni las aves lo han devorado, y todavía yace junto a la nave de Aquiles, dentro de la tienda. Doce días lleva de estar tendido, y ni el cuerpo se pudre, ni lo comen los gusanos que devoran a los hombres muertos en la guerra. Cuando apunta la divinal aurora, Aquiles lo arrastra sin piedad alrededor del túmulo de su compañero querido; pero ni aun así lo desfigura, y tú mismo, si a él te acercaras, lo admirarías de ver cuán fresco está: la sangre le ha sido lavada, no presenta mancha alguna, y cuantas heridas recibió -pues fueron muchos los que le envasaron el bronce- todas se han cerrado. De tal modo los bienaventurados dioses cuidan de tu buen hijo, aun después de muerto, porque era muy caro a su corazón.

 Así habló. Alegróse el anciano, y respondió diciendo:

-¡Oh hijo! Bueno es ofrecer a los inmortales los debidos dones, jamás mi hijo, si no ha sido un sueño que haya existido, olvidó en el palacio a los dioses que moran en el Olimpo, y por esto se acordaron de él en el fatal trance de la muerte. Mas, ea, recibe de mis manos está linda copa, para que la guardes, y guíame con el favor de los dioses hasta que llegue a la tienda del Pelida.

 Díjole a su vez el mensajero Argicida:

-Quieres tentarme, anciano, porque soy más joven; pero no me persuadirás con tus ruegos a que acepte el regalo sin saberlo Aquiles.”

Hermes entiende que aceptar un regalo, es entrar en tentación, es no obrar en forma correcta, haciéndole creer al anciano que él es un servidor de Aquiles.

En libro primero de la República, de Platón, Sócrates tiene una conversación con unos amigos, en torno a lo que es la justicia. En la misma, el maestro de la mayéutica hecha por tierra la idea tan generalizada, de que la justicia consiste a darle a cada cual lo que le corresponde, a la vez que establece lo que es propio del hombre bueno. He aquí lo que estos amigos conversan:

“- Hermosas cosas dices, Céfalo -le contesté-. Pero esto mismo que nos ocupa, esto es, la justicia, ¿diremos acaso que consiste en decir la verdad y en devolver a cada uno lo que de él se ha recibido, o incluso esto mismo se realiza unas veces justamente y otras no? Veamos, por ejemplo: si uno recibe armas de un amigo suyo que se encuentra en posesión de su juicio, y este mismo amigo se las pide luego de haberse vuelto loco, todo el mundo estaría de acuerdo en que no debe devolvérselas, y que no sería un acto justo el obrar así, ni tampoco argumentar tan sólo con verdades cuando el estado del amigo no lo permite.

- Justamente -afirmó.

- Por consiguiente, no podemos señalar como límite de la justicia el decir la verdad y el devolver lo que se ha recibido.

- Sin duda, Sócrates -dijo Polemarco, tomando el uso de la palabra-, si hemos de creer a Simónides.

- Ni es propio del bueno hacer mal, sino de su contrario.

- Dices bien.

- ¿Y el hombre justo es bueno?

- Creo que no hay duda de ello.

- No es, por consiguiente, propio del justo, Polemarco, hacer daño al amigo o a algún otro, sino de su contrario, esto es, del injusto.

- Me parece, Sócrates -contestó-, que ahora estás enteramente en lo cierto.

- Así, pues, si alguien dice que es justo dar a cada uno lo que es debido, y piensa, siguiendo esta tesis, que es propio del hombre justo hacer mal a los enemigos y ayudar a los amigos, no habla ciertamente como un sabio, ni afirma verdad alguna, porque de ningún modo parece justo hacer mal a alguien, sea el que sea.

- Estoy de acuerdo -dijo.

- Combatiremos en común tú y yo -añadí-, si se afirma en alguna parte que Simónides, o Biante, o Pítaco, o alguno de los famosos sabios y ejemplares varones, dijo cosa parecida.”

En el cuento titulado Ante la Ley, del escrito judío, nacido en Praga, en el Imperio Austro-Húngaro, Franz Kafka, encontramos los deseos de un hombre, el cual procede del campo, y que hace todo lo posible por poder penetrar al salón de la Ley. El relato también aparece en su novela El Proceso, en el capítulo titulado: En la Catedral. Es de esta manera que el genial narrador de la lengua alemana nos cuenta la historia:

“Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.”

Y es que este campesino, al  igual que Príamo, y tal como el Eterno le había advertido a los hijos de Israel, el presente, el don, la dadiva, el regalo, corrompe al que lo recibe, en lo tocante a torcer el curso de la Justicia.

Anatole France, el laureado escritor francés, en su novela: Los Dioses tienen sed, nos presenta un planteamiento, que a nosotros nos parece moral y de justicia, cuando en el capítulo X111, nos dice:

“El Tribunal revolucionario hacía triunfar la igualdad al mostrarse igualmente severo con los mozos de cuerda y las sirvientas que con los aristócratas o los financieros. A Gamelin no le cabía en la cabeza que pudiese ser de otro modo bajo un régimen popular. Hubiese considerado insolente, insultante para el pueblo, hacer excepciones. Reservada a los aristócratas, la guillotina le hubiese parecido una especie de privilegio. Gamelin empezaba a hacerse del castigo una idea místico‐religiosa, prestándole virtudes, otorgándole méritos propios. Pensaba que los criminales merecen la pena y sería perjudicial para ellos que se les dispensase. Declaró, pues, a la dama Meyrion culpable y merecedora del castigo supremo, lamentando solamente que, los fanáticos que la habían perdido, no estuviesen ahí para compartir su suerte.”

Cuando Víctor Hugo escribió Los Trabajadores del Mar, en 1866, en el prefacio de la misma, consigno estas reveladoras palabras:

“L’homme a affaire à l’obstacle sous la forme superstition, sous la forme préjugé, et sous la forme élément. Un triple anankè pèse sur nous, l’anankè des dogmes, l’anankè des lois, l’anankè des choses. Dans Notre-Dame de Paris, l’auteur a dénoncé le premier; dans les Misérables, il a signalé le second; dans ce livre, il indique le troisième.

À ces trois fatalités qui enveloppent l’homme se mêle la fatalité intérieure, l’anankè suprême, le cœur humain.”

Y es que el paladín de la justicia, el hombre encargado de hacer cumplir la Ley en Los Miserables, es el inspector Javert, quien en el cumplimiento del deber solo tiene uno igual, y este es posiblemente el juez Lawrence Wargrave, de la novela: Los Diez Negritos, de Agatha Christie. El último capítulo de esta novela es un raro documento, del cual copiamos lo siguiente:

“DOCUMENTO MANUSCRITO ENVIADO A SCOTLAND YARD POR EL CAPITÁN DEL BARCO «EHNA JUANA»

Tengo una naturaleza muy compleja y de una imaginación exuberante. Cuando era niño me entusiasmaban las novelas de aventuras y me apasionaba por los relatos marinos en los que un documento muy importante se introducía en una botella y se la confiaba a las olas del océano.

Este procedimiento conserva todavía a mis ojos su romanticismo y es por ello que hoy lo he adoptado. Hay una probabilidad contra ciento de que mi confesión escrita sobre estas páginas y puesta dentro de una botella lanzada al mar esclarezca un día el misterio de los diez cadáveres encontrados en la isla del Negro, y que éste haya permanecido hasta ahora inexplicable. (¿Puedo vanagloriarme?)

Desde mi infancia, me he complacido en ver morir o dar yo mismo la muerte. Yo buscaba a las avispas para destruirlas y toda clase de insectos perjudiciales en el jardín de mis padres. Sentía una cierta alegría sádica por matar...

Por otra parte, sorprendente contradicción, estoy imbuido en un muy elevado sentido de la justicia y me subleva la idea de que un ser inocente pueda sufrir y morir por mi culpa. Siempre he deseado el triunfo del Derecho.

Una mentalidad como la mía debía guiarme para escoger una profesión, y así entré en la Magistratura. Ahí mis deseos de justicia se desarrollaron y me apliqué concienzudamente al castigo del crimen. Cuanto más avanzaba en mi carrera y llegué a presidir los Tribunales, no tenía ningún placer en ver a un inocente en el banquillo de los acusados. Reconozco que gracias a la habilidad y celo de los policías, la mayor parte de los acusados eran culpables de los crímenes que les imputaban.”

Un personaje similar a este es que vamos a conocer a través de este trabajo, el cual nos ayudará en cierto sentido a tener un concepto de lo que es la justicia. 

El concepto de justicia en la novela "Los Miserables", de Víctor Hugo

 

El personaje principal de esta novela, es Jean Valjean, también conocido como el señor alcalde Madeleine, en Saint-Germain de Montreuil-sur-Mer, quien como jardinero de un convento de monjas en París adoptó el nombre de Ultime Fauchelevent. También es llamado Leblanc, por Courfeyrac, amigo de bautizar y poner motes, debido al color blanco de sus cabellos. Pero el personaje que a nosotros nos ha movido a volver de nuevo sobre esta novela, es este personaje, que aparece por primera vez, en el libro quinto, capítulo 5 de la primera parte de Los Miserables:

“Muchas veces, cuando el señor Magdalena pasaba por una calle, tranquilo, afectuoso, rodeado de las bendiciones de todos, un hombre de alta estatura, vestido con una levita gris oscuro, armado de un grueso bastón y con un sombrero de copa achatada en la cabeza, se volvía bruscamente a mirarlo y lo seguía con la vista hasta que desaparecía; entonces cruzaba los brazos, sacudiendo lentamente la cabeza y levantando los labios hasta la nariz, especie de gesto significativo que podía traducirse por: "¿Pero quién es ese hombre? Estoy seguro de haberlo visto en alguna parte. Lo que es a mí no me engaña".

“Este personaje adusto y amenazante era de esos que por rápidamente que se les mire, llaman la atención del observador. Se dice que en toda manada de lobos hay un perro, al que la loba mata, porque si lo deja vivir al crecer devoraría a los demás cachorros. Dad un rostro humano a este perro hijo de loba y tendréis el retrato de aquel hombre.

“Su nombre era Javert, y era inspector de la policía en M.

Javert había nacido en una prisión, hijo de una mujer que leía el futuro en las cartas, cuyo marido estaba también encarcelado. Al crecer pensó que se hallaba fuera de la sociedad y sin esperanzas de entrar en ella nunca. Advirtió que la sociedad mantiene irremisiblemente fuera de sí dos clases de hombres: los que la atacan y los que la guardan; no tenía elección sino entre una de estas dos clases; al mismo tiempo sentía dentro de sí un cierto fondo de rigidez, de respeto a las reglas y de probidad, complicado con un inexplicable odio hacia esa raza de gitanos de que descendía. Entró, pues, en la policía y prosperó. A los cuarenta años era inspector.

Víctor Hugo

Tenía la nariz chata con dos profundas ventanas, hacia las cuales se extendían unas enormes patillas. Cuando Javert se reía, lo cual era poco frecuente y muy terrible, sus labios delgados se separaban y dejaban ver no tan sólo los dientes sino también las encías, y alrededor de su nariz se formaba un pliegue abultado y feroz como sobre el hocico de una fiera carnívora. Javert serio era un perro de presa; cuando se reía era un tigre. Por lo demás, tenía poco cráneo, mucha mandíbula; los cabellos le ocultaban la frente y le caían sobre las cejas; tenía entre los ojos un ceño central permanente, la mirada oscura, la boca fruncida y temible, y un gesto feroz de mando.

Estaba compuesto este hombre de dos sentimientos muy sencillos y relativamente muy buenos, pero que él convertía casi en malos a fuerza de exagerarlos: el respeto a la autoridad y el odio a la rebelión. Javert envolvía en una especie de fe ciega y profunda a todo el que en el Estado desempeñaba una función cualquiera, desde el primer ministro hasta el guarda rural. Cubría de desprecio, de aversión y de disgusto a todo el que una vez había pasado el límite legal del mal.

Era absoluto, y no admitía excepciones.

Era estoico, austero, soñador, humilde y altanero como los fanáticos. Toda su vida se compendiaba en estas dos palabras: velar y vigilar. ¡Desgraciado del que caía en sus manos! Hubiera sido capaz de prender a su padre al escaparse del presidio y denunciar a su madre por no acatar la ley; y lo hubiera hecho con esa especie de satisfacción interior que da la virtud. Añádase que llevaba una vida de privaciones, de aislamiento, de abnegación, de castidad, sin la más mínima distracción…”

Este hombre, inflexible cuando se habla de hacer cumplir las leyes, era un Sherlock Holmes al momento de perseguir al delincuente. Este hombre fanático y fundamentalista, rígido como el fiel de una balanza romana; de él dice nuestro autor: “Toda su vida se compendiaba en estas dos palabras: velar y vigilar.”   Es él, Javert,  quien nos ha hecho releer este monumento literario salido de la pluma de Hugo.

Este personaje, según leemos en la parte quinta de la obra, en el libro primero, capítulo 18, en medio de la Revuelta de los días 5 y 6 de Junio de 1832, fue hecho prisionero. Estamos en medio de los aprestos para la toma de la barricada de la calle Chanvrerie, donde se encontraba la taberna Corinto. El prisionero Javert, el cual fue denunciado como espía, en mano de los insurrectos, y sobre su cabeza pesa una condena de muerte. Al darse cuenta de todos van a perecer en la toma de la barricada, Enjolras, el jefe, dice a Javert, al momento de salir de la taberna, ya que se apresta a tener una cita con la muerte:

“-No te olvido.

Y dejando una pistola sobre la mesa añadió:

-El último que salga de aquí, levantará la tapa de los sesos de este espía.”

Es ese el momento en que interviene Jean Valjean, quien se había unido al grupo, y pide esa gracia; el favor le fue concedido. En capítulo siguiente, Valjean saca al prisionero para su ejecución, y cuando se encuentran solos, le libera, diciendo estas palabras:

“- Sois  libre”. Y a pesar de que Valjean piensa que no ha de salir vivo de la refriega, le da al inspector la dirección de su residencia, así como su nuevo nombre, Fauchelevent. Pero el hombre apegado a la justicia, el recto e implacable policía le responde:

“Me fastidiáis. Mejor es que me matéis”.

Esto lo dice por ser un hombre tan hecho a lo legal, al derecho; tan a que las cosas se hagan como deben ser, que en el capítulo 3 del tercer libro de esta quinta parte, cuando después de haber sido liberado, y perseguir a Thénardier durante un rato, y este  habérsele escapado por la puerta enrejada de una alcantarilla, no usando una llave maestra o una ganzúa, sino una llave, este exclama:

“-¡Esto pasa de la raya!  ¡Una llave del Gobierno!”

Ya antes, habíamos notado dos manifestaciones de justicia social; primero, cuando en el libro primero, capítulo 4, de la primera parte, el obispo Bienvenu, dice:

“-Los pecados de las mujeres, de los niños, de los servidores, de los débiles, de los indigentes, de los ignorantes, son los pecados de los maridos, de los padres, de los dueños, de los fuertes, de los ricos, de los sabios.

“Decía también:

“-A los ignorantes, enseñadles cuanto podáis; la sociedad es culpable, por no darle instrucción gratis; ella es responsable de la oscuridad que produce. Si un alma sumida en sombra comete un pecado, el culpable no es el que peca, sino el que no disipa las tinieblas.”

En el libro primero, capítulo 5 de la quinta parte, en un discurso dado en las barricadas, el 6 de junio de 1823, Enjolras, tocado por el numen de la inspiración, da un discurso sobre la justicia. He aquí un párrafo que está en armonía con lo dicho  por el obispo:

“La igualada, ciudadanos, no significa toda la civilización a nivel; una sociedad de matas grandes y de encinas pequeñas; un conjunto de envidiosos hostilizándose; es, civilmente, el camino abierto por igual a todas las aptitudes; políticamente, el mismo para todos los votos; religiosamente, el mismo derecho para todas las conciencias. La igualdad tiene un órgano, y este órgano es la instrucción gratuita y obligatoria. El derecho al alfabeto; por  ahí se debe empezar. La escuela primaria impuesta a todos; la escuela secundaria ofrecida a todos; tal es la ley. De la escuela idéntica, sale la sociedad igual. ¡Sí! ¡Enseñanza! ¡Luz! ¡Luz! De la luz emana todo, y todo vuelve a ella.”

Parece que el señor obispo tenía unas ideas socialista, por lo que se acaba de transcribir, ideas semejantes a las de Enjolras y  a las del narrador. Hugo, hablando de los socialistas, en la cuarta parte de la obra, en el libro primero, capítulo cuarto nos dice:

“Elevaban las cuestiones materiales, las cuestiones de la agricultura, de la industria, de comercio, casi a la dignidad de una religión. En la civilización, tal como se hace, un poco por Dios, mucho por el hombre, los intereses se combinan, se agregan, se amalgaman de manera capaz de formar una verdadera roca dura, según una ley dinámica pacientemente estudiada por los economistas, esos geólogos de la política".

Estos hombres que agrupaban bajo  apelaciones distintas, pero que pueden ser designadas todos bajo el título genérico de socialistas, procuraban agujerear dicha roca y hacer brotar de ella las aguas de vivas de la felicidad humana.

Desde la cuestión del cadalso hasta la cuestión de la guerra, sus trabajos lo abarcaban todo. Al derecho del hombre, proclamado por la Revolución francesa, añadían el derecho de la mujer y el derecho del niño.

No nos sorprenderemos de que, por diversas razones, no tratamos aquí a fondo, desde el punto de vista teórico, las cuestiones promovidas por el socialismo. Nos limitamos a señalarlas.

Todos los problemas que se proponían los socialistas, las visiones cosmogónicas, dejados aparte el ensueño y el misticismo, pueden ser elevadas a dos problemas principales.

Primer problema: producir riqueza.

Segundo problema: repartirla.

El primer problema contiene la cuestión del trabajo.

El segundo contiene la cuestión del salario.

El primer problema se trata del empleo de las fuerzas.

El segundo de la distribución de los goces.

Del buen empleo de  las fuerzas resulta la felicidad individual.

Por buena distribución es preciso entender no distribución igual sino distribución equitativa. La primera igualdad es la equidad.

De estas dos cosas combinadas, poder público por fuera, y felicidad individual por dentro, resulta la prosperidad social.

Prosperidad social significa el hombre feliz, el ciudadano libre, la nación grande.”

No todos los filósofos del derecho, los apologistas del socialismo, y los predicadores de la igualdad entre los hombres, han hecho una descripción tan ideal de lo que es el socialismo como forjador de la felicidad del hombre.

En el capítulo 10, primera parte, en el libro primero, tiene el señor obispo una conversación con un antiguo convencional. Este hombre, anciano no había votado a favor de la ejecución del rey Luis XVI, por esa razón no había sido desterrado; pero vivía solo, como una fiera en su cubil, solo asistido por un niño. Este ermitaño medio ateo dice:

“-En cuanto a Luis XV1, yo dije no. No me creo con derecho para matar a un hombre; pero me siento con el deber de exterminar el mal. He votado el fin del tirano. Es decir, el fin de la prostitución de la mujer, el fin de la esclavitud del hombre, el fin de la ignorancia del niño. Al votar por la república, voté todo esto. ¡He votado la fraternidad, la concordia, la aurora! He ayudado a la caída de los prejuicios y de los errores. El hundimiento de los unos y de los otros produce luz. Hemos hecho caer el viejo mundo; y el viejo mundo, vaso de miseria, al volcarse sobre el género humano, se ha convertido en una urna de alegría.

“El derecho tiene su cólera, señor obispo, y la cólera del derecho e un elemento de progreso. De todos modos, y dígase lo que se quiera, la Revolución francesa  es el paso más grande dado por el género humano, desde el advenimiento de Cristo. Progreso incompleto, sea, pero sublime. Ha despejado todas las incógnitas sociales. Ha dulcificado los ánimos; ha calmado, tranquilizado, ilustrado; ha hecho correr sobre la tierra torrentes de civilización. Ha sido buena. La Revolución francesa es la consagración de la Humanidad.”

En la cuarta parte de la obra, en el capítulo primero, el cual es una reflexión del autor, éste nos dice al final del capítulo:

“La Revolución de julio es el triunfo del derecho derribando el hecho. La cosa llena de esplendor.

El derecho derriba el hecho. De ahí el estallido de la Revolución de 1830, de ahí también su mansedumbre. El derecho que triunfa no tiene necesidad alguna de ser violento.

El derecho es lo justo y lo verdadero.

Lo  propio del derecho es permanecer eternamente hermoso y puro. El hecho, incluso el más necesario en apariencia, incluso el mejor aceptado por los contemporáneos, si no  existe más que como hecho, si no contiene más que un poco de derecho, o no lo contiene en absoluto. Está infaliblemente destinado a convertirse, con el tiempo, en deforme, inmundo, tal vez monstruoso. Si una vez se quiere comprobar hasta qué grado de fealdad puede llegar el hecho, visto a la distancia de los siglos, que se mira a Maquiavelo. Maquiavelo no es un genio malvado, ni un demonio, ni un escritor cobarde y miserable; no  es nada más que hecho. Y no es solamente el hecho italiano, es el hecho europeo, el hecho del siglo XV1. Parece odioso, y lo es, en presencia de la idea moral del siglo X1X.

Esta lucha del derecho y del hecho dura desde el origen de las sociedades. Terminar el duelo, amalgamar la idea pura con la realidad humana, hacer penetrar pacíficamente el derecho en el hecho, y el hecho en el derecho, éste es el trabajo del sabio.”

Feuilly, un miembro de la sociedad llamada de Los  Amigos ABC, y que se encuentra en la parte cuarta, en el libro cuarto, capítulo primero hace también unas consideraciones sobre la justicia. Este personaje, extraño al grupo de Amigos, ya que era un huérfano de padre y madre, obrero, autodidacto, que tiene una preocupación: liberar al mundo. Veamos como Hugo lo presenta, en la tercera parte, libro primero, capítulo primero:

“En aquel joven  cenáculo de utopistas, preocupados especialmente por Francia, él representaba el exterior; su manía era Grecia, Polonia, Hungría, Rumania e Italia. Pronunciaba estos nombres sin cesar, viniera o no a cuento, con la tenacidad del derecho. Turquía sobre Creta y Tesalia, Rusia sobre Varsovia, Austria sobre Venecia: todas estas violaciones le exasperaban. Entre todas, la gran violencia la de 1772 le sublevaba. No hay elocuencia más soberana que la verdad de la indignación; y él era  elocuente con esta elocuencia. No se agotaba nunca su tema al tratar de la fecha infame de 1772, y del noble valiente pueblo suprimido por traición, aquel crimen de tres criminales, de aquella monstruosa acechanza, prototipo y patrón de todas las horribles supresiones de estados que, desde entonces, han venido a caer sobre nobles naciones, y que han raspado, por decirlo así, su partida de bautismo. Todos los atentados sociales contemporáneos derriban de la repartición de Polonia. La repartición de Polonia es un teorema cuyos corolarios son los actuales crímenes políticos. No hay un déspota ni un traidor, desde hace un siglo, que no haya visado, aprobado, firmado u rubricado, ne varietur, la repartición de Polonia. Cuando se  examina el legajo de las traiciones modernas, ésta es la primera que aparece. El Congreso de Viene ha consultado este crimen antes de consumar el suyo. 1772 es el grito del cazador, y 1815 es la comida que se da a los perros. Tal era el texto habitual de Feuilly. Este pobre obrero se había erigido en tutor de la justicia, y ella le recompensaba haciéndole grande. Porque hay, efectivamente, algo de eternidad en el derecho. Varsovia no  puede ser tártara, así como Venecia no puede ser tudesca. Los reyes pierden el tiempo y el honor en esta empresa. Tarde o  temprano, la patria sumergida flota en la superficie, y reaparece. Grecia vuelve a  ser Grecia, Italia vuelve a ser Italia. La potestad del derecho contra el hecho persiste siempre. El robo de un pueblo no se prescribe. Estas grandes estafas no tienen porvenir. No se borra la marca una nación como la de un pañuelo.”

En el mismo libro, capítulo 4, en medio de una disputa bizantina, Courfeyrac le dice a Combeferre:

“¡No! No alumbremos nunca al pueblo con luz falsa. Los principios se debilitan y palidecen en vuestra bodega constitucional. Fuera bastardías. Fuera compromisos.  Fuera concesiones del rey al pueblo. En estas concesiones, hay siempre un artículo 14. Al lado de la mano que da, está la garra que quita. Rechazo vuestra carta. Una carta es una máscara; bajo ella está la mentira. Un pueblo que acepta una carta, abdica. El derecho debe ser completo; si no es derecho. ¡No! ¡Fuera la Carta!”

Marius era parte del cenáculo, de los jóvenes que lucharon en las barricadas de Paris, en Junio de 1832. Este joven abogado, un soñador e idealista, tiene sus propias ideas en cuanto a las clases sociales. Después que Jean Valjean, el hombre que crio a Cosette, después que éste le confiesa que estuvo en las galeras por robo, que luego robó y se escapó de la prisión, esta es la idea que Marius tiene de la justicia, según leemos en la quinta parte, libro séptimo, capítulo 2:

“Sin embargo, por más atenuantes que buscase siempre acababa  en lo mismo: era un presidiario; es decir, el ser que no tiene un lugar en la escala social, al estar por debajo del último peldaño. Después del último de los hombres, viene el presidiario. El presidiario ya no es, por decirlo así, el semejante de los seres vivientes. La ley le ha despojado de toda la cantidad de humanidad que puede quitar a un hombre. Marius, en la cuestiones penales, admitía, aunque demócrata, el sistema inexorable, y tenía cerca  de  los que la ley hiere todas las idea de la ley. No había hecho aún, preciso es decirlo, todos los progresos. No era aún capaz de distinguir entre lo que está escrito por el hombre y lo que está escrito por Dios, entre la ley y el derecho. No había aún examinado y pesado el derecho que se arroga el hombre de disponer de lo irrevocable y de lo irreparable. No le irritaba la palabra vindicta. Encontraba natural que ciertas infracciones de la ley escrita fuesen seguidas de penas eternas, y aceptaba que más adelante dejase de avanzar infaliblemente, pues su naturaleza era buena, y en el fondo estaba compuesta de un progreso latente.”

En el libro 5, capítulo 13, de la primera parte encontramos este título: Solución de algunas cuestiones de policía municipal. En éste capítulo, Barmatabois, un patán de poca o ninguna monta, después de insultar a Fantine, a quien la desgracia ha llevado a la prostitución, se ve agredido por ésta. Aparece el impla de Javert. La mujerzuela es llevada a la oficina de policía, donde el inspector, convertido en juez, la condena a seis meses  de prisión. La mujer grita, suplica, se desespera, apela a la piedad, piensa en su hija.

En ese momento aparece el alcalde Madeleine, y ordena la libertad de Fantine, la cual en un estado de desesperación y demencia, insulta a su antiguo patrón, y lo que es más, le escupe el rostro. Para la mujer, el alcalde, su antiguo empleador, es la causa de su desgracia, de su declive moral, de no poder pagar a los que cuidan a su hija. El que se haya dedicado a consumir alcohol, de su miseria, la cual procura olvida con la bebida.

Pero el señor alcalde, el señor Madeleine, que no es otro que el presidiario Jean Valjean, no se inmuta, la pobre mujer no debe ser condenada. Una cosa es la justicia y otra la caridad; la justicia condena según lo estipulado por la Ley, la caridad absuelve, porque el amor perdona.

Al Javert no comprender como una infractora de la Ley quede en libertad, entra en contradicción con su superior. La mentalidad inflexible y psicorígida del sabueso; éste no asimila una falta a la Ley, pero mucho menos a la persona de la autoridad, ya que es faltar a la justicia misma. Javert argumenta, al ver que la mujer puede quedar libre, y cuando la infractora:

“Puso la mano en el picaporte. Un paso más y estaba en la calle.

Javert hasta ese momento había permanecido de pie, inmóvil, con la vista fija en el suelo. El ruido del picaporte lo hizo despertar, por decirlo así. Levantó la cabeza con una expresión de autoridad soberana; expresión tanto más terrible cuanto más baja es la autoridad, feroz en la bestia salvaje, atroz en el hombre que no es nada.

-Sargento -exclamó-, ¿no veis que esa descarada se escapa? ¿Quién os ha dicho que la dejéis salir?

Yo -dijo Madeleine.

Fantine, al oír la voz de Javert tembló y soltó el picaporte, como suelta un ladrón sorprendido el objeto robado. A la voz de Madeleine se volvió, y sin pronunciar una palabra, sin respirar siquiera, su mirada pasó de Madeleine a Javert, de Javert a Madeleine, según hablaba uno a otro.

-Señor alcalde, eso no es posible -dijo Javert con la vista baja pero la voz firme.

-¡Cómo! -dijo Madeleine.

-Esta maldita ha insultado a un ciudadano.

-Inspector Javert -contestó el señor Madeleine, con voz conciliadora y tranquila-, escuchad.

Sois un hombre razonable y os explicaré lo que hago. Pasaba yo por la plaza cuando traíais a esta mujer; había algunos grupos; me he informado y lo sé todo: el ciudadano es el que ha faltado y el que debía haber sido arrestado.

Javert respondió;

-Esta miserable acaba de insultaros.

-Eso es problema mío -dijo Madeleine-. Mi injuria es mía, y puedo hacer de ella lo que quiera.

-Perdonad, señor alcalde, pero la injuria no se ha hecho a vos sino a la justicia.

-Inspector Javert -contestó el señor Madeleine-, la primera justicia es la conciencia. He oído a esta mujer y sé lo que hago.

Y yo, señor alcalde, no comprendo lo que estoy viendo.

-Entonces, limitaos a obedecer.

-Obedezco a mi deber; y mi deber me manda que esta mujer sea condenada a seis meses de cárcel.

Madeleine respondió con dulzura:

-Pues escuchad. No estará en la cárcel ni un solo día. Este es un hecho de policía municipal de la que soy juez. Ordeno, pues, que esta mujer quede en libertad.

Javert hizo el último esfuerzo:

-Pero, señor alcalde...

-Ni una palabra, salid de aquí -dijo Madeleine.

Javert saludó profundamente al alcalde y salió.”

Así como Javert no tolera que se le falte a la Ley y a la Autoridad, él se presenta ante el señor alcalde Madeleine, con el extraño pedido de que éste le aplique la Ley a él, con el siguiente argumento:

“Por fin el alcalde dejó sus papeles y se volvió hacia él.

-Y bien, ¿qué hay, Javert?

Javert siguió silencioso por un momento, como si se recogiera en sí mismo, y luego dijo con triste solemnidad:

-Hay, señor alcalde, que se ha cometido un delito.

-¿Qué delito?

-Un policía inferior ha faltado gravemente el respeto a un magistrado. Y vengo, cumpliendo con mi deber, a poner este hecho en vuestro conocimiento.

-¿Quién es ese policía? -preguntó el señor Madeleine.

-Yo -dijo Javert.

-¿Y quién es el magistrado agraviado?

-Vos, señor alcalde.

Magdalena se levantó de su sillón. Javert continuó, siempre con los ojos bajos:

-Señor alcalde, vengo a pediros que propongáis a la autoridad mi destitución.

Madeleine, estupefacto, abrió la boca, pero Javert lo interrumpió:

-Diréis que podría presentar mi dimisión, pero eso no basta. Dimitir es un acto honorable. Yo he faltado, merezco un castigo y debo ser destituido. -Después de una pausa, agrego

-: Señor alcalde, el otro día fuisteis muy severo conmigo injustamente; sedlo hoy con justicia.

-Pero, ¿por qué? -exclamó el señor Madeleine-. ¿Qué embrollo es éste? ¿Cuál es ese delito que habéis cometido contra mí? ¿Qué me habéis hecho? Os acusáis y queréis ser reemplazado...

-Destituido -dijo Javert.

-Destituido, sea; pero igual no os entiendo.

-Vais a comprenderlo.

Javert suspiró profundamente, y prosiguió con la misma frialdad y tristeza:

-Señor alcalde, hace seis semanas, a consecuencias de la discusión por aquella joven, me encolericé y os denuncié a la prefectura de París.

Madeleine, que no era más dado que Javert a la risa, se echó a reír.

-¿Como alcalde que ha usurpado las atribuciones de la policía? -dijo.

-Como antiguo presidiario -respondió Javert.

El alcalde se puso lívido.

Javert, que no había levantado los ojos, continuó:

-Así lo creí. Hacía algún tiempo que tenía esa idea. Una semejanza, indagaciones que habéis practicado en Faverolles, vuestra fuerza, la aventura del viejo Fauchelevent, vuestra destreza en el tiro, vuestra pierna que cojea un poco... ¡qué sé yo! ¡Tonterías! Pero lo cierto es que os tomé por un tal Jean Valjean.

-¿Quién, decís?

-Jean Valjean. Un presidiario a quien vi hace veinte años en Tolón. Al salir de presidio parece que robó a un obispo y después cometió otro robo a mano armada y en despoblado contra un niño saboyano. Hace ocho años que se oculta no se sabe cómo, y se le persigue. Yo me figuré... En fin, lo hice. La cólera me impulsó, y os denuncié a la prefectura.

Madeleine, que había vuelto a coger el legajo de papeles, dijo con perfecta indiferencia:

-¿Y qué os han respondido?

-Que estaba loco.

-¿Y entonces?

-Bueno, tienen razón.

 “Madeleine había vuelto a su sillón y a sus papeles y los hojeaba tranquilamente, como un hombre muy ocupado. -Basta, Javert -dijo-. Todos estos detalles me interesan muy poco. Estamos perdiendo el tiempo y tenemos muchos asuntos que atender. No quiero recargaros de trabajo, porque entiendo que vais a estar ausente. ¿Me habéis dicho que iréis a Arras en unos ocho o diez días más?

-Mucho antes, señor alcalde.

-¿Cuándo, entonces?

-Creí que le había dicho al señor alcalde que el caso se ve mañana y que yo parto en la diligencia esta noche.

-¿Cuánto tiempo durará el caso?

-Un día a lo más. La sentencia se pronunciará a más tardar mañana por la noche, pero yo no esperaré la sentencia. En cuanto dé mi declaración, me volveré.

-Está bien -dijo Magdalena.

Y despidió a Javert con un gesto de su mano.

Javert no se movió.

-Perdonad, señor alcalde -dijo-. Tengo que recordaros algo.

-¿Qué cosa?

-Que debo ser destituido.

Madeleine se levantó.

-Javert, sois un hombre de honor, y yo os aprecio. Exageráis vuestra falta. Por otra parte, ésta es una ofensa que me concierne sólo a mí. Merecéis ascender, no bajar. Prefiero que conservéis vuestro cargo.

-Señor alcalde, no puedo aceptar. He sido siempre severo en mi vida con los demás. Ahora es justo que lo sea conmigo mismo. Señor alcalde, no quiero que me tratéis con bondad, vuestra bondad me ha producido demasiada rabia cuando la ejercitáis con otros, no la quiero para mí. La bondad que le da la razón a una prostituta contra un ciudadano, a un policía contra un alcalde, al que está abajo contra el que está arriba, es lo que yo llamo una mala bondad. Con ella se desorganiza la sociedad. Señor alcalde, yo debo tratarme tal como trataría a otro cualquiera. Cometí una falta, mala suerte, quedo despedido, expulsado. Tengo buenos brazos, trabajaré la tierra, no me importa. Por el bien del servicio, señor alcalde, os pido la destitución del inspector Javert.

Todo fue dicho con acento humilde, orgulloso, desesperado y convencido, que le daba cierta singular grandeza a ese hombre extraño y honorable.

-Ya veremos -dijo Madeleine.

Y le tendió la mano. Javert retrocedió.

-Perdón, señor alcalde, pero un alcalde no da la mano a un delator. -Y añadió entré dientes-: Delator, sí, puesto que abusé de mi cargo, no soy más que un delator.

Hizo un respetuoso saludo y se dirigió a la puerta. Allí se volvió y con la vista siempre baja, dijo:

-Continuaré en el servicio hasta que sea reemplazado.

Salió. El señor Madeleine quedó pensativo, escuchando esos pasos firmes y seguros que se alejaban por el corredor.” Libro sexto, capítulo segundo de la primera parte.

En el capítulo once, del libro séptimo, de la primera parte de esta obra, se encuentra la máxima expresión de justicia que puede manifestar un ser humano. Este libro séptimo se titula: La causa de Champmathieu. Este Mathieu es uno de esos hombres: “… desgraciados que la naturaleza convierte en bestias salvajes y la sociedad concluye  haciéndolos presidiarios”. 

Champmathieu, era una especie de campesino idiotizado, al cual la vida le jugó una mala pasada, y al ser acusado de robo, lo confundieron con Jean Valjean, y como tal tiene que enfrentar una condena a perpetuidad. Los cargos se han ido acumulando, desde el robo al obispo, el asalto en despoblado, a mano armada contra un pequeño saboyano llamado Gervais, hasta el robo con fractura y escalamiento al señor Pierron, por el cual el infeliz fue apresado. Es cuando tres prisioneros dan testimonio de que Champmathieu es Jean Valjean, que el señor Madeleine, presente en la corte en Arras, quien se denuncia a sí mismo. De esta manera lo presenta el autor de la novela:

 “El desdichado se volvió hacia el auditorio y hacia los jueces con una sonrisa que movía a compasión. Era la sonrisa del triunfo, pero también la sonrisa de la desesperación.

-Ya veis -dijo- que soy Jean Valjean.

No había ya en el recinto jueces, ni acusadores, ni gendarmes; no había más que ojos fijos y corazones conmovidos. Nadie se acordaba del papel que debía representar; el fiscal olvidó que estaba allí para acusar, el presidente que estaba allí para presidir, el defensor para defender. No se hizo ninguna pregunta; no intervino ninguna autoridad. Los espectáculos sublimes se apoderan del alma, y convierten a todos los que los presencian en meros espectadores. Tal vez ninguno podía explicarse lo que experimentaba; ninguno podía decir que veía allí una gran luz, y, sin embargo, interiormente todos se sentían deslumbrados.

Era evidente que tenían delante a Jean Valjean. Su aparición había bastado para aclarar aquel asunto tan oscuro hasta algunos momentos antes. Sin necesidad de explicación alguna, aquella multitud comprendió en seguida la grandeza del hombre que se entregaba para evitar que fuera condenado otro en su lugar.

-No quiero molestar por más tiempo a la audiencia -dijo Jean Valjean-. Me voy, puesto que no me prenden. Tengo mucho que hacer. El señor fiscal sabe quién soy y adónde voy y me mandará arrestar cuando quiera.

Se dirigió a la puerta. Ni se elevó una voz, ni se extendió un brazo para detenerlo. Todos se apartaron. Jean Valjean tenía en ese momento esa superioridad que obliga a la multitud a retroceder delante de un hombre. Pasó en medio de la gente lentamente; no se sabe quién abrió la puerta, pero lo cierto es que estaba abierta cuando llegó a ella.

Se dirigió entonces a los presentes:

-Todos creéis que soy digno de compasión, ¿no es verdad? ¡Dios mío! Cuando pienso en lo que estuve a punto de hacer, me creo dignó de envidia. Sin embargo, preferiría que nada de esto hubiera sucedido.”

La justicia, aunque inflexible, no es intolerante, es justa. Después de que Jean Valjean hubo simulado su muerte, en Tolón, después de haber salvado la vida de un marinero, durante la reparación del barco Orión. Por un tiempo esa muerte, que aparición en los periódicos, tranquilizó a Javert, el cual fue llamado a Paris.

Fue encontrándose los dos en París,  el perseguidor y el perseguido, que el tenaz inspector de la policía, se entera un la presencia de un extraño personaje. Los dos se encuentran un crepúsculo, el policía vestido de pordiosero y el fugitivo tratando  pasar desapercibido.

 He aquí el encuentro, según se encuentra en la parte segunda de la novela, en el libro quinto, capítulo 10:

“Empezaba ya a olvidar esta historia, cuando en marzo de 1824 oyó hablar de un extraño personaje que vivía cerca de la parroquia de San Medardo, y que era conocido como el mendigo que daba limosna. Era, según se decía, un rentista cuyo nombre no sabía nadie, que vivía solo con una niña de ocho años que había venido de Montfermeil. ¡Montfermeil! Esta palabra, sonando de nuevo en los oídos de Javert, le llamó la atención. Otros mendigos dieron algunos nuevos pormenores. El rentista era un hombre muy huraño, no salía más que de noche, no hablaba a nadie más que a los pobres. Llevaba un abrigo feo, viejo y amarillento que valía muchos millones, porque estaba forrado de billetes de banco.

Todo esto excitó la curiosidad de Javert; y con objeto de ver de cerca, y sin asustarlo, a este hombre extraordinario, se puso un día el traje del sacristán y ocupó su lugar. El sospechoso se acercó a Javert disfrazado, y le dio limosna; en ese momento, Javert levantó la vista, y la misma impresión que produjo en Jean Valjean la vista de Javert, recibió Javert al reconocer a Jean Valjean.

Sin embargo, la oscuridad había podido engañarle; su muerte era oficial. Le quedaban, pues, a Javert graves dudas, y en la duda Javert, hombre escrupuloso, no prendía a nadie.”

Eso es lo que se llama justicia. Javert no priva a un hombre de su libertad porque se le parezca, si tiene dudas, la duda favorece al reo; el sospechoso estará en libertad hasta que se confirme su identidad. ¡Loor a Javert, a su  equilibrio y ecuanimidad! Claro, también están los periódicos, que harán agrias críticas si se priva a un ciudadano honesto de su libertad, sin que para ello exista una causa razonable.

Si el temible inspector es un hombre apegado a la justicia hasta lo patológico, los jóvenes que hicieron la Revuelta del 5 de Junio de 1832 no lo eran menos. En la cuarta parte de la obra, en el libro undécimo, capítulo  8, el líder de una facción revolucionaria, Enjolras, al ver como uno que está a favor de la revuelta comete un acto criminal, se erige en juez y verdugo y lo ejecuta de una forma sacerdotal. Le Cabuc, como se llama el infiltrado, es un agente de la policía, como lo había sido Javert en el capítulo anterior, pero que Javert entró como espía, Le Cabuc lo hace como criminal.

Esta es la forma como suceden los hechos:

“- Camaradas, ¿sabes? es que la casa que se debe aprender. Cuando estamos allí para cruzar, el diablo si alguien se está moviendo en la calle!

 

- Sí, pero la casa está cerrada, dijo uno de los bebedores.

 

- Cognons!

 

- No va a abrir.

 

- Sumérgete la puerta!

 

El Cabuc corre a la puerta, que tenía un enorme martillo fortaleza y huelga. La puerta no se abre. Se realiza un segundo disparo. Nadie responde. Un tercer disparo. Incluso el silencio.

 

- ¿Hay alguien aquí?  Grita Cabuc.

 

Nada se mueve.

 

Luego se toma un arma y comienza a latir la puerta a culatazos. Era un viejo camino de entrada de la puerta, de arco, bajo, cerca, fuerte, lleno de roble, forrados en el interior de una hoja de papel y un marco de hierro, un verdadero puerta de la Bastilla. Golpes sacudieron la casa, pero no sacuden la puerta.

 

Sin embargo, es probable que los habitantes se trasladaron porque finalmente vimos una luz y se abre una pequeña ventana cuadrada en la tercera planta, y aparecerá en esta ventana una vela y la cabeza con aire satisfecho de un hombre asustado con el pelo grisera el portero.

 

El hombre que estaba golpeando se detuvo.

 

- Señores, el portero le preguntó, ¿qué quieres?

 

- Abre! Dijo el Cabuc.

 

- Señores, esto no puede ser.

 

- Abra siempre!

 

- Imposible, señores!

 

El Cabuc tomó su arma y apuntó al portero; pero como estaba abajo, y estaba muy oscuro, el portero no lo vio.

 

- ¿Sí o no, vas a abrir?

 

- No, señores!

 

- Usted dice que no?

 

- Yo digo que no, mi buen ...

 

El portero no terminó. La pistola se cayó; la bala le entró por debajo del mentón y salió por el cuello después de atravesar la yugular. El anciano se derrumbó sobre sí mismo sin un suspiro. La vela se cayó y murió, y vimos nada más que una cabeza inmóvil en el borde de la ventana y un poco de humo blanquecino que subieron a la azotea.

 

- ¡Ya está! - El Cabuc dijo, dejando caer al pavimento la culata de su rifle.

 

Apenas había pronunciado la palabra él sintió una mano que se posó en su hombro con el peso de la garra de un águila, y oyó una voz que le decía:

 

- Arrodillado.

 

El asesino se volvió y vio ante sí la cara blanca, fría de Enjolras. Enjolras tenían una pistola en la mano.

En la explosión, él había llegado.

 

Con la mano izquierda agarró el cuello, la blusa, la camisa y la ropa de Cabuc.

 

- De rodillas, repitió.

 

Y a un movimiento soberano del joven frágil de veinte años se inclinó como una caña al fornido, portero robusto y de rodillas en el barro. El Cabuc intentó resistirse, pero parecía que había sido tomado por una mano sobrehumana.

 

Pálido, el cuello desnudo, con el pelo despeinado, Enjolras, con la cara de su esposa, tenía en este momento no sé lo que la antigua Themis. Sus fosas nasales hinchados, sus ojos dieron gotas a su perfil griego implacable que la expresión de la ira y de que la expresión de la castidad que, desde el punto de vista del mundo antiguo, de acuerdo a la justicia.

 

Toda la barricada había corrido, entonces todo se almacenaron en el círculo remoto, sintiendo que era imposible de pronunciar una palabra antes de lo que iban a ver.

 

El Cabuc, conquistó, ya no se trataba de luchar, y temblaba de pies a cabeza. Enjolras lo liberaron y se llevaron a cabo su reloj.

 

- Recoged, dijo. Ora o piensa. Tienes un minuto.

 

- Gracias! -murmuró el asesino; luego bajó la cabeza y balbuceó un par de juramentos inarticulados.

 

Enjolras no alejó el reloj de los ojos; pasó el minuto, luego puso el reloj en el bolsillo. Una vez hecho esto, tomó por los cabellos al Cabuc que se rizaba contra sus rodillas gritando y presionó su oreja el cañón de su pistola. Muchos de estos hombres intrépidos, que se introdujeron en voz tan baja a las aventuras más aterradoras, volvieron la cabeza.

 

Oyeron la explosión, el asesino cayó con la frente en el pavimento hacia adelante, y Enjolras se irguió y caminó alrededor de él convenció a su mirada  severa.

 

Luego empujó el pie del cadáver y dijo:

 

- Tome eso.

 

Tres hombres levantaron el cuerpo del desgraciado que agitaba maquinalmente las últimas convulsiones de la vida espirado y la arrojó sobre la pequeña barricada en el callejón Mondétour.

 

Enjolras quedó pensativo. ¿Quién sabe las grandiosas que sombras se extendían lentamente por su formidable serenidad. De pronto levantó la voz. El silencio se hizo.

 

- Ciudadanos, dijo Enjolras, lo que hizo este hombre es terrible y lo que hice fue horrible. Mató, por lo tanto, yo lo maté. Tuve que hacerlo, porque la insurrección debe tener su disciplina. El asesinato es aún un crimen que en otros lugares; estamos bajo la mirada de la revolución, que son los sacerdotes de la república, somos los anfitriones del deber, y él no tiene poder para calumniar a nuestra lucha. Así que he intentado y condenado a muerte a éste hombre. En cuanto a mí, obligado a hacer lo que hice, pero aborreciéndolo, yo también lo encontré en mí mismo, y te veo ahora lo que me estoy condenado.

 

Los que escucharon se estremeció.

 

- Vamos a compartir su destino, gritó Combeferre.

 

- O bien, dijo Enjolras. Una palabra. Mediante la ejecución de este hombre, he obedecido a la necesidad; pero la necesidad es un monstruo del viejo mundo; la necesidad se llama Destino. Pero la ley del progreso es que los monstruos desaparezcan delante de los ángeles, y que el destino se destruya antes de la fraternidad. Este es un mal momento para decir la palabra amor. No importa, digo, y yo la glorifico. El amor, usted tiene el futuro. Muerte, yo te uso, pero no te odio. Ciudadanos, no habrá en el futuro oscuridad ni relámpagos ni feroz ignorancia, ni la venganza sangrienta. Como no habrá Satanás, habrá Michel. En el futuro la gente no va a matar a nadie, la tierra va a irradiar, el amor a la humanidad. Él vendrá, los ciudadanos, el día en que todo estarán el  concordia, la armonía, la luz, la alegría y la vida, vendrá. Y eso está por venir y vamos a morir.

 

Enjolras se quedó en silencio. Sus labios vírgenes cerrados; y permaneció durante algún tiempo de pie en el lugar donde se había derramado sangre, en una inmovilidad de mármol. Su ojo se fijó en que losestábamos hablando a su alrededor.

 

Prouvaire Combeferre silenciosamente se dieron la mano, y apoyándose el uno al otro en términos de barricada, contempló con admiración cuando se produjo la compasión de este hombre serio y joven, verdugo y sacerdote, luz de cristal, y el roca también.

 

Digamos de inmediato que más tarde, después de la acción cuando los cuerpos fueron llevados a la morgue y buscados, fue encontrado en la Cabuc una tarjeta oficial de policía. El autor de este libro ha tenido en sus manos, en 1848, el informe especial sobre este tema en 1832 del Prefecto de Policía.

 

Añadamos que, si hemos de creer a una extraña tradición de la policía, pero probablemente basada en El Cabuc, él era Claquesous. El hecho es que a partir de la muerte de Cabuc, no había duda de Claquesous. Claquesous no ha dejado ningún rastro de su desaparición; parecería haberse amalgamado con lo invisible. Su vida había sido la oscuridad, su fin era la noche.” 

Porque la revolución ha de ser justa, esto es, al servicio de la justicia; en ella pueden ocurrir atropellos, pero no arbitrariedades. En ella no se puede permitir el crimen, aunque a su nombre se cometa homicidio. Esto viene a propósito del momento en  que Javert fue hecho prisionero, Enjolras determina que antes de que ellos caigan a manos de las fuerzas del gobierno, el espía será fusilado.

En la cuarta parte, libro undécimo, capítulo 7, se sostiene este dialogo: 

“Javert, recostado en el poste, y tan rodeado de cuerdas que no podía hacer ni un movimiento, levantaba la cabeza con la serenidad intrépida del hombre que no ha mentido nunca.

-Es un espía- dijo Enjolras. Y volviéndose hacia Javert:-Serás fusilado dos minutos antes de que tomen las barricadas.

Javert replicó con su más imperioso acento:

-¿Y por qué no inmediatamente?

-Economizamos pólvora.

-Entonces matadme de una puñalada.

-Espía- dijo Enjolras-, somos jueces, no asesinos.” 

Aunque hemos insertado algunos párrafos de la revuelta del 5 de Junio de 1832, en el libro noveno de la cuarta parte de la novela, que Víctor Hugo, quien fue testigo presencial de dicha revuelta, nos introduce en ella. En el capítulo 2, Hugo hace unas consideraciones filosóficas, semánticas e históricas en torno a lo que es una insurrección y lo que es un motín.

“Hay motines y hay insurrecciones, son dos clases de cólera; una equivocada, otra con derecho. En los Estados democráticos, los únicos que están fundados sobre la justicia, sucede algunas veces que una fracción usurpa; entonces el todo se alza, y la necesaria reivindicación de su  derecho puede llegar hasta tomar las armas. En todas las cuestiones que atañen a la soberanía colectiva, la guerra del todo contra la fracción es la insurrección; el ataque de la fracción contra el todo es el motín; según que las Tullerias estén habitadas por el rey o por la Convención, son justa o injustamente atacadas.  

El mismo cañón dirigido contra la multitud no tiene razón el 10 de agosto y la tiene el 14 de Vendimiario. Apariencia semejante y fondo diferente; los suizos defiende lo falso, Bonaparte defiende lo verdadero. Lo que el sufragio universal ha hecho por la libertad y en su soberanía, no  puede ser de hecho por las calles.

No hay insurrección más que hacia delante. Cualquier otro levantamiento es malo. Cualquier paso violento hacia atrás es motín; retroceder es una vía de hecho contra el género humano. La insurrección es el acceso de furor de la verdad; los adoquines que mueve la insurrección echan la chispa del derecho. Estos adoquines sólo dejan su lado al motín. Danton contra Luis XV1 es la insurrección; Hébert contra Danton es el motín.

De aquí proviene que si la insurrección, en los casos dados, puede ser, como ha dicho Lafayette, el más santo de los deberes, el motín puede ser el más fatal de los atentados.

Hay también alguna diferencia en la intensidad colérica; la insurrección es a menudo volcán, el motín es con frecuencia fuego de paja.” 

Ya hemos ido mostrando la rigidez, inflexibilidad, rigurosidad, disciplina, y por qué no, dureza y firmeza del inspector Javert. Pues bien, cuando Thénardier entró a la alcantarilla, Javert quedó fuera, pero no se fue, estuvo al asecho. Cerca de la entrada de la misma, se encontraron Jean Valjean, que con Marius herido había penetrado a la misma, en los lados de la barricada, en la taberna Corinto. Después de un trato, Thénardier le franqueo la puerta a Valjean, y fue entonces cuando el implacable inspector le apresa.

Valjean le explica al policía la situación, y le ruega le acompañe a que lleven al herido a la casa del abuelo de éste. De la casa de Marius, Valjean, que había dado a Javert su dirección, le dice que le permita ir a su casa, pedido que acepta de nuevo. Antes de legar a la puerta de la casa del prisionero, el inspector paga el coche, que durante siete horas y cuarto, a estado a su servicio, mas unos daños por el derramamiento de sangre, consistente en ochenta francos. Javert paga con cuatro napoleones, y despidió al cochero.  Al mirar por la ventana de la segunda planta, Valjean nota que el inspector se ha marchado.

Estos son los hechos que sitúan al lector ante el cuarto libro de la quinta parte. Este libro tiene un solo capítulo; capítulo que ha sido titulado: Javert déraillé, esto es Javert descarrila, así también como Javert desorientado, en otra traducción.

Para que se pueda comprender la agonía, turbación, congoja y angustia,   o porque no, el colapso del alma de este Convidado de Piedra, vamos a transcribir un amplio extracto de este capítulo. 

“Javert se alejó lentamente de la calle del Hombre Armado.

Caminaba con la cabeza baja por primera vez en su vida, y también por primera vez en su vida con las manos cruzadas atrás. Se internó por las calles más silenciosas. Sin embargo, seguía una dirección. Tomó por el camino más corto hacia el Sena, hasta donde se forma una especie de lago cuadrado que atraviesa un remolino. Este punto del Sena es muy temido por los marineros, pues quienes caen en aquel remolino no vuelven a aparecer, por más diestros nadadores que sean.

Javert apoyó los codos en el parapeto del muelle, el mentón en sus manos, y se puso a meditar. En el fondo de su alma acababa de pasar algo nuevo, una revolución, una catástrofe, y había materia para pensar. Padecía atrozmente. Se sentía turbado; su cerebro, tan límpido en su misma ceguera, había perdido la transparencia.

Ante sí veía dos sendas igualmente rectas; pero eran dos y esto le aterraba, pues en toda su vida no había conocido sino una sola línea recta. Y para colmo de angustia aquellas dos sendas eran contrarias y se excluían mutuamente. ¿Cuál sería la verdadera? Su situación era imposible de expresar.

Deber la vida a un malhechor; aceptar esta deuda y pagarla; estar, a pesar de sí mismo, mano a mano con una persona perseguida por la justicia y pagarle un servicio con otro servicio; permitir que le dijesen: márchate, y decir a su vez: quedas libre; sacrificar el deber a motivos personales; traicionar a la sociedad por ser fiel a su conciencia; todo esto le aterraba.

Le sorprendía que Jean Valjean lo perdonara; y lo petrificaba la idea de que él, Javert, hubiera perdonado a Jean Valjean. ¿Qué hacer ahora? Si malo le parecía entregar a Jean Valjean, no menos malo era dejarlo libre.

Con ansiedad se daba cuenta de que tenía que pensar. La misma violencia de todas estas emociones contradictorias lo obligaba a hacerlo. ¡Pensar! Cosa inusitada para él, y que le causaba un dolor indecible. Hay siempre en el pensamiento cierta cantidad de rebelión interior, y le irritaba sentirla dentro de sí.

Le quedaba un solo recurso: volver apresuradamente a la calle del Hombre Armado y apoderarse de Jean Valjean. Era lo que tenía que hacer. Y sin embargo, no podía. Algo le cerraba ese camino. ¿Y qué era ese algo? ¿Hay en el mundo una cosa distinta de los tribunales, de las sentencias de la policía y de la autoridad? Las ideas de Javert se confundían.

¿No era horrible que Javert y Jean Valjean, el hombre hecho para servir y el hombre hecho para sufrir, se pusieran ambos fuera de la ley?

Su meditación se volvía cada vez más cruel.

Jean Valjean lo desconcertaba. Los axiomas que habían sido los puntos de apoyo de toda su vida caían por tierra ante aquel hombre. Su generosidad lo agobiaba. Recordaba hechos que en otro tiempo había calificado de mentiras y locuras, y que ahora le parecían realidades. El señor Madeleine aparecía detrás de Jean Valjean, y las dos figuras se superponían, hasta formar una sola, que era venerable. Javert sentía penetrar en su alma algo horrible: la admiración hacia un presidiario. Pero ¿se concibe que se respete a un presidiario? No, y a pesar de ello, él lo respetaba.

Temblaba. Pero por más esfuerzos que hacía, tenía que confesar en su fuero interno la sublimidad de aquel miserable. Era espantoso.

Un presidiario compasivo, dulce, clemente, recompensando el mal con el bien, el odio con el perdón, la venganza con la piedad, prefiriendo perderse a perder a su enemigo, salvando al que le había golpeado, más cerca del ángel que del hombre; era un monstruo cuya existencia ya no podía negar.

Esto no podía seguir así.

En realidad no se había rendido de buen grado a aquel monstruo, a aquel ángel infame. Veinte veces, cuando iba en el carruaje con Jean Valjean, el tigre legal había rugido en él. Veinte veces había sentido tentaciones de arrojarse sobre él y arrestarlo. ¿Había algo más sencillo? ¿Había cosa más justa? Y entonces, igual que ahora, tropezó con una barrera insuperable; cada vez que la mano del policía se levantaba convulsivamente para coger a Jean Valjean por el cuello, había vuelto a caer, y en el fondo de su pensamiento oía una voz, una voz extraña que le gritaba: "Muy bien, entrega a lo salvador, y en seguida haz traer la jofaina de Poncio Pilatos, y lávate las garras".

Después se examinaba a sí mismo, y junto a Jean Valjean ennoblecido, contemplaba a Javert degradado. ¡Un presidiario era su bienhechor!

Sentía como si le faltaran las raíces. El Código no era más que un papel mojado en su mano. No le bastaba ya la honradez antigua. Un orden de hechos inesperados surgía y lo subyugaba. Era para su alma un mundo nuevo; el beneficio aceptado y devuelto, la abnegación, la misericordia, la indulgencia; no más sentencias definitivas, no más condenas; la posibilidad de una lágrima en los ojos de la ley; una justicia de Dios, contraria a la justicia de los hombres. Divisaba en las tinieblas la imponente salida de un sol moral desconocido, y experimentaba al mismo tiempo el horror y el deslumbramiento de semejante espectáculo.

Se veía en la necesidad de reconocer con desesperación que la bondad existía. Aquel presidiario había sido bueno; y también él, ¡cosa inaudita!, acababa de serlo.

Era un cobarde. Se horrorizaba de sí mismo. Acababa de cometer una falta y no lograba explicarse cómo. Sin duda tuvo siempre la intención de poner a Jean Valjean a disposición de la ley, de la que era cautivo, y de la cual él, Javert, era esclavo.

Toda clase de novedades enigmáticas se abrían a sus ojos. Se preguntaba: ¿Por qué ese presidiario a quien he perseguido hasta acosarlo, que me ha tenido bajo sus pies, que podía y debía vengarse, me ha perdonado la vida? ¿Por deber? No. Por algo más. Y yo, al dejarlo libre, ¿qué hice? ¿Mi deber? No, algo más. ¿Hay, pues, algo por encima del deber? Al llegar aquí se asustaba. Desde que fue adulto y empezó a desempeñar su cargo, cifró en la policía casi toda su religión. Tenía un solo superior, el prefecto, y nunca pensó en Dios, en ese otro ser superior. Este nuevo jefe, Dios, se le presentaba de improviso y lo hacía sentir incómodo. Pero ¿cómo hacer para presentarle su dimisión?

El hecho predominante para él era que acababa de cometer una espantosa infracción. Había dado libertad a un criminal reincidente; nada menos. No se comprendía a sí mismo ni concebía las razones de su modo de obrar. Sentía una especie de vértigo. Hasta entonces había vivido con la fe ciega que engendra la probidad tenebrosa. Ahora lo abandonaba esa fe; todas sus creencias se derrumbaban. Algunas verdades que no quería escuchar lo asediaban inexorablemente.

Padecía los extraños dolores de una conciencia ciega, bruscamente devuelta a la luz. En él había muerto la autoridad; ya no tenía razón de existir.

¡Qué situación tan terrible la de sentirse conmovido! ¡Ser de granito y dudar! ¡Ser hielo, y derretirse! ¡Sentir de súbito que los dedos se abren para soltar la presa!

No había sino dos maneras de salir de un estado insoportable. Una, ir a casa de Jean Valjean y arrestarlo. Otra...

Javert dejó el parapeto y, esta vez con la cabeza erguida, se dirigió con paso firme al puesto de policía.

Allí dio su nombre, mostró su tarjeta y se sentó junto a una mesa sobre la cual había pluma, tintero y papel. Tomó la pluma y un pliego de papel, y se puso a escribir lo siguiente: "Algunas observaciones para el bien del Servicio.

"Primero. Suplico al señor prefecto que pase la vista por las siguientes líneas.

"Segundo. Los detenidos que vienen de la sala de Audiencia se quitan los zapatos, y permanecen descalzos en el piso de ladrillos mientras se les registra. Muchos tosen cuando se les conduce al encierro. Esto ocasiona gastos de enfermería.

"Tercero. Es conveniente que al seguir una pista lo hagan dos agentes y que no se pierdan de vista, con el objeto de que si por cualquier causa un agente afloja en el servicio, el otro lo vigile y cumpla su deber.

"Cuarto. No se comprende por qué el reglamento especial de la cárcel prohíbe al preso que tenga una silla, aun pagándola.

"Quinto. Los detenidos, llamados ladradores, porque llaman a los otros a la reja, exigen dos sueldos de cada preso por pregonar su nombre con voz clara. Es un robo.

"Sexto. Se oye diariamente a los gendarmes referir en el patio de la Prefectura los interrogatorios de los detenidos. En un gendarme, que debiera ser sagrado, semejante revelación es una grave falta."

Javert trazó las anteriores líneas con mano fume y escritura correcta, no omitiendo una sola coma, y haciendo crujir el papel bajo su pluma, y al pie estampó su firma y fecha, "7 de junio de 1832, a eso de la una de la madrugada".

Dobló el papel en forma de carta, lo selló, lo dejó sobre la mesa y salió.

Cruzó de nuevo diagonalmente la plaza del Chatelet, llegó al muelle, y fue a situarse con una exactitud matemática en el punto mismo que dejara un cuarto de hora atrás. Los codos, como antes, sobre el parapeto. Parecía no haberse movido.

Obscuridad completa. Era el momento sepulcral que sigue a la medianoche.

Nubes espesas ocultaban las estrellas. El cielo tenía un aspecto siniestro; no pasaba nadie; las calles y los muelles hasta donde la vista podía alcanzar, estaban desiertos; el río había crecido con las lluvias.

Javert inclinó la cabeza y miró. Todo estaba negro. No veía nada, pero sentía el frío hostil del río y el olor insípido de las piedras. La sombra que lo rodeaba estaba llena de horror.

Javert permaneció algunos minutos inmóvil, mirando aquel abismo de tinieblas. El único ruido era el del agua. De repente se quitó el sombrero y lo puso sobre la barandilla. Poco después apareció de pie sobre el parapeto una figura alta y negra, que a lo lejos cualquier transeúnte podría tomar por un fantasma; se inclinó hacia el Sena, volvió a enderezarse, y cayó luego a plomo en las tinieblas.

Hubo una agitación en el río, y sólo la sombra fue testigo de las convulsiones de aquella forma oscura que desapareció bajo las aguas.” 

En el libro quinto de esta quinta parte, al final del capítulo 5, se lee en el último párrafo:

“Por lo demás, Jean Valjean se sabía libre de Javert. Habían contado delante de él, y más tarde lo verificó en el Moniteur, que lo había publicado, que el inspector de policía llamado Javert había sido encontrado ahogado bajo un barco de lavanderas, entre Pont au Change y el Pont-Neuf, y que una nota dejada por aquel hombre, que por otra parte era irreprochable y muy estimado por sus jefes, hacía creer en un acceso de alienación mental y en un suicidio. <<En efecto- pensó Jean Valjean-, para que al tenerme en su poder me dejase en libertad, era preciso que estuviera ya loco. >>” 

Conclusión

Una vez desaparecido Javert, el sentido de justicia desaparece en la obra. Maat, la diosa del orden y del equilibrio cósmico de los egipcios, se sumerge, no en el divino Nilo, sino en el contaminado y pestilente Sena, la prolongación de las cloacas de París. Por lo cual, desde la muerte de nuestro personaje, podemos encontrar en esta novela cosas, hechos y personas buenas, pero jamás volveremos a ver la justicia.

No quiero finalizar, no sin antes copiar las palabras con que el gran escritor francés presentó su obra, y que debieran figurar en su epitafio, escritas sobre el mármol, cincelada con el bronce e impresa con letras de fuego: 

“Mientras, a consecuencia de las leyes y de las costumbres, exista una condenación social que cree artificialmente infiernos en plena civilización, y enturbie con una fatalidad humana el destino, que es divino; mientras no se resuelvan los tres problemas del siglo: la degradación del hombre en el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre, la atrofia del niño por las tinieblas; mientras en ciertas regiones sea posible la asfixia social; en otros términos, y desde un punto de vista más dilatado aún, mientras haya ignorancia y miseria sobre la tierra, los libros de igual naturaleza que éste podrán no ser inútiles”.

 

Humberto R., Méndez B.
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